“Cuentos y Hechizos” El Verdugo Al final tuvimos que - TopicsExpress



          

“Cuentos y Hechizos” El Verdugo Al final tuvimos que llamarle. Tuvimos que hacerlo porque todos nuestros sacrificios fueron inútiles. Resultaron vanos. Una tras otra nuestras peticiones se estrellaron como soplidos moribundos contra las murallas de sus fortalezas y palacios. Estábamos hambrientos y cansados, las rodillas ya ni siquiera soportaban el peso de nuestros cuerpos derrotados y en el último aliento, cuando ya sólo quedaban fuerzas para encomendarnos a los dioses… Decidimos llamarlo. Apareció como un relámpago vomitado por las cavernas más infames del infierno, de allí donde todos los moradores son despreciados hasta por sí mismos y no existe más piedad que el sufrimiento eterno. Y vino envuelto en una capa roja y en su espalda el símbolo pagano de la anarquía, en una filigrana negra que anunciaba la más visceral y brutal de las venganzas. En su mano diestra portaba el hacha llamada “Justicia” y en la siniestra la balanza de la igualdad, llamada “Pendenciera”. El verdugo miró las murallas y extendió una mano con la palma abierta. Sus dedos apuntaron al cielo ennegrecido y entonces de sus profundidades surgieron millones de gritos aterradores, como cien dragones descarnados que cantasen a coro la canción de los sepulcros y las torturas antiguas. Se aproximó a las puertas de la fortaleza y estas, hasta entonces siempre cerradas e inmisericordes con quienes nos pudríamos fuera, se abrieron en un estampido tremendo que hizo saltar las bisagras y goznes como si de endeble forja se tratase. El verdugo se internó en Vanidad, el hermoso imperio de los Señores, cargado con la Pendenciera y la hambrienta Justicia. Vimos como sus botas pisaban por primera vez en centenares de años aquellos parajes vírgenes prohibidos para nosotros y como sus ojos de alabastro líquido se cernían sobre cada monumento y cada torre del interior. Su mirada era sepulcral e hiriente como una tumba de plomo y las venas de sus muñecas se inflamaban contrayéndose con una ira que incluso desgranaba su sabor en el aire, un sabor parecido al de la carne cruda o al de la sangre que emanan nuestras encías enfermas. El verdugo elevó la cabeza al cielo y extendió sus brazos, poderosos como estandartes pulverizadores. Entonces llamó uno a uno y por sus nombres a cada Señor. No hubo movimiento en el interior. Se escondían en sus moradas de mármol y diamante y ni su famosa e invencible guardia se atrevió a hacer frente al verdugo. El miedo palpitaba de forma audible en las plazas y recintos, como una especie de oda lenta tocada por tambores de guerra. “-Es hora de que os enfrentéis al acero, de que paguéis el precio estipulado. Venid a mí, hijos” Bramó el verdugo. Juro que ni uno solo osó permanecer escondido. Todos salieron y rindieron pleitesía al verdugo, algunos tratarían de engatusarle pero éste respondía a sus trampas con una sonrisa parecida a una inscripción carnívora en una lápida que errase por todos los siglos, flotando a la deriva por el mar de la miseria y el desamparo. Y estos rufianes fueron los que peor parte se llevaron pues en su ansía por salvarse en realidad se condenaban sin remisión. Los pesó a todos. Los platos de la Pendenciera fueron ocupados, en cada caso, por un Señor y uno de nosotros. Pesaron a nuestros hijos junto a los de los Señores. Pesaron a nuestras mujeres junto a las de ellos. Pesaron sus culpas junto a las suyas. Sus libertades junto a las nuestras… La masacre se postergaría durante meses. Los Señores se llevaron la peor suerte y fueron ejecutados en el momento. El verdugo elevaba la Justicia sobre los cráneos y cortaba sus libertades, sus privilegios, sus sueños corruptos, sus ansias… Se quedaron vacíos y ensombrecidos, como simples sacos de escombros apilados contra las murallas de sus fortalezas. Sus ojos perdieron todo rastro de vida. El verdugo les entregó entonces, una vez fueron exprimidos de cuanto llevasen durante su gobierno, nuestros males y desgracias, les introdujo nuestra miseria y nuestros sufrimientos y comenzaron a volverse locos. Gritaron “piedad” y se retorcieron sin consuelo golpeándose los unos a los otros como si ello pudiera devolverles la razón. Fue una visión que pocos pudimos soportar. Yo mismo me armé de coraje y resistí. Debía hacerlo para que jamás se me olvidase mi condición de hombre, para saber que en el futuro podría ser yo quién ocupase el lugar de aquellos desdichados. Aguanté por todo lo que hube de soportar antes de la llegada del verdugo, por todos los suplicios que los Señores me hicieron cargar injustamente, por todo el hambre que me rebosaba en los huesos mientras ellos se burlaban de nuestras desgracias desde sus fortalezas. Resistí porque quería convertirme en un hombre honesto, libre y capacitado para entender que la vida es la voluntad propia de la dignidad y como tal, con dignidad ha de ser aprovechada. El verdugo los condenó a todos y ni sus hijos pudieron salvarse. Nuestras propias mujeres se arrastraron por el polvo, fatigadas y con los labios sembrados de llagas para pedir clemencia por los hijos de los Señores pero el verdugo, con un mirar hierático y letal, les digo; “-No es posible la clemencia porque de serlo, no tardarían en olvidar el mal que cometieron y un día querrán tomar de nuevo posesión de su imperio. Ya habéis sido bastante pacientes y bondadosos con quienes os han robado hasta la sangre. Esta vez es mi veredicto el que ha de prevalecer. Se les agotaron las oportunidades y la posibilidad de parlamentar. Ya no hay salvación” Les dijo el verdugo y las compadeció a todas, sobre todo por tan bella intención. Y los hijos también fueron condenados a cargar con las vejaciones de los nuestros, con el dolor y la humillación. Las madres de aquellos niños no pudieron soportar tal visión y muchas decidieron arrancarse los ojos y comérselos pues incluso después de tan atroz castigo aún seguían viendo como sus criaturas enloquecían. El verdugo no dejó una alma sin ajusticiar, ni un solo ser sin limpiar. Los Señores eran ahora vergonzosas imágenes denigrantes, apenas unas larvas de pellejos y mentiras, olían a azufre quemado y a traición y ni si quiera poseían sombra. El verdugo no dejó de aquella estirpe de hombres poderosos más que despojos, cuerpos mentalmente mutilados, arrancados de la escasa humanidad que antes tuvieran. Después los desterró de Vanidad y la ciudad quedó desierta. Nos invitó a entrar y la humanidad atravesó las puertas de las fortalezas y palacios y contemplamos la divinidad y el lujo que habíamos estado manteniendo durante tantos años, tantas muertes y tanta lucha… “-Os entrego esta nueva tierra expropiada a los tiranos, os dejo a su cuidado y os advierto; jamás olvidéis lo sucedido aquí”. El verdugo se marchó entregándonos la libertad y todas las pertenencias de los Señores. Nuestra estirpe decidió que aquel reino recién instaurado debía tener otro nombre y así fue como pasó a llamarse Dignidad. El verdugo espoleó a los desterrados hasta alejarlos de nuestros dominios y llevarlos hasta las cavernas malditas del infra-mundo. (En memoria de los humildes y los necesitados. Hágase pues la justicia, aún siendo en sangre)
Posted on: Mon, 08 Jul 2013 03:07:06 +0000

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