"La muerte del librero" Sin más familia que sí mismo, - TopicsExpress



          

"La muerte del librero" Sin más familia que sí mismo, precursor de esa cosa que vendría llamarse familia unifamiliar, y sin ninguna preocupación por la extremada pobreza que había llegado a alcanzar la lengua hablada y escrita de sus padres, puteada por la indecente incorporación de acepciones y sinónimos, el librero había muerto en su propia casa, al modo de lo de a solas. Había estado ingresado 17 días en un hospital hasta que despuès del desayuno del día 18 fue notificado de que se le iba a dar el alta, no porque se hubiera curado, sino porque no había manera de curarlo. Recogió la ropa con la que había llegado, la metió en una pequeña bolsa de lona, se fue a su casa y se metió en cama, en la forma de para no volver a levantarse. Cuanso se fue al hospital le había dejado una copia de la llave de la librería a Don Laureano y el día que regresó no dio noticia a nadie de que había regresado y nadie fue testigo de su regreso. A la segunda noche, el cura pasó por delante de la librería y vio luz encendida en la primera planta. Picó a la puerta y no obtuvo eso: respuesta. Se fue a la iglesia, se hizo con la copia de la llave, entró, subió las escaleras, y en un cuarto de los de dormir allí estaba el librero; vivo pero no sonriente. Serio, pero con mirada afable. El cuarto olía a mierda y orines humanos, al modo de lo de apestar. Abrió las ventanas de un cuarto contiguo y luego volvió junto al librero. —¿Pero qué ha pasado? —Me dieron el alta hospitalaria. —¿Cuándo? —Hace dos días. —¿Y no has avisado a nadie? —No. Pensé que no merecía la pena molestar. —Espera. El cura salió y se fue a casa de una beata. Le explicó lo que había, la buena mujer se vistió apresuradamente al modo de lo de para calle y juntos se fueron a casa de otra beata. Ya luego, regresaron a casa del librero. Lo primero fue sentarlo en una pequeño sillón que había en el cuarto. Lo cubrieron con una manta y tambien abrieron las ventanas para que con todas abiertas la casa estuviera de lo de en situación de par en par. Retiraron la ropa de la cama, la metieron al cesto de lo de para lavar, le dieron vuelta al colchón, pusieron ropa limpia y dejaron que el cura se ocupara de desnudar al librero;. Encendieron el fogón, fueron calentando agua, la echaron en un gran barreño, y el cura, como mejor pudo, fue lavando al librero,: primero de barriga para abajo y luego de barriga para arriba. Lo vistieron con ropa limpia y lo metieron en la cama. —¿Llevas dos días sin comer? —Sí. Las beatas le hicieron un chocolate de los de con agua y al modo de muy caliente. Y consiguieron que lo tomara. —Tenéis que esperar aquí. Voy a por el médico—les dijo a las beatas. —Me dijeron que ya no necesito de cuidados médicos. —Es igual: tiene que verte el médico. El cura se fue a por el médico. De aquella no tenía automovil, pero tenía bicicleta. La casa donde vivía el médico estaba como a cuatro kilómetros de los de anochecido y con frío, pero con Luna. Era una pequeña villa, casi pequeñísima villa, un pequeño chalecito rodeado de una coqueta verja metálica. Tocó al timbre y no tuvo respuesta. Golpeó insistintentemente la puerta y más de lo mismo. Se separó un poco de la casa, comenzó a vocear ; pero nada. Y no lo pensó más: comenzó a tirar piedras contra los cristales. Al segundo cristal hecho pedazos se encendió la luz dentro de la casa. El cura, y ya de paso, había comenzado a rozar todos los barrotes de la verja de hierro con una piedra como de las de a medio quilo. Apareció el médico. —Soy yo—dijo el cura. —¿Pero qué horas, modos y formas son estos? —El juramento. —¿Qué juramento? —El juramento. Mañana, a primera hora, te mando un cristalero. El médico entendió. Era sobradamente conocedor de que Laureano no solo repartía hostias después de la consagración, durante las misas. Arrancaron el viejo automovil del médico y dejaron la bicicleta del cura arrimada a la verja. —A dónde vamos ? —A casa del librero. Parece que está muy mal. —¿Pero no estaba en el hospital? —Sí. Pero le dieron el alta hospitalaria para propiciar el modo de lo de a morir en casa. Cuando llegaron y entraron en la casa, el médico descubrió lo evidente: —Aquí huele muy mal. —Suele pasar dijo el cura. Entraron en el cuarto, las dos beatas estaban arrinconadas, muy juntitas, pegadas a la ventana. El librero le sonrió al médico. El médico no le sonrío al librero. Le ausculto, le mandó decir A de forma prolongada, le palpó un vientre blando depresible, le golpeó con un martillito en una de las rodillas y el librero no le dio una patada en la boca; y ya luego dijo: —Bien. Y salió del cuarto. —Está muy mal. —Ya—dijo el cura ¿Quieres escribirlo en un papel? —¿El qué? —Qué has estado aquí con tal fecha, y esas cosas El médico escribió seis líneas en uno de los papeles de médico. —¿Quieres también la factura.? —No. Te pago en mano ¿cuánto es? —Nada. —Bueno, mañana a primera hora te mando el cristalero. —No hace falta. Lo que no te puedo llevar es a recoger la bicicleta. A la hora que es ya sigo para lo del consultorio. Cuando a primera hora de la tarde Laureano se quiso dar un paseo para recoger la bicicleta, se encontró con que los dos cristales ya estaban colocados y relucientes, pero el médico no estaba, porque estaba en lo del consultorio. La bicicleta estaba donde la habìa dejado. Estaba con las cubiertas de ambas ruedas rajadas por dos sitios; pero estaba. La gente era así. Las cosas pasaban y se iban asumiendo. El cura cargó con la bicicleta al hombro y regresó al pueblo. Lo del librero era para diez o quince días, tal vez menos. Fueron siete. Al cuarto día estaba muy despejado y dijo a una de las beatas que se iban turnando para atenderle que quería hacer testamento. Se lo dijeron al cura y el cura se lo dijo al alcalde. Fueron los dos para casa del librero. Lo sentaron en la cama, le dieron una bandeja y sobre la bandeja un papel y un bolígrafo. Allí el buen hombre fue escribiendo. Yo, fulano de tal y tal, con documento de identidad tal y tal, residente en tal y tal, en plena de posesión de mis facultades mentales otorgo testamento y lego todos mis bienes a tal y tal. Siendo tal hora de tal día, de tal mes y de tal año; firmado: tal y tal de. Se lo había dejado todo a la parroquia. Como testigos, firmaron una de las beatas y el alcalde. Dos días antes de morir el librero, la beata que estaba de turno cuidándolo fue apresuradamente a buscar al cura. —Se muere —¿Por qué lo sabes?. —Hace dos horas que no habla y apenas si respira. No se le mueve el pecho. El cura cogió los artilugios del último sacramento y se fue para allá con paso recio. Dijo lo que tenía que decir y se lo pasó haciéndole cosquillas en la planta de los pies, con el asunto del aceite. Y nada: ni el mínimo movimiento. —Se muere—dijo. —Lo que yo le dije—respondió la beata. —Ya. Pero es verdad que se muere. La beata era de las nacidas para no decir la última palabra. La cosa funcionaba así. A falta de médico, se moría a certificación de cura. Lo enterraron en cristiano. Acudió casi todo el pueblo, sobre todo los niños que iban a la papelería a comprarle lápices, tiza, libretas, pizarras y esas cosas de colegio. Y todavía se siguen poniendo flores en su tumba del viejo cementerio. Veinte años después, cuando Alfredo, Manuel y el cura entraron en la casa, Alfredo se sobrecogió al ver todo aquello, al ver todas aquellas cosas como varadas en una playa del tiempo, si el tiempo existiera y fuera playa. El cura se santiguó y Manuel lo miro todo con la curiosidad con que puede mirarse un mercadillo de cosas usadas, o vírgenes de las de para ser usadas. Era tres actitudes: la de Manuel instintiva y propia, las otras dos alienadas y enfermas. —Esto está todo para tirar—dijo Alfredo. Ya lo había dicho sin haberlo visto, pero se reafirmaba. —Algo se podrá hacer—sugirió Manuel. El cura no dijo nada. —Lo que diga el aparejador—sentenció Alfredo. Cuando quince días despuès el aparejador pasó por allí, ya se había retirado todo el mobiliario y todas las cosas potencialmente útiles. Y dijo que la casa no estaba tan mal, que aguantaría; que lo principal e imprescindible era cambiar una viga y lo de retejar. A la vista de tal apreciación, Alfredo comenzó con el diseño para un consultorio de imagen y estética, de los de para putas pobres y preseniles. La casa era similar a la del difunto Paco, sólo que la de Paco estaba más aislada y ésta era de las de casa entre casas. sin más luz que la que entraba por una estrecha ventana en la planta inferior, que había cumplido con su función de escaparate y por una estrecha puerta de las pensadas para entrar y salir, pero no para dar luz. En la parte superior no había más luz que la que entraba por la buhardilla. Ahora bien: estaba orientada al sur, pero el ahora bien servía de poco porque la calle era muy estrecha. Para la luz del desván Alfredo pensó lo mismo que había pensado para los picaderos: un par de luceras que contribuyeran a aumentar la luz que entraba por la buhardilla. Para la parte inferior en una puerta de cristal y aumentar a lo ancho la ventana que habìa servido como escaparate. Tal ventana sería otra vidriera, pero ojival y también de colorines con figuras femeninas. Presupuesto: 4.300 € .No cabía la improvisación ni las ocurrencias. Los materiales tenían que ser buenos y la mano de obra muy conocedora de su profesión. Ana se mostró desde el primer momento dispuesta a promocionar el proyecto. Laureano dijo que la parroquia eximiría a Manuel del pago de la renta durante cinco años para que el importe del alquier fuera destinado a ir devolviéndole el prestamo a Ana. Y Manuel se consideró en la obligación de ir a darle las gracias tanto al párroco como a Ana. Ahora bien: lo de darle las gracia a Don Laureano, fue emotivo, pero fácil. Lo de ir a darle las gracias a Ana le resultaba dificil y no se atrevió a ir solo. Le acompañó Alfredo. Fue una conversación de las del jornalero al amo. Ana emblematizaba la libertad fundamentada en el poder económico. Manuel emblematizaba la libertad fundamentada en la resistencia y en la rebeldía con causa. Ana preparó café y ya luego que se hubieran sentado los tres, Manuel dijo: —Ana: yo ya voy para mayor y me resulta muy dificil, no obstante, encontrar las palabras para saber darte las gracias. Ana sorbió un trago de café y respondió: —Manuel: arrastro el heredado pesar de haberme sentido mayor toda mi vida y este asunto me pilla en un momento en que me encuentro enamorada. Lo tomas o lo dejas. No fue preciso que explicitara de quién estaba enamorada. La forma en la que Alfredo se revolvió en la silla al oir tales palabras eran toda una denuncia. Manuel sonrío y dijo: —Gracias, muchas gracias. Lo tomo. Ya sabes: 100 euros cada mes, euro tras euro, mes tras mes. Y que lo tuyo seá para bien. —Lo será—sentenció Ana con las misma solemnidad con la que un cura dice amén.
Posted on: Wed, 10 Jul 2013 13:00:15 +0000

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