“AQUEL LIBRO EN EL ALTILLO” CAPITULO 1 El extraño - TopicsExpress



          

“AQUEL LIBRO EN EL ALTILLO” CAPITULO 1 El extraño visitante El aire estaba lleno de música. Los pájaros habían vuelto y canciones eran tan bienvenidas como la brillante y cálida luz del sol primavera. “¡Vamos, muchachos, marchando!”, era la voz de papá, que a través del campo llevaba a los caballos a trabajar. Desde otra dirección, podíamos oír la joven voz de mi hermano Henry mezclándose vigorosamente con la música que la naturaleza había provisto. Él a menudo cantaba, mientras trabajaba en los extensos y fértiles campos de nuestro antiguo hogar, en la región sur de Dakota del Sur. Catorce niños habían nacido en ese hogar en las praderas, ¡y qué hogar feliz! Recuerdo muy bien cómo, cada mañana después del desayuno, todos nos sentábamos alrededor de la larga mesa familiar, mientras papá leía una porción de las Escrituras. Luego nos parábamos con las manos juntas y las cabezas inclinadas en tanto él oraba por el bienestar de su familia. Después de que papá decía “amén”, todos los niños recitábamos el Padrenuestro a coro. Al terminar de cenar, nuevamente permanecíamos sentados en torno a la mesa y esperábamos que papá comenzara a cantar un himno. Cuando papá daba el tono, cada uno, no importaba cuan cansado estuviera, se unía en el canto. Después de dos o tres himnos papá daba las buenas noches a los niños más pequeños, quienes corrían a la cama. Mamá los seguía para ver que cada uno estuviera bien arropado. A cada niño se le había enseñado a arrodillarse junto a su cama y a hacer una breve oración. Mientras mamá estaba ocupada con los más pequeños, mientras mis dos hermanas mayores lavaban la loza de la cena. Papá leía el periódico mientras yo me arrodillaba frente a él con una palangana de agua y lavaba sus pies polvorientos y cansados. Pronto todos estaríamos en la cama. Los domingos, si nuestros padres iban hasta la iglesia en la aldea, siempre se nos permitía a algunos de nosotros acompañarlos. EL resto de los niños se entretenía en casa. Cuando no íbamos a la iglesia, teníamos Escuela Dominical en nuestro hogar. Cada uno debía aprender a la Biblia y a memorizar algunos textos. No se nos permitía jugar juegos bruscos en domingo; nos habían enseñado que era un día sagrado y que debíamos estar tranquilos y revientes. Papá se preocupaba siempre por nuestras amistades. Él no toleraría el lenguaje grosero. Si nosotros usábamos palabras vulgares o intentábamos mentir de alguna manera, éramos castigados. Todos teníamos que trabajar muy duro en la granja, y la tarea de cada uno se planificaba cuidadosamente cada día. En esta particular mañana de primavera, con el trabajo repartido y asignado, papá llevo a sus cuatro caballos a un campo para cosechar las últimas hectáreas de grano. Henry se había ido a otro campo con los dos caballos y un arado para comenzar a arar la tierra para sembrar el maíz. Mi hermana mayor, Mary, debía limpiar la casa y cuidar del bebé, y la segunda de mis hermanas, Katie, debía, pastorear el ganado. Mi trabajo consistía en ayudar a mamá a sembrar semillas en la tierra que Henry había arado muy temprano esa mañana. Mamá se sentó junto a la cerca a seleccionar las semillas que deseaba sembrar primero. Yo comencé a deshacer los terrones con un rastrillo, mientras ella elegía sus semillas. - Mamá, ¿qué es lo que hace que las semillas se convierten en plantas?—pregunté con sinceridad infantil. - Las semillas tienen que morir, querida, para poder crecer—me contesto mamá. “¡Las semillas tienen que morir para poder crecer!”, reflexioné sobre esta declaración, pero era demasiado profunda como para que pudiera comprenderla. Yo estaba todavía preguntándome cómo era que las semillas tenían que morir para poder vivir, cuando me sobresaltaron los saltos y los ladridos desesperados de nuestro viejo perro. Cuando levanté la vista, vi que un hombre extraño se acercaba. Mamá acababa de entrar en la casa para alimentar al bebé, y yo estaba asustada. El ferrocarril pasaba a unos setecientos metros hacia el este, y a menudo los pasajeros se acercaban a nuestra casa para buscar comida. En algunas ocasiones eran descorteses. No quería que este hombre supiera que yo estaba asustada, así es que continué trabajando, aparentando estar tranquila. “este hombre debe ser diferente”, pensé, “porque el perro se tranquilizo y camino detrás de el , moviendo la cola como si hubiera encontrando un amigo”. En lugar de dirigirse hacia la casa, el hombre vino directamente al jardín. Puso su pequeño maletín en el suelo y se apoyo en la cerca, como si estuviera muy cansado. - ¡Buenos días, jovencita! – dijo alegremente-. Es un hermoso trabajo el que estás haciendo. ¿Crees que tus plantas crecerán? - Yo creo que si-respondí, todavía asustada. - ¿No es día precioso?- dijo-. Dios nos da la hermosa luz del sol y, si el envía lluvia, seguramente tu jardín crecerá. ¿Conoces las diferentes semillas?—me pregunto con una sonrisa. Me acerque cada vez más hacia la cerca mientras le mostraba las semillas que tenía. Pronto perdí todo el miedo, pues él hablaba acerca de Dios. Me dijo que las semillas deben morir en la tierra para poder dar fruto: exactamente lo mismo que me había dicho mi mamá. El hombre puso su mano en mi cabeza y dijo: -Dios te bendiga, jovencita. Si eres una buena niña, Dios te ayudara a crecer y llegaras a ser fuerte, así podrás realizar muchos actos bondadosos en esta vida; y después de esta vida, Dios te dará un hogar en el cielo. Tenía una voz muy amable, y sus ojos eran tan amigables que yo me quedé sin palabras mientras él hablaba. El extraño dijo que tenía sed, así que nos encaminamos hacia la casa para buscar algo para beber. Mamá estaba asustada de encontrar a un hombre extraño parado en la puerta de entrada junto a mí. Después de saciar su sed, nos conto cual era su misión: vender literatura cristiana. Le mostro a mamá sus libros, pero ella le dijo que no podía comprar nada, a menos que papá estuviera de acuerdo. Le dijo que papá estaría en casa para el almuerzo, y que si el volvía para comer con nosotros, tendría la oportunidad de mostrarle los libros. Nuestro visitante se apresuro a ver a nuestros dos vecinos más cercanos, y más tarde volvió para el almuerzo. Papá lo recibió amablemente. Nosotros, los niños, deseábamos con todo nuestro corazón que papá comprara unos de aquellos libros y casi gritamos de alegría cuando encargo uno. Durante varias semanas estuvimos esperando que el hombre regresara. Un lluvioso día de verano, hacia el atardecer, el hombre volvió con Daniel y Apocalipsis, el libro que papá había encargado. Miramos cuidadosos todas las figuras que había en el. Los niños éramos demasiados pequeños como para entender mucho del mensaje que contenía, pero papá leyó un poco. Después de un raro descubrió que el libro decía algo acerca de la observancia del sábado, declarando que el séptimo día es el sábado de Dios. Papá exclamó con asombró: -¡Este libro es mentiroso! Temiendo que la familia fuera engañada por el libro, sin saberlo nosotros, lo escondió en el altillo. Por un largo tiempo, nadie supo dónde estaba. Cuando papá y mamá salían a alguna parte buscando ese libro. Deseábamos mirar las ilustraciones. Durante meses no pudimos encontrarlo. Entonces, un día, mi hermano mayor, Henry, dijo: -Queda solo un lugar donde puede estar: el altillo. No había escaleras para subir al altillo, asi que a su propuesta respondimos corriendo a buscar una escalera de tijera. Juntos subimos y empujamos la pequeña puerta de la abertura en el cielo raso. Henry trepo y estuvo allí arriba por algunos minutos antes de que escucháramos su grito de alegría: -¡Lo encontré! ¡Lo encontré! Todos nosotros saltamos de contento. Él bajo de prisa, nos precipitamos dentro de la sala, y pusimos el libro en el piso. Nos tendimos en el suelo, y cada uno intento acercar su cabeza lo mas posible. Después de que lo hubimos visto dos o tres veces, volvimos a ponerlo en el altillo. Casi todas las figuras eran como un rompecabezas para nosotros, y hablamos mucho acerca de lo que podían significar; de todos modos, siempre cuidábamos de que papá no nos oyera. A menudo me preguntaba cómo era que ese libro podría ser tan malo; muchas de las ilustraciones que contenía eran figuras de la Biblia, y nos había sido vendido por un hombre tan cristiano y tan amable… Un día papá y yo debíamos ir a trabajar juntos en un campo a unos cinco kilómetros de casa. No podíamos regresar a nuestro hogar para almorzar porque era un viaje largo para los cansados caballos, así que llevamos nuestro almuerzo con nosotros. Después de que hubimos comidos, papá se recostó debajo del carro para dormir una corta siesta. Yo me entretuve mirando las figuras del papel en que nuestro almuerzo había sido envuelto. Allí vi la imagen de un hombre que se parecía al amable caballero que nos había vendido aquel libro. Cuando papá se despertó, le conté acerca de la fotografía. Esto lo motivo a hablar largamente de las extrañas doctrinas que había en ese libro. Dijo que a menudo había escuchado hablar de una iglesia que guardaba el sábado y que enseñaba acerca de raros animales, tales como leones y leopardos con alas, y un gran dragón rojo; pero que nunca había visto a una de estas personas hasta que el colportor vino. Por supuesto, no sabía a qué denominación representaba el hombre cuando le compró el libro. -Bueno, yo pienso que ese hombre era una buena persona-dije- Y espero que nos visite alguna otra vez. A menudo yo miraba el camino y deseaba que el hombre volviera y me hablara tan amablemente como lo había hecho aquella mañana de primavera. Pero nunca más volvió. (continuará)
Posted on: Sat, 22 Jun 2013 21:10:38 +0000

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