1521: Al cráter del Popocatépetl por azufre para - TopicsExpress



          

1521: Al cráter del Popocatépetl por azufre para pólvora. Caído Tenochtitlán, Cortés se retira a Coyoacán, donde comienza a informarse de los reinos y provincias que quedaron para conquistar. Hernán Cortés necesitaba pólvora para continuar la guerra, por lo que envió a Montaño y Mesa, su artillero, por azufre, al volcán que está a doce leguas de México y que hecha grande humo y fuego. Les dijo: “Amigos y hermanos míos: ya sabéis que no tenemos pólvora y que sin ella y no nos podemos defender ni conquistar un mundo nuevo que nos queda, de que podamos ser Señores, y nuestros descendientes para siempre queden ennoblecidos; temo en gran manera que los indios, así amigos, como enemigos, sepan la falta que de pólvora tenemos, porque á sola el artillería y (á) los caballos tiemen como furia del cielo. También sabeis los muchos hombres que enviado a que suban al volcán para traer azufre, que no puede dejar de verlo que no solamente no han hecho nada, pero desmayan a mí y a los demás, como si hubiese cosa en el mundo tan difícil que hombres de seso y esfuerzo no la puedan acabar. Quien no hace mas que otro, no merece mas que otro. Disponeos, os ruego, a este negocio, que ánima me da que habéis de salir con él y que habéis de ser confusión de los que han ido y los que han creído y, lo que tengo en más, que habeis de ser instrumento para que por vuestra industria, Dios mediante, salgamos por el mayor negocio que españoles han emprendido. Visto os habéis en grandes peligros, y mayores son los que nos quedan si nos falta la pólvora, porque los amigos y enemigos se volverán contra nosotros, sabiendo que con el artillería y escopetas no nos podemos ofender. En vosotros, después de Dios, esta conservar lo ganado y el adquírir grandes reinos y señoríos; por tan grandes premios, bien se sufre aventurar las vidas, que no podemos dejar de perder si vosotros con gran firmeza no aventurais las vuestras, que volviendo con ellas (Como espero en Dios) y trayendo recaudo, yo os mejoraré entre todos los demás, como tan notable servicio mereciera”. Diciendo esto incendió los pechos de los dos, repondiendo Montaño, le dijo: “Señor: visto tenemos lo que nos habéis dicho, en nosotros de nuestra voluntad nos queríamos ofrecer a ello, y aunque otros han ido tan bastantes y más que nosotros, estate cierto que estamos determinados de tomar este negocio tan a pechos, que ó habemos de traer recaudo, o quedar allá muertos, porque donde tanto va, como, señor, habeis dicho, y nosotros entendemos, bien se emplearán las vidas”. Cortés no lo dejó seguir adelante; abrazólos con gran regocijo, agradeciéndoles mucho el ofrecimiento y prometiéndoles grandes mercedes, movió a Cortés llamar a Montaño, sabía que había subido en la isla de Tenerife al volcán que en ella hay, que se llama el Pico de Teida, y que había dicho que en el había gran cantidad de azufre, y que pues se había atrevido sin interés alguno a subir allí, qué mejor lo haría acá, donde tanto a él y a los demás importaba. Luego con toda presteza se aderezaron los dos para la partida, llevando consigo tres compañeros, uno de los cuales se decía Peñaloza, capitán de peones, y el otro Juan Larios. Tomaron treinta y seis brazas de guindalesa de dos pedazos, que pesaban dos arrobas, en un valso de cáñamo para entrar en el volcán, y cuatro costales de anjeo, aforados de cuero de venado curtido, en que se trajera el azufre. Fue Cortes con ellos hablando hasta salir de la ciudad de Coyoacán, Donde estaba asentado el real; Montaño y su compañero acordaron de subir aquel mismo día, entrevieron por donde podrían subir mejor, siendo poco más de mediodía, encomendándose de todo corazón a Diós, llevando a cuestas las dos guindalesas, el valso y costales y una manta de pluma, que los indios llaman pelón, para cubrirse con con ella donde la noche los tomase, comenzaron a subir, mirando infinidad de indios, abobados y suspensos, diciendo entre si diversas cosas, desconfiando los unos y teniendo confianza los otros. En esto, y habiendo subido la cuarta parte del volcán con muy gran trabajo, aunque con un gran ánimo, les tomó la noche, y como en aque tiempo y en aquella altura era tan grande el frío que no se podía sufrir, pensando si se volverían a bajar a tener la noche en lo más bajo del volcán, acordaron de abrir en la arena y hacer un hoyo donde todos cupieran, y tendidos y cubiertos con la manta pudieran defenderse del frío, y así, a una, desviando la arena hasta en hondura de dos palmos, dieron luego en la peña, de que es todo el volcán; salió luego tan gran calor y con el tan gran hedor de azufre, que era cosa espantosa, pero como era más insufrible el frío que el calor y hedor que salía, tendiéndose todos juntos, tapando las narices, calentaron, y no pudieron ya más sufrir el calor y hedor, levantándose a la medianoche, acordaron de proseguir la subida, que era tan dificultosa, que en cada paso iban ofrecidos a la muerte. Y así como iban a oscuras y los hielos eran tan grandes, deslizándose uno de los compañeros, cayó de un Ramblazo más de ocho estados de alto, y vino encajarse en medio de los grandes cielos de carámbano tan duros, como acero, que quedarse fuera rodando más de 2000 estados abajo; diósé muchas heridas, comenzó a dar grandes voces a los compañeros, rogándoles que le ayudaran. Los compañeros acudieron con alto riesgo de caer; Le echaron la guindaleza con una lazada corrediza, que con mucha dificultad metió por debajo de los brazos y con un mayor, ayudándose con los pies y las manos y diciendo que tirasen, le pudieron sacar, lleno de muchas heridas. Viéndose así, de esta manera, casi perdidos, no sabiendo que hacer, porque de cansados no se podían menear, se encomendaron a Dios, determinaron no seguir adelante sin esperar que amaneciera, que unas horas más saldría el sol, y no quedara hombre vivo, según ya estaban helados del grande frío que hacía. En el entretanto, vueltos los rostros los unos a los otros, con el vaho de la boca calentaban las manos, haciéndose calor los unos a otros, teniendo los pies y piernas tales que no los sentían de frío. Salido el sol, se esforzaron lo mejor que pudieron, comenzaron a seguir la subida, y a cabo de media hora poco más salió una gran humareda del volcán, envuelta con gran fuego; despidió de si una piedra encendida, del tamaño de una Botija de una cuartilla; vino rodando a parar donde ellos estaban, que pareció enviárselas Dios para aquel efecto; pesaba muy poco, porque con la manta la detuvieron, que a tener peso, según la furia que llevaba, llevar tras sí al que la detuviera. Se calentaron de ella de tal manera que volvieron en sí; tomando nuevo esfuerzo y aliento, prosiguieron la subida, animándose y ayudándose unos a otros, s no pudieron tanto perseverar en el trabajo, que uno de ellos a media hora no desmayase. Es de creer que debía ser el que cayó. Dejáronle ahí los demás, diciéndole que se esforzara, que a la vuelta volverían por él, el cual, encomendándose a Dios, porque le parecía que ya no tenía otro remedio, le dijo que hiciesen el deber, que poco iba que negocio tan importante costase la vida a alguno. Ellos fueron subiendo, aunque con pena, por dejar al compañero, y a obra de las diez del día llegaron a lo alto del volcán, desde lo alto de la boca del cual descubrieron el suelo, que estaba ardiendo, a manera de fuego natural, cosa bien espantosa de ver. Habrá desde la boca hasta donde el fuego, parece 150 estados. Dieron vuelta alrededor, para ver por dónde se podía entrar mejor, y por todas partes hallaron tan espantosa y peligrosa la entrada, que cada uno quisiera no haber subido, porque estaban obligados a morir, según habían prometido, o no volver donde Cortés estaba; y como los hombres de vergüenza puede más el no hacer cosa fea, que el peligro, por grande que sea, determinaron, por no echar la carga los unos a los otros, de echar suerte cuál de ellos entraría primero. Cayó la suerte a Montaño, lo cual, cómo entró y lo que hizo, entró, pues, Montaño colgado de una guindaleza, en un valso de cáñamo, con un costal de anjeo, aforado en cuero de venado, catorce estados dentro del volcán; sacó de la primera vez casi lleno el costal de azufre; de esta manera entró siete veces hasta que sacó ocho arrobas y media de azufre. Entro luego otro compañero, y de seis veces que entró saco cuatro arrobas poco más, de manera que por todas eran 12 arrobas, que les pareció que bastaran para hacer buena cantidad de pólvora, y así determinaron en no andar más, porque, según me dijo Montaño, era cosa espantosa volver los ojos hacia abajo, porque allende de la gran profundidad que desvanecía la cabeza, espantaba el fuego y la humareda y con piedras encendidas. De rato en rato, aquel fuego infernal despedía, y con esto, al que entraba, para aumento de su temor, le parecía que o los de arriba habían de descuidarse, o quebrarse la guindalesa, o caer del valso, u otros siniestros casos, que siempre trae consigo el demasiado temor. Estaban todos muy contentos, porque, libres de este miedo, se apercibían para descender, pero luego se les recreció otro grave cuidado, acompañado de arto temor, que era buscar la bajada, la cual era muy peligrosa (aunque no hubieran de bajar cargados). Para esto entraron en su acuerdo y determinaron que Montaño diera una vuelta a la boca del volcán en el entre tanto que los compañeros hacían los costales, y andando con gran cuidado, de ahí a poco volvió a los compañeros; visto que no había senda ni bajada cierta, le dijo que para descender con menos peligro, lo mejor era bajar rodeando el volcán, aunque de esta manera se detendrían mucho más. Parecióles bien a todos, y asi cada uno se cargó con lo que pudo llevar sin dejar ninguna cosa alguna; descendieron con gran tiento, porque casi a cada paso había despeñadero, dejándose ir de espaldas muchas veces, con la carga sobre los pechos, deslizándose hasta topar donde parasen los pies. andubieron de esta manera gran espacio viendo muchas veces la muerte a los ojos, por los pasos peligrosísimos que de rato en rato topaban, reparando y tratando por donde sería mejor descender y algunas veces eran forzados a dar la vuelta atras o hacerse a un lado o a otro, porque de otra manera estaba la muerte cierta. Andando aquellos atrevidos hombres en estos términos, vinieron a parar adonde habían dejado al compañero desmayado, el cual, aunque ya estaba desconfiado de la vida, ocupado solamente en pedir a Dios perdón porque sus pecados, en el ruido y habla de los compañeros, no creyeron que era verdad, sino que lo soñaba, les dijo primero que ellos le hablasen. “Son mis compañeros los que vienen”; y respondieron ellos: “Somos”, replicó él: “Bendito sea Dios que hoy he nacido”. Pararon todos un rato, y cierto, con grande alegría, dando gracias a Dios que así los había guiado. De esta manera prosiguieron su bajada, ayudándole los compañeros a veces, que lo había bien menester, porque no tenía fuerzas para que alegrarse, por verse entre sus compañeros. Fue tan grande el espanto que aquella noche recibió de cosas que o las veía ó las imaginaba, que muchos días después, (según Montaño me dijo), no acabó de volver en sí. De esta manera, a las cuatro de la tarde, siendo mirados de gran multitud de indios que los estaban esperando, llegaron hasta al pie del volcán. Corrieron a ellos con muy grande alegría los caciques y la demás gente que con ellos estaba; diéronles ahí luego de comer, porque desde el día antes por la tarde hasta entonces no habían comido bocado. Acabado tuvieron de comer, a cada uno le pusieron unas andas, en los costales de azufre dieron a los indios de carga. Llevaron los en hombros, como acostumbraban a los grandes señores acá, acompañándolos por la una parte y por la otra muchos indios, que algunas veces tropezaban y caían unos sobre otros por irlos mirando a la cara, espantados de que hubiese nombre de la figura y facción de ellos, que hubiesen hecho una cosa tan espantosa, nunca entonces jamás vista ni oída, y así no sería ahora, porque nadie ha llegado más que a la mitad del volcán.
Posted on: Mon, 29 Jul 2013 02:03:31 +0000

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