18. GLORIA POLAR KIEV, UCRANIA. Se había resuelto reunir a todos - TopicsExpress



          

18. GLORIA POLAR KIEV, UCRANIA. Se había resuelto reunir a todos los comandantes de teatro y de frentes para informarles acerca del desarrollo de los hechos en Alemania. Alekseyev y su superior sabían por qué: si alguien debía ser relevado de su comando, el nuevo hombre tendría que conocer la situación. Escucharon fascinados el informe de Inteligencia. Ninguno de ellos había esperado demasiado de los ataques de los grupos «Spetznaz»; sin embargo, parecía que algunos lograron éxito, especialmente los efectuados en los puertos alemanes. Después, el oficial de Inteligencia operativa informó sobre los puentes del Elba. —¿Por qué no nos advirtieron de eso? —preguntó el comandante del Teatro Sudoeste. —Camarada general —respondió el oficial de la fuerza aérea—, nuestra información decía que este avión «Stealth» era un prototipo que aún no estaba en servicio regular. De alguna forma los norteamericanos han logrado construir cierto número, por lo menos parte de un escuadrón. Lo usaron para eliminar la cobertura de nuestros radares aéreos de advertencia, y así prepararon el camino para una operación de penetración contra nuestras bases aéreas y líneas de abastecimiento, además de una bien planeada batalla aérea contra nuestros interceptores de todo tiempo. Su misión fue afortunada, pero no decisiva. —Aja, y el comandante de las Fuerzas Aéreas del Oeste fue arrestado por rechazarla eficazmente, ¿eh? —dijo Alekseyev con un gruñido— ¿Cuántos aviones perdimos? —No estoy autorizado para revelarlo, camarada general. —¡Entonces puede hablarnos de los puentes! —Casi todos los puentes sobre el Elba han sido dañados en mayor o menor medida. Además, hubo ataques sobre las unidades constructoras de puentes estacionadas cerca de ellos para un eventual remplazo táctico. —Ese estúpido maniático…, ¡tenía las unidades de puentes justo al lado de los blancos primarios! El comandante del suroeste levantó la vista al techo como si esperara un ataque aéreo allí mismo, en Kiev. —Es donde están los caminos, camarada general —dijo en voz baja el oficial de Inteligencia. Alekseyev le hizo señas de que abandonara el salón. —No es un buen comienzo, Pasha. Ya había sido arrestado un general. Aún no estaba designado su sustituto. Alekseyev asintió con movimiento de cabeza, luego miró su reloj. —Los tanques cruzarán la frontera dentro de treinta minutos, y les tenemos reservadas algunas sorpresas. Solamente la mitad de sus refuerzos está en posición. Todavía no han alcanzado el grado de preparación psicológica que tienen nuestros hombres. El primer golpe que les demos les hará daño. Si es que nuestro amigo en Berlín ha cumplido correctamente sus responsabilidades. KEFLAVIK, ISLANDIA. —Tiempo perfecto —sentenció el primer teniente Mike Edwards, alzando la vista de la carta que acababa de surgir de la máquina de facsimilado—. Tenemos un intenso frente frío que debe entrar desde Canadá en las próximas veinte o veinticuatro horas. Eso traerá muchas lluvias, tal vez hasta veinticinco milímetros, pero durante todo el resto del día de hoy tendremos cielo claro, con menos de dos décimas de nubes altas, sin probabilidades de precipitaciones. Los vientos en superficie, desde el Oeste girando al Suroeste con una intensidad de quince a veinte nudos. Y mucho sol —concluyó con una sonrisa. Hacía casi cinco semanas que el sol se había levantado desde el horizonte por última vez, y no volvería a ocultarse por completo hasta dentro de otras tantas. Estaban tan cerca del Polo Norte allí en Islandia, que en verano el sol recorría el cielo azul describiendo perezosos círculos, descendiendo en parte hasta el horizonte noroeste pero sin desaparecer por completo. Algo a lo que hacía falta acostumbrarse. —Tiempo para cazadores —coincidió el teniente coronel Bill Jeffers, comandante del Escuadrón de Caza Interceptora 57, los «Black Knight», cuyos interceptores «F-15 Eagle» estaban casi todos estacionados a la intemperie a menos de cien metros de allí. Los pilotos se encontraban en los aviones, esperando. Llevaban ya noventa minutos de espera. Dos horas antes los habían alertado sobre el despegue de un gran número de aviones soviéticos desde sus bases aéreas tácticas en la Península Kola, con destino desconocido. Keflavik era siempre un sitio muy concurrido, pero durante la última semana había sido un manicomio. El aeropuerto estaba convertido en una combinación de base de la Marina y la fuerza aérea, y un aeropuerto internacional de gran actividad en el que aterrizaban muchas líneas aéreas para reabastecerse. Durante la semana anterior todo ese movimiento se había incrementado por el tránsito de los severos cazabombarderos tácticos que volaban desde los Estados Unidos y Canadá hacia Europa, las aeronaves de carga que transportaban materiales y equipos esenciales, y aviones de líneas aéreas que volvían a Estados Unidos colmados de pálidos turistas y miembros de las familias del personal militar que se hallaban ahora en el frente de combate. Lo mismo había sucedido a Keflavik. Tres mil esposas e hijos tuvieron que ser evacuados. Las instalaciones de la base quedaron despejadas para la acción. Si los soviéticos iniciaban la guerra que parecía estar a punto de surgir de la tierra como un nuevo volcán, Keflavik estaría tan lista como fuera posible. —Con su permiso, coronel. Quiero comprobar algunas cosas en la torre. Este pronóstico es bastante firme, de todos modos, para las próximas doce horas. —¿La corriente jet? El coronel Jeffers levantó la vista de la carta de isobaras y símbolos de vientos. —Ha estado toda la semana en el mismo lugar, señor; no hay ningún signo de que vaya a cambiar. —Está bien, vaya. Edwards se puso la gorra y salió. Tenía puesta una chaquetilla de oficial liviana, de color azul, sobre sus ropas de faena estilo infante de marina, agradecido por el hecho de que la fuerza aérea siguiera siendo bastante poco exigente en cuanto a los reglamentos de uniforme. Tenía en su jeep el resto de su «equipo de batalla», un revólver calibre 38 con cinturón y pistolera, y la chaqueta de campaña que formaba parte del equipo de camuflaje provisto a todo el mundo hacía tres días. Habían pensado en todo, reflexionaba Edwards mientras ponía en marcha el jeep para cubrir el trayecto de cuatrocientos metros hasta la torre. Había incluso chaqueta para fuego antiaéreo. Keflavik tenía que ser atacada, se recordó Edwards. Todos lo sabían, se preparaban para eso, y después trataban de no pensar más en ello. La más aislada de todas las avanzadas de la OTAN sobre la costa Oeste de Islandia, era la puerta de entrada al Atlántico Norte. Si Iván quería iniciar una guerra naval, Islandia tenía que ser neutralizada. Desde las cuatro pistas de aterrizaje y despegue de Keflavik volaban dieciocho interceptores «Eagle», nueve cazasubmarinos «P-3C Orion» y, los más temibles, tres E-3A Sentry. Éstos eran los ojos de los aviones de combate. Dos estaban operando en ese momento: uno describía círculos treinta y cinco kilómetros al noroeste de Cabo Fontur; el otro, directamente sobre Ritstain, doscientos cuarenta kilómetros al norte de Keflavik. Eso no era nada normal. Teniendo solamente tres pájaros «AWAC» disponibles, mantener uno constantemente en el aire resultaba ya bastante difícil. El comandante de las fuerzas de defensa de Islandia estaba tomando todo esto muy en serio. Edwards se encogió de hombros. Si realmente volaban hacia ellos los bombarderos soviéticos «Backfire», ya no había nada más que él pudiera hacer. Era el flamante oficial de meteorología del escuadrón, y acababa de dar su último informe sobre el estado del tiempo. Edwards estacionó su jeep en un lugar reservado para oficiales, cerca de la torre, y decidió llevar con él su 38. En este sector no había cercos y era imposible saber si alguien no intentaría «tomar prestada» su arma. Había en la base una compañía de Infantes de Marina y otra de policías de la fuerza aérea, todos ellos con aspecto bastante amenazador por sus fusiles «M-16» y las cintas en bandolera llenas de granadas de mano. Confió en que tuvieran cuidado con ellas. En las últimas horas del día siguiente debía llegar una unidad completa anfibia de infantería de Marina, para reforzar la seguridad de la base; algo que tenía que haberse hecho una semana antes, pero que había sufrido demoras, en parte por la sensibilidad islandesa para considerar grandes cantidades de efectivos armados extranjeros, pero, sobre todo, debido a la increíble rapidez con que se había desarrollado esta crisis. Subió trotando las escaleras exteriores y se encontró con una sala de control atestada con ocho personas en vez de las cinco habituales. —Hola, Jerry —dijo al jefe, el teniente de corbeta Jerry Simon. Los controladores civiles islandeses que trabajaban normalmente allí no se veían por ninguna parte. Bueno, pensó Edwards, no hay ningún tránsito aéreo civil que deban controlar ellos. —Buenos días, Mike —fue la respuesta. La broma corriente en Keflavik. Eran las tres y cuarto, hora local. El sol ya estaba arriba, brillando para ellos desde el Noreste, a través de las cortinillas semitransparentes que habían bajado para atenuar la luminosidad que no alcanzaban a filtrar los cristales de las ventanas inclinadas. —¡Vamos a hacer un control de actitud! —dijo Edwards mientras se acercaba a sus instrumentos meteorológicos. —¡Me revienta este lugar de mierda! —contestó de inmediato el personal de la torre. —Ahora un control de actitud positiva. —¡Este lugar de mierda me revienta positivamente! —Y un control de actitud negativa. —¡No aguanto este lugar de mierda! —Ahora un control de actitud abreviado. —¡A la mierda! Todo el mundo lanzó grandes carcajadas. Las necesitaban. —Me alegra ver que todos seguimos manteniendo el equilibrio —comentó Edwards. Era un oficial bajito y delgado, que se había hecho instantáneamente popular a su llegada, hacía dos meses. Nacido en Eastpoint, Maine, y graduado en la Academia de la Fuerza Aérea, no había podido volar porque necesitaba usar gafas. Su cuerpo disminuido (un metro sesenta, y cincuenta y cuatro kilos) no se preocupaba para que infundiera respeto; pero su contagiosa sonrisa, su provisión de chistes siempre listos y la reconocida experiencia para interpretar acertádamente los confusos mapas del tiempo en el Atlántico Norte, todo se había combinado haciendo de él un agradable compañero para cualquiera en Keflavik. Cuantos lo conocían pensaban que algún día sería un meteorólogo de primera por TV. —Vuelo MAC cinco dos cero, comprendido. Autorizado a despegar. Grandote, necesitamos el espacio —dijo con voz cansada el controlador. A unos pocos cientos de metros, un «C-5A Galaxy» de carga empezó a acelerar corriendo por la pista de despegue uno ocho. Edwards tomó un par de binoculares para observarlo. Era difícil acostumbrarse a que algo tan monstruoso pudiera volar realmente. —¿Alguna noticia de alguna parte? —No, nada después del informe de los noruegos. Mucha actividad en Kola. Tú sabes, me costó mucho poder venir a trabajar aquí —respondió Mike. Se volvió para controlar la calibración de su barómetro digital. Todo había comenzado seis semanas antes. Los grupos soviéticos de aviación naval y de largo alcance, basados en media docena de aeródromos situados alrededor de Severomorsk, habían estado ejercitándose casi de continuo, volando en misiones con perfiles de ataque que podrían haber sido dirigidas contra lo que se quisiera. Luego, dos semanas antes, la actividad había cesado. Ésa era la parte siniestra: primero instruían a todas sus tripulaciones de vuelo a la perfección, y luego entraban en un período de mantenimiento de total paralización, como para asegurarse de que cada pájaro y cada instrumento quedara también en perfectas condiciones operativas… ¿Qué estaban haciendo ahora? ¿Un ataque contra Bodo, en Noruega? ¿O tal vez Islandia? ¿Otro ejercicio? Era imposible saberlo. Edwards levantó un tablero de anotaciones para firmar el control del instrumental de la torre ese día. Podía haber dejado esa tarea a sus técnicos voluntarios, pero estaban ayudando a los especialistas de los aviones en el escuadrón de combate, y él resolvió hacerlo por ellos. Además, le daba una excusa para visitar la torre y… —Señor Simon —dijo el controlador, y continuó con urgencia—: Acabo de recibir un FLASH de «Sentry Uno»: Alerta Roja. Muchos Bandidos con rumbo hacia aquí, señor. Se acercan desde el noroeste… «Sentry Dos» está controlando…, ellos también los tienen. Cristo. Suena como cuarenta o cincuenta bandidos, señor. Edwards notó que llamaban Bandidos a los aviones que se acercaban, en vez de emplear la definición habitual de Zombies. —¿Hay algo propio que esté entrando? —Señor, tenemos un «MAC C-141», a veinte minutos de vuelo, y detrás vienen otros ocho con intervalos de cinco minutos, todos procedentes de Dover. —Dígales que vuelvan, ¡y asegúrese de que lo reciban y comprendan! Keflavik está cerrado para todos los vuelos entrantes hasta nueva orden —Simon se volvió hacia su hombre de comunicaciones—. Dígale a Operaciones Aéreas que informe por radio al comandante supremo del Atlántico que nos están atacando, y que lo transmitan. Yo… Estridentes bocinas empezaron a sonar alrededor de ellos. Abajo, entre las largas sombras de las primeras horas de la mañana, los mecánicos de tierra retiraban las clavijas de seguridad con sus banderitas rojas a los interceptores que se hallaban en espera. Edwards vio un piloto en su cabina que terminaba una taza de café y luego empezaba a ajustar sus correas. De los carros de arranque próximos a cada uno de los aviones surgieron bocanadas de humo negro cuando comenzaron a generar energía para poner en marcha los motores. —Torre, aquí Hunter Leader. Nos dispersamos. ¡Despeje todas las pistas, muchacho! Simon tomó el micrófono. —Entendido, Hunter Leader, tiene libre todas las pistas. Dispersión Plan Alfa. ¡Adelante! Cambio y corto. Allá abajo, los techos transparentes de las cabinas empezaban a bajar de los «Eagles» con posquemadores. Les ordenaron poner rumbo hacia un vivo saludo a su piloto. El aullido de los motores jet se convirtió en un rugido cuando las máquinas empezaron a rodar pesadamente abandonando la línea de estacionamiento para dirigirse a la cabecera de despegue. —¿Dónde está tu puesto de combate, Mike? —preguntó Simon. —En el edificio de meteorología —contestó Edwards y se dirigió hacia la puerta— ¡Suerte, muchachos! A bordo del «Sentry Dos», los operadores de radar observaron un amplio semicírculo de puntos luminosos que convergían hacia ellos. Cada punto tenía indicadas las letras «BGR» a un lado, además de la información sobre rumbo, altura y velocidad. Cada punto luminoso representaba un «Tu-16 Badger», bombardero de la Aviación Naval Soviética. Eran veinticuatro en total, con rumbo hacia Keflavik y a una velocidad de seiscientos nudos. Se habían acercado a baja altura para mantenerse por debajo del lóbulo de detección del radar del «E-3A», pero una vez detectados, estaban ahora elevándose rápidamente a trescientos veinte kilómetros de distancia. El perfil de la misión permitía que los operadores de radar los clasificaran instantáneamente como hostiles. Había cuatro «Eagles» en PAC (Patrulla Aérea de Combate), dos de ellos operando con los «AWAC» pero estaban próximos a la hora de relevo y los aviones tenían ya poca cantidad de combustible como para correr detrás de los «Badgers» con posquemadores. Los ordenaron poner rumbo hacia los bombarderos rusos incursores a seiscientos nudos, pero aún no habían podido detectar a los «Badgers» con sus propios radares de orientación de los misiles hacia los blancos. El «Sentry Uno», frente a Cabo Fontur, informó algo todavía peor. Sus puntos luminosos eran «Tu-22M Backfires», que se acercaban a una velocidad lo suficientemente lenta como para indicar que estaban pesadamente cargados con armamento exterior. También salieron «Eagles» a interceptarlos. Ciento sesenta kilómetros detrás de ellos, los dos «Eagles F-15», que se encontraban efectuando defensa local sobre Reykiavik, habían terminado de reabastecerse de combustible en vuelo y al completo, de un avión cisterna que volaba orbitando en la zona, y se dirigían ahora hacia el Noreste a mil nudos, mientras el resto del escuadrón estaba en ese momento despegando del suelo. La imagen de radar de ambos aviones «AWAC» se transmitía por enlace digital al centro de operaciones de combate de Keflavik, de manera que el personal de tierra podía observar la operación. Cuando los aviones de combate rotaban ya despegando en las pistas, los equipos de especialistas de todos los aviones de la base aérea trabajaron frenéticamente para alistar sus pájaros para el vuelo. Habían practicado esas tareas ocho veces en el último mes. Algunas tripulaciones aéreas habían estado durmiendo con sus aviones. A otros se los llamó a sus alojamientos, a no más de cuatrocientos metros de allí. Los aviones que acababan de regresar de un patrullaje cargaron combustible al completo, y los especialistas de tierra volvieron a prepararlos para sus nuevas salidas. Los guardias de la marina y de la fuerza aérea que aún no habían ocupado sus puestos, corrieron a hacerlo. Fue bueno que el ataque se hubiera producido a esa hora. Solamente había por allí unos cuantos civiles, y el tránsito aéreo comercial se hallaba en el punto más bajo. Desde otro punto de vista, hacía ya una semana que los hombres de Keflavik debían cumplir doble turno, y estaban cansados. Lo que podría haberse hecho en cinco minutos, requería ahora siete u ocho. Edwards, que había vuelto a su oficina de meteorología, se puso la chaqueta de campaña, la de artillería antiaérea, y el casco estilo «fritz». Su puesto de combate de emergencia —no podía pensar en su oficina como un puesto de «combate»— era el lugar que le habían asignado. ¡Como si alguien hubiera podido necesitar una carta de tiempo particularmente mortal para atacar a un bombardero incursor! El servicio debía tener un plan para todo, Edwards lo sabía. Tenía que haber un plan. Pero no tenía que poseer sentido. Descendió por la escalera hasta Operaciones Aéreas. —Pude zafarme del Bandido ocho, uno…, dos misiles lanzados. La máquina dice que son «AS-4» —informó un controlador de «Sentry». El jefe de la tripulación se comunicó por radio con Keflavik. MV JULIUS FUCIK. Veinte millas al suroeste de Keflavik, el «Doctor Lykes» era también una colmena en actividad. A medida que cada escuadrón soviético de bombardeo lanzaba sus misiles aire-tierra, su comandante transmitía un mensaje codificado que recibía el Fucik. Había llegado su hora. —Timón a la izquierda —ordenó el capitán Kherov—. Poner proa al viento. Un regimiento completo de infantería aerotransportada, muchos de cuyos integrantes se hallaban mareados por las dos semanas que llevaban embarcados en el enorme portabarcazas, trabajaba probando y cargando las armas. La reforzada tripulación del Fucik retiraba las falsas estructuras que deformaban a las cuatro últimas «barcazas», revelando que cada una de las cuales era, en realidad, un hovercraft de asalto, del tipo Lebed. La tripulación, de seis hombres por embarcación, quitaba las cubiertas sobre las tomas de aire que llegaban hasta los motores, cuidados con verdadero cariño durante un mes entero. Satisfechos, hicieron señas con las manos a los comandantes de los vehículos anfibios, quienes pusieron en marcha los tres motores. El primer oficial del buque se hallaba de pie en su puesto de control del elevador, a popa. Con una señal de la mano, el vehículo cargó una compañía de infantería de ochenta y cinco hombres y un grupo de morteros. Aumentaron la potencia, el hovercraft se levantó sobre su colchón de aire y lo arrastraron hacia atrás. En otros cuatro minutos, los vehículos descansaban sobre el elevador de barcazas que formaba la popa del buque Seabee[36]. —Abajo —ordenó el primer oficial. Los operadores de los cabrestantes hicieron descender el elevador hasta la superficie. El mar estaba picado y las olas de un metro veinte golpeaban contra la popa bifurcada del Fucik. Cuando el elevador estuvo a nivel con el mar, los comandantes de los Lebed, uno tras otro, aumentaron potencia y se retiraron. De inmediato, el elevador volvió a subir hasta la cubierta más alta, mientras el primer par de hovercraft daba vueltas alrededor de su buque madre. Cinco minutos después, los cuatro vehículos de asalto se alejaron en formación cerrada hacia la Península Keflavik. El Fucik continuó virando para volver a rumbo Norte y acortar así el viaje al próximo par de hovercraft. Su cubierta superior estaba ahora ocupada por tropas armadas que llevaban ametralladoras y misiles superficie-aire. Andreyev permaneció en el puente sabiendo que allí debía estar, pero deseando haber podido encabezar a sus tropas de asalto. KEFLAVIK, ISLANDIA. —Operaciones Keflavik, los bandidos están volviéndose después de lanzar sus MAS[37]. Hasta ahora, han sido dos pájaros por avión. Tenemos cincuenta o tal vez cincuenta y seis, misiles dirigidos a la base y están lanzando más. Detrás de ellos no hay nada. Repito, nada detrás de la fuerza de bombardeo. No tenemos paracaidistas que se acerquen. Agáchense, muchachos, ahora son sesenta los misiles disparados —Edwards escuchaba mientras entraba en la sala. —Por lo menos no van a ser nucleares —dijo un capitán. —Nos están disparando cien misiles…, ¡mierda, no necesitan nucleares! —replicó otro. Por encima del hombro de uno de los oficiales, Edwards observó la imagen del radar. Era horripilante, parecía un juego electrónico de tiro. Unos puntos luminosos grandes y de movimiento lento mostraban los aviones. Otros más pequeños y rápidos eran los misiles «Mach-2». —¡Te agarró! —gritó el operador de radar. El «Eagle» líder se había colocado dentro del radio de acción de sus misiles para atacar a los «Badgers» y logró derribar a uno con un misil «Sparrow»…, diez segundos después que el ruso lanzara sus propios misiles. Un segundo «Sparrow» erró a su blanco separado, pero apareció un tercero que se orientó hacia él. El piloto numeral del primer «Eagle» estaba también lanzando contra otro ruso. Los soviéticos habían planeado bien su operación, apreció Edwards. Estaban atacando desde una línea que abarcaba todo el litoral Norte, con mucho espacio entre uno y otro bombardero, de modo que ningún interceptor aislado pudiera atacar a más de uno o dos. Era casi como si… —¿Alguien se ha fijado en la forma geométrica de este ataque? —preguntó. —¿Qué quiere decir? —El capitán se volvió— ¿Por qué no está usted donde tiene que estar? Edwards ignoró la inoportuna observación. —¿No hay una posibilidad de que estén tratando de alejar a nuestros aviones de combate? —Un anzuelo muy caro —El capitán desechó la idea—. Usted piensa que pudieron haber lanzado sus MAS desde mucho más lejos. Tal vez no tienen el alcance que nosotros pensábamos. El asunto es que esos misiles están a diez minutos de aquí el primero de ellos, con cinco a siete minutos de retardo hasta el último. Y no podemos hacer ni una maldita cosa al respecto. —Sí —corroboró Edwards. El edificio de Operaciones Aéreas y Meteorología era una estructura de dos pisos que vibraba cada vez que el viento alcanzaba los cincuenta nudos. El teniente sacó del bolsillo una pastilla de chicle y empezó a mascarla. Dentro de diez minutos empezarían a caer cien misiles, con una tonelada de alto explosivo cada uno de ellos (o una cabeza de guerra nuclear). Los hombres que se hallaban fuera recibirían lo peor; los soldados voluntarios y los especialistas de aviones que estaban tratando de alistar a los suyos para que salieran de inmediato. Su propia tarea asignada era simplemente mantenerse fuera del paso. Lo avergonzaba un poco. Y el miedo que paladeaba ahora junto con la menta lo avergonzaba aún más. Los «Eagles» estaban en ese momento todos en el aire, volando a máxima velocidad hacia el Norte. Los últimos «Backfire» acababan de lanzar sus misiles y estaban virando al Noreste a máxima potencia cuando los «Eagles» se acercaban a mil doscientos nudos para alcanzarlos. Tres de los interceptores lanzaron misiles; lograron abatir un par de «Backfire» y dañar un tercero. Los interceptores «Zulú», que habían despegado para dispersarse, no pudieron alcanzar a los «Backfire», advirtió el jefe de controladores del «Sentry Uno», y se maldijo a sí mismo por no haberlos lanzado tras los «Badges», más viejos y menos valiosos; pero a algunos de los cuales podrían haber alcanzado. En vez de eso, les ordenó disminuir la velocidad e hizo que sus controladores les dieran rumbo, distancia y altura hacia los misiles supersónicos. «Penguin 8», el primero de los aviones de guerra antisubmarina «P-3C», estaba ahora corriendo por la pista de despegue y aterrizaje dos dos. Había estado haciendo patrullaje sólo cinco horas antes, y sus tripulantes aún trataban de sacudirse el sueño mientras su avión rotaba para despegarse del cemento. —Van a empezar a caer —dijo el operador de radar. El primer misil ruso estaba casi encima de ellos, comenzando su picada final. Los «Eagle» habían derribado dos de los misiles, pero los rumbos y las condiciones desfavorables impidieron que la mayoría de sus «Sparrow» tuvieran éxito, incapaces de alcanzar a los misiles «Mach-2». Los «F-15» orbitaban sobre Islandia central, muy lejos de su base y los pilotos se preguntaban si tendrían un aeropuerto adonde regresar. Edwards se encogió cuando aterrizó el primero…, o no aterrizó. El misil aire-superficie tenía una espoleta de proximidad por radar. Detonó a veinte metros del suelo y sus efectos fueron horrendos. Explotó exactamente sobre la autopista internacional, a doscientos metros de operaciones aéreas, y sus fragmentos penetraron en numerosos edificios; el impacto principal fue sobre el local de servicio de incendios de la base. Edwards se arrojó al suelo cuando algunos fragmentos atravesaron las paredes de madera. La puerta se desprendió de sus bisagras por la fuerza de la onda explosiva y el aire se llenó de polvo. Instantes después, en instalaciones de la «Esso», distante cien metros, explotó un camión de transporte de combustible y se elevó una bola de fuego que ganó altura rápidamente en el cielo, mientras dejaba caer combustible jet encendido sobre los edificios de los alrededores. La energía eléctrica se cortó en seguida. Los radares, las radios y las lámparas de las habitaciones dejaron de funcionar en el acto; las luces de emergencia que funcionaban con baterías no se encendieron como debieron haberlo hecho. Durante un instante de terror, Edwards se preguntó si el primer misil no habría sido realmente un arma nuclear. La explosión le había producido un profundo estremecimiento en todo el cuerpo, y llegó a sentir repentinas náuseas hasta que su organismo comenzó a normalizarse después de las agresivas sensaciones que había sufrido. Miró a su alrededor y vio un hombre caído inconsciente por el golpe de un artefacto de luz desprendido. No sabía si debía cerrar la hebilla de la correa de su casco, o no, y por algún motivo esa duda le pareció muy importante en ese momento, aunque no recordaba por qué. Otro misil cayó más lejos y luego, durante un minuto aproximadamente, los estampidos se mezclaron formando una serie irregular de ruidos atronadores que sobrecogían por su intensidad. Edwards sentía que se ahogaba por el polvo. Era como si su pecho quisiera estallar; impulsivamente saltó en dirección a la puerta buscando aire puro. Se encontró con una sólida pared de calor. Las instalaciones de la «Esso» eran ahora una rugiente masa de llamas, que ya habían devorado al laboratorio fotográfico vecino y la tienda de artículos económicos de la base. Más humo se levantaba de la zona de alojamiento del personal voluntario, hacia el Este. Una media docena de aviones que se hallaban todavía en la línea de prueba, jamás la abandonarían. Sus alas se desprendieron como si fueran de juguete, por el efecto de un misil que había explotado sobre la intersección de las pistas de aterrizaje. Un «E-3A Sentry» destruido ardió de pronto frente a sus ojos. Cuando se volvió pudo ver que la torre de control también había sufrido daños; todos los cristales de sus ventanas habían desaparecido. Edwards corrió en esa dirección, sin pensar en usar su jeep. Dos minutos después, entró sin aliento en la torre y encontró muertos a todos sus ocupantes, lacerados y despedazados por los cristales que habían volado, y el suelo de baldosas cubierto de sangre. Los receptores de radio todavía emitían ruidos por los altavoces instalados en la mesa, pero no pudo encontrar un transmisor que funcionara. «PENGUIN 8» —¿Qué diablos es eso? —exclamó el piloto del «Orion». Hizo girar a su avión violentamente a la izquierda y aumentó la potencia. Habían estado orbitando a unos quince kilómetros de Keflavik, observando el humo y las llamas que se levantaban de su propia base, cuando vio pasar debajo de ellos cuatro enormes objetos. —Es un… —el copiloto se interrumpió— ¿De dónde…? Los cuatro «Lebeds» se desplazaban a cuarenta nudos, balanceándose pronunciádamente sobre olas de un metro cincuenta. Tenían unos veinticinco metros de largo y diez de ancho; cada uno de ellos llevaba en la parte superior un par de hélices envueltas en conductos y situadas inmediatamente delante de un alto timón tipo avión, pintado con las insignias de la Marina soviética, la hoz y el martillo rojos sobre una banda azul. Ya se hallaban demasiado cerca de la costa para que el «Orion» pudiera usar cualquiera de sus armas. El piloto observaba incrédulo mientras se acercaba y cualquier duda que pudiera haberle quedado desapareció cuando vio que les disparaba un cañón de treinta milímetros. Erró con bastante distancia, pero el piloto dio un tirón a los mandos para hacer virar el «Orion» hacia el Oeste. —Coordinador táctico, informe a Operaciones de Keflavik que van a tener compañía. Cuatro hovercraft, de tipo desconocido, pero rusos… y tienen que estar llevando tropas. —Comandante —respondió el coordinador táctico al cabo de treinta segundos—, Keflavik está fuera de servicio, sin radio. El Centro de Operaciones no existe, la torre ha desaparecido también. Estoy tratando de comunicarme con los «Sentrie». Tal vez podamos conseguir uno o dos cazabombarderos. —Está bien, pero siga intentando con Keflavik. Encienda nuestro radar. Vamos a ver si podemos descubrir de dónde vienen. Encienda también nuestros «Harpoon». KEFLAVIK, ISLANDIA. Edwards estaba observando con binoculares los daños cuando oyó el mensaje que llegaba… pero no pudo contestarlo. ¿Ahora qué hago? Miró a su alrededor y vio una cosa útil, una radio Hammer Ace. Tomó la voluminosa mochila y corrió bajando los escalones. Tenía que encontrar a los oficiales de infantería de Marina y prevenirlos. Los hovercraft se aproximaron velozmente por la Ensenada Djupivogur y llegaron a tierra un minuto después y a menos de mil quinientos metros de la base aérea. Los paracaidistas notaron agradecidos cómo se suavizaba el viaje mientras sus vehículos se abrían en línea de frente con trescientos metros de separación entre uno y otro, y así cruzaban el terreno llano y rocoso en dirección a la base aérea de la OTAN. —¿Qué demonios…? —empezó a decir un cabo de infantería de Marina. Como un dinosaurio en busca de comida, apareció en el horizonte un objeto enorme, desplazándose aparentemente sobre la tierra a gran velocidad. —¡Usted! ¡Infante, venga aquí! —gritó Edwards, y un gran jeep con un sargento y dos voluntarios se detuvo y luego se acercó rápidamente a él— ¡Llévenme a su comandante, pronto! —El comandante está muerto, señor —dijo el sargento—. El jefe de compañía, herido, el teniente… ¡ha desaparecido! —¿Dónde está el sustituto? —En la escuela elemental. —Vamos, he de avisarle; tenemos unos bandidos que vienen desde la costa…, ¡mierda! Usted lleva una radio. —Traté de llamar, señor, pero no hay respuesta. El sargento dobló hacia el Sur por la autopista internacional. Por lo menos tres misiles habían caído allí, a juzgar por el humo. En los alrededores, la pequeña ciudadela que había sido la base aérea de Keflavik había quedado convertida en una colección de restos en llamas o humeantes. Numerosa gente de uniforme corría por todos lados, haciendo cosas que Edwards no tuvo tiempo de adivinar. ¿Estaba alguien al frente? La escuela elemental también había sido alcanzada. Una tercera parte del edificio, todavía en pie, era una masa de llamas. —Sargento, ¿esa radio funciona? —Sí, señor, pero no está sincronizada con la guardia perimetral. —¡Bueno, sintonícela! —Está bien. El sargento movió el dial hasta la frecuencia buscada. Los «Lebed» se detuvieron en dos pares, cada uno a cuatrocientos metros del perímetro. Se abrieron las puertas de proa y descendieron de cada una dos vehículos BMD de asalto de infantería, seguidos por los grupos de morteros que empezaron de inmediato a instalar sus armas. Los cañones de setenta y tres milímetros y los lanzadores de misiles de los minitanques empezaron a atacar las posiciones defensivas de la infantería de Marina, mientras las compañías reforzadas de cada vehículo avanzaban lenta y hábilmente, usando su cobertura y aprovechando su apoyo de fuego. Esa fuerza de asalto había sido seleccionada de unidades con experiencia de combate en Afganistán. Cada uno de aquellos hombres sabía lo que era estar bajo el fuego enemigo. Los «Lebed» giraron de inmediato como cangrejos y volvieron rápidamente a la costa para cargar aún más infantes. En esos momentos, ya eran elementos de dos batallones de élite de paracaídas los que estaban combatiendo contra una sola compañía de Infantes de Marina. Las frenéticas palabras que se oían por la pared de comunicaciones radiales de los pelotones eran demasiado claras. La energía eléctrica de la base estaba cortada, y con ella las radios principales. Los oficiales de infantería de Marina habían muerto, y no había nadie que coordinara la defensa. Edwards se preguntó si alguien sabría realmente qué estaba pasando. Decidió que probablemente no importaba nada. —¡Sargento, hay que salir zumbando de aquí! —¿Quiere decir escapar? —Quiero decir alejarnos y llegar adonde podamos informar de lo que ha pasado, sargento. Alguien tiene que llevar el informe para que no manden más aviones a aterrizar en este lugar. ¿Cuál es el camino más rápido para Reykiavik? —¡Pero, señor, hay Infantes de Marina allá…, maldito sea! —¿Quiere ser prisionero ruso? ¡Perdimos! ¡He dicho que tenemos que ir a informar y usted va a hacer lo que yo le diga, sargento! ¿Me comprende? —Comprendido, señor. —¿Qué armas tenemos? Por propia iniciativa, un infante de Marina corrió a lo que quedaba de la escuela. Otro infante yacía allí de cara al suelo, en medio de un charco de sangre que brotaba de alguna herida fatal e invisible. El primero volvió con el «M-16» del muerto, su mochila, un cinturón con munición, y entregó el conjunto a Edwards. —Ahora todos tenemos uno, señor. —Hagamos que nos saquen en seguida de aquí. El sargento puso el jeep en marcha. —¿Cómo vamos a hacer para informar? —Deje que yo me preocupe por eso, ¿de acuerdo? —Como usted diga. El sargento hizo dar una vuelta completa al jeep, volvió a la autopista internacional y se dirigió a la destruida antena de satélites. MV JULIUS FUCIK. —¡Avión avistado, por la proa a babor! —gritó un vigía. Kherov levantó sus binoculares y lanzó por lo bajo una maldición. Lo que vio no podía ser otra cosa que misiles que colgaban de cada ala del multimotor que habían avistado. «PENGUIN 8». —Vaya, mira lo que tenemos aquí —dijo con calma el piloto del «Orion»—. Nuestro viejo amigo, el Doctor Lykes. Combate, aquí comandante, ¿qué otra cosa se ve por ahí? —Nada, comandante; no hay otro buque de superficie dentro de los doscientos kilómetros. Acababan de completar un viraje de trescientos sesenta grados explorando el horizonte con su radar de búsqueda. —¡…Y es seguro como que hay Dios que esos hovercraft no salieron de un submarino! El piloto ajustó el rumbo para hacer un pasaje a menos de dos mil metros del buque, con el sol a espaldas del avión de patrullaje cuatrimotor. Su copiloto examinaba el buque con binoculares. Las cámaras de TV de a bordo, operadas por los tripulantes de armamento, permitirían imágenes aún más cercanas. Vieron un par de helicópteros de calentamiento. A bordo del Fucik alguien entró en pánico y disparó con un lanzador de hombro un misil «SA-7». Su dispositivo de orientación no pudo captar al «Orion» y el proyectil se extinguió directamente atraído por el sol a baja altura. MV JULIUS FUCIK. —¡Idiota! —gruñó Kherov; el humo del motor del cohete ni siquiera pasó cerca del avión— Ahora él nos va a disparar. ¡Todo adelante flanco! ¡Timonel, manténgase alerta! «PENGUIN 8». —Muy bien —dijo el piloto, dejando de mirar al mercante—. Coordinador táctico, aquí tenemos un blanco para sus «Harpoon». ¿Tuvo suerte con Keflavik? —No, pero el «Sentry Uno» está retransmitiendo la información a Escocia. Dice que un montón de misiles batieron Keflavik; parece que la base está cerrada, ya sea la mantengamos o no. El piloto maldijo en voz baja. —Está bien. Vamos a hacer volar del agua a este pirata. —Entendido, comandante —contestó el coordinador técnico—. Dos minutos antes de que podamos lanzar el… ¡mierda! Tengo una luz roja en el «Harpoon» de babor. El muy imbécil no quiere armarse. —¡Bueno, arréglenlo al hijo de puta! —gruñó el piloto. Pero no hubo nada que hacer, no funcionó. En el apuro para despegar, los cables de control del misil no habían quedado completamente asegurados, por descuido de los fatigados especialistas de tierra. —Bien. Tengo uno que funciona. ¡Listo! —¡Dispare! El misil se separó limpiamente del ala y cayó diez metros antes de que su motor entrara en ignición. En la cubierta del Fucik estaban alineados los paracaidistas; muchos de ellos tenían en sus manos lanzadores portátiles de misiles superficie-aire, y esperaban poder interceptar el «Harpoon» que les habían disparado. —Coordinador táctico, vea si puede comunicarse con un «F-15». A lo mejor ellos son capaces de abrir por la mitad a este bebé con sus cañones de veinte milímetros. —Ya lo estoy haciendo. Tenemos un par de «Eagle» en vuelo hacia aquí, pero están escasos de combustible. Podrán hacer una o dos pasadas solamente. Adelante, el piloto tenía los binoculares pegados a los ojos, sin apartarse un instante del misil blanco que volaba raspando las crestas de las olas. —Vamos, chiquito, vamos… MV JULIUS FUCIK. —Se acerca un misil, bajo en el horizonte, a babor. Por lo menos tenemos buenos vigías, pensó Kherov. Estimó la distancia hacia el horizonte y apreció la velocidad del misil en mil kilómetros por hora… —¡Todo timón a la derecha! —gritó el timonel y movió rápidamente la rueda hasta que hizo tope y la mantuvo con firmeza. —No puede escapar a un misil, Kherov —dijo con calma el general. —Lo sé. Observe, amigo. El casco negro de la nave estaba virando bruscamente a estribor. Mientras lo hacía, el buque se inclinó pronunciádamente hacia el lado contrario, en la misma forma en que lo hace un automóvil que dobla velozmente una curva cerrada. Con eso logró elevar artificialmente la línea de flotación en la vulnerable banda de babor. Por propia iniciativa, algunos de los oficiales de a bordo dispararon bengalas de señales, con la esperanza de que atrajeran al misil y lograran alejarlo, pero todo lo que importaba a los microchips del cerebro del misil era el enorme blip que ocupaba el centro del radar de su cabeza buscadora. Detectó que el buque estaba cambiando ligeramente de rumbo y modificó su propia orientación en el ángulo correspondiente. A media milla de su objetivo, el «Harpoon» ascendió bruscamente desde su altura de tres metros iniciando la maniobra final programada de elevarse antes de caer definitivamente sobre el blanco. Los hombres de tropa que se hallaban a bordo del Fucik dispararon en el acto una docena de «SAM». Tres de ellos fueron atraídos por la estela de escape del motor del «Harpoon», pero no pudieron virar con la rapidez suficiente como para caer sobre el misil que se acercaba, y continuaron hasta sobrepasarlo. El «Harpoon» llegó al punto más alto de su prevista trayectoria, se estabilizó y de inmediato inició la picada final. «PENGUIN 8». —Perfecto… —susurró el piloto. Ya no había forma de detenerlo. El misil hizo impacto contra el casco del Fucik a casi dos metros por encima de la línea de flotación, un poco atrás del puente. La cabeza de guerra explotó instantáneamente, pero el cuerpo del misil continuó penetrando y proyectó casi cien kilos de combustible jet que explotó en una bola de fuego dentro de la más baja de las cubiertas de carga. En segundos, el buque desapareció detrás de una pared de humo. Tres paracaidistas, levantados del suelo por el impacto, dispararon accidentalmente hacia arriba sus misiles superficie-aire. —Coordinador táctico, su pajarraco dio exactamente en el blanco. Hubo detonación de la cabeza de guerra. Parece que… Los ojos del piloto se esforzaron detrás de los binoculares para apreciar los daños. MV JULIUS FUCIK. —¡Timón a la vía! Kherov había esperado que la explosión lo levantara del suelo, pero el misil no era muy grande, y el Julius Fucik todavía tenía una masa de treinta y cinco mil toneladas. Corrió hacia el ala del puente para comprobar los daños. Cuando el buque se enderezó, el agujero dentado que tenía en el costado se elevó tres metros sobre el nivel de las olas. Salía humo por él. Había fuego a bordo, pero la nave no iba a inundarse a raíz del impacto del misil, juzgó el capitán. Había un solo peligro. Kherov impartió rápidamente las órdenes a sus equipos de control de averías, y el general envió a uno de sus hombres para que colaborara. Cien de los paracaidistas habían recibido instrucción durante los últimos diez días para combatir incendios a bordo. Ahora aplicarían lo que habían aprendido. «PENGUIN 8». El Fucik emergió del humo a veinte nudos, con un agujero de cuatro metros y medio en su banda. Salía humo por la abertura, pero el piloto comprendió en seguida que el daño no iba a ser fatal. Pudo ver cientos de hombres en la cubierta superior; algunos de ellos corrían hacia las escalerillas para bajar a combatir el incendio. —¿Dónde están esos cazas? —preguntó el piloto. El coordinador táctico no respondió. Cambió de posición una llave, de su radio. —Penguin ocho, aquí Cobra Uno. Tengo dos aviones. No nos quedan misiles, pero dispongo de cargas completas de munición en los cañones de veinte. Puedo hacer para usted dos pasadas, después tendremos que volver a Escocia. —Comprendido, Cobra Líder. El blanco tiene algunos helicópteros con motores en marcha. Cuidado con los «SAM» portátiles. Los he visto disparar unos veinte de esos hijos de puta. —Entendido, Penguin. ¿Alguna noticia más de Keflavik? —Por un tiempo vamos a tener que buscarnos otra casa. —Recibido, comprendido. Bien, queden atentos, vamos a llegar con el sol de espaldas. El «Orion» continuó orbitando a unos cinco mil metros de distancia. Su piloto no vio los aviones de combate hasta que comenzaron a disparar. Los dos «Eagle» volaban muy cerca uno de otro y aproximadamente a cinco o seis metros del agua cuando en los morros de sus fuselajes parecieron encenderse miles de chispas al abrir el fuego con sus cañones rotativos de veinte milímetros. MV JULIUS FUCIK. Nadie de a bordo los vio llegar. Un instante después, el agua que rodeaba el costado del Fucik se convirtió en espuma, por los piques de los proyectiles que caían cortos; luego, su cubierta principal quedó oculta por el polvo. Una repentina bola de fuego color naranja anunció la explosión de uno de los helicópteros rusos, y el combustible encendido se derramó por el puente, cayendo muy cerca del general y el capitán. —¿Qué ha sido eso? —jadeó Kherov. —Cazas norteamericanos. Entraron muy bajo. Deben de tener solamente sus cañones, si no, ya nos hubieran bombardeado. Todavía no terminó, mi capitán. Los cazas se separaron, pasando por la izquierda y la derecha del buque, que continuó navegando a veinte nudos en un amplio círculo. No dispararon ningún «SAM» que siguiera a los cazas en su escape y ambos efectuaron un viraje, volvieron a formar y enfrentaron la proa del Fucik. Su próximo blanco era la superestructura. Segundos después, una lluvia de cientos de proyectiles alcanzaba el puente del carguero. Desaparecieron los cristales de todas las ventanas y resultaron muertos casi todos los miembros de la tripulación que se hallaban allí, pero la condición de estanqueidad de la nave no había sufrido en lo más mínimo. Kherov contempló la carnicería. Su timonel había quedado despedazado por la acción de media docena de proyectiles explosivos, y todos los hombres presentes en el puente estaban muertos. Tardó un segundo en superar la conmoción y notar un dolor que parecía carcomerlo en su propio abdomen; su oscura chaqueta estaba oscureciéndose aún más al teñirse de sangre. —Usted está herido, capitán. Solamente el general había respondido al instinto de agacharse detrás de algo sólido. Miró a los ocho cuerpos mutilados y se preguntó una vez más por qué tendría él tanta suerte. —Tengo que llevar el buque a puerto. Vaya a popa. Diga al primer oficial que continúe las operaciones de desembarco. Usted, camarada general, supervise los incendios. Tenemos que llevar mi buque a puerto. —Le enviaré ayuda. El general salió corriendo por la puerta mientras Kherov se dirigía al timón. KEFLAVIK, ISLANDIA. —¡Alto, deténgase aquí mismo! —gritó Edwards. —¿Qué pasa ahora, teniente? —preguntó el sargento. Detuvo el jeep en la zona de estacionamiento del casino de oficiales. —Vamos a buscar mi auto. Este jeep es demasiado llamativo. El teniente saltó del jeep y sacó las llaves del coche del bolsillo del pantalón. Los Infantes de Marina se miraron uno a otro durante unos instantes y luego corrieron detrás de él. Su automóvil era un «Volvo» que tenía más de diez años y que Edwards había comprado hacía pocos meses a un oficial que se iba de la base. En los caminos de Islandia, la mayoría no pavimentados, había sufrido un trato bastante severo…, y se notaba. —¡Bueno, suban! —Señor, ¿qué demonios estamos haciendo, exactamente? —Mire, sargento, hemos de abandonar la zona. ¿Qué pasa si Iván tiene helicópteros? ¿A qué supone que se parece un jeep visto desde el aire? —Ah, está bien —asintió el sargento— ¿Pero qué estamos haciendo, señor? —Vamos a alejarnos por lo menos hasta Hafnarfjördur, escondemos el coche y empezamos a caminar hacia atrás buscando refugio entre las rocas. Tan pronto como lleguemos a un sitio seguro llamaremos por radio. Esa radio que tengo trabaja con satélites. Hay que conseguir que Washington sepa lo que está sucediendo aquí. Eso significa que debemos averiguar qué está trayendo Iván. Los nuestros van a intentar, por lo menos, retomar esta isla. Nuestra misión, sargento, es mantenernos con vida, informar y, a lo mejor, hacerles las cosas más fáciles. Edwards no había pensado realmente en esto hasta pocos segundos antes de decirlo. ¿Tratarían de retomar Islandia? ¿Tendrían capacidad para intentarlo? ¿Qué otra cosa estaba saliendo mal en este podrido mundo? ¿Tenía sentido algo de todo esto? Decidió que no era necesario que lo tuviera. Una sola cosa cada vez, se dijo. Se resistía a ser prisionero de los rusos, y tal vez si pudieran transmitir alguna información lograrían desquitarse por lo ocurrido a Keflavik. Edwards puso en marcha el automóvil y partió hacia el Este por la autopista 41. ¿Dónde esconder el auto? Había un centro comercial en Hafnarfjördur…, único sitio en Islandia donde vendían el pollo frito de Kentucky. ¿Qué mejor lugar que ése para ocultar el vehículo? El joven teniente sonrió a pesar de sí mismo. Estaban con vida, y tenían el arma más peligrosa con que podía contar un hombre, una radio. Iría resolviendo los problemas a medida que se presentaran. Su misión, resolvió, sería mantenerse con vida e informar. Después de eso, alguien podría decirles qué hacer. Una sola cosa cada vez, se repitió para sus adentros, y pidió a Dios que alguien supiera qué diablos estaba pasando… «PENGUIN 8». —Parece que han conseguido controlar el fuego —comentó amargamente el copiloto. —Sí, ¿cómo habrán podido hacerlo? Mierda, ese barco debió haber volado como…, pero no voló. Mientras observaban, salió de la nave un segundo cargamento de tropas a bordo de los cuatro hovercraft. El piloto no había pensado en que los dos «Eagles» disponibles, que ya estaban volando con rumbo a Inglaterra, dispararan sus cañones contra ellos, en vez de hacerlo contra ese enorme buque negro. Vaya que eres un perfecto imbécil como oficial, se dijo. El «Penguin 8» llevaba ocho sonoboyas, cuatro torpedos «MX-46» para operaciones de guerra antisubmarina, y algunas otras armas de alta tecnología, ninguna de las cuales tenía la menor aplicación contra un blanco grande y simple como aquel mercantito. A menos que quisiera hacerse el kamikaze…, el piloto meneó la cabeza. —Si quiere llegar a Escocia, nos quedan treinta minutos de combustible —advirtió el ingeniero de vuelo. —Bien, vamos a echar un último vistazo a Keflavik. Subiré a dos mil metros. Será suficiente para ponernos fuera del alcance de los «SAM». Dos minutos después ya sobrevolaban la costa. Un «Lebed» estaba aproximándose a la estación de SOSUS[38] y SIGINT[39], frente a Hagnir. Sólo alcanzaron a distinguir ciertos movimientos en tierra y una leve columna de humo que surgía del edificio. El piloto no sabía mucho sobre las actividades del SIGINT; pero el SOSUS, el sistema oceánico de vigilancia por sonar, era el medio principal de detección de blancos para que las tripulaciones de los «P-3C Orion» los atacaran. Esa estación cubría los claros entre Groenlandia e Islandia, y desde Islandia hasta las Islas Feroes. La línea de vigilancia fundamental para mantener fuera de las rutas comerciales a los submarinos rusos estaba a punto de desaparecer del aire definitivamente. Bravo. Un minuto más y se encontraron sobre Keflavik. Siete u ocho aviones no habían alcanzado a abandonar el suelo. Todos estaban ardiendo. El piloto examinó con los binoculares las pistas de aterrizaje y quedó horrorizado al comprobar que no tenían cráteres. —Coordinador, ¿sigue en contacto con un «Sentry»? —Hay uno justo en este momento, señor. Hable directamente, tiene a «Sentry Dos». —«Sentry Dos», aquí «Penguin 8». ¿Me recibe bien? Cambio. —Afirmativo, «Penguin 8», aquí controlador jefe. Los tenemos detectados a ustedes sobre Keflavik. ¿Cómo lo ven? —He contado ocho pájaros en el suelo, todos destrozados y ardiendo. Los misiles no rompieron, repito, no rompieron la pista. —¿Está seguro de eso, «Ocho»? —Afirmativo. Hay mucho daño por explosiones, pero no se ven agujeros ni cráteres en el suelo. Los tanques de combustible de primera línea no tienen daños, y el parque de combustible de Haktstangar parece intacto. Les estamos dejando a nuestros amigos un maldito mar de combustible jet y una pista de vuelo. En cuanto a la base…, veamos. La torre todavía está de pie. Hay mucho humo y fuego alrededor de operaciones aéreas…, la base parece estar en muy malas condiciones, pero las calles de aterrizaje se hallan perfectamente utilizables. Cambio. —¿Qué pasó con el buque que atacaron ustedes? —Un impacto directo con el misil y dos de los «F-15» de ustedes los cañonearon a muerte en dos pasadas, pero no es suficiente. Es muy probable que llegue a puerto. Supongo que intentará entrar en Reykiavik, o tal vez en Hafnorf Sur, para descargar. Tiene que estar transportando mucho material. Es un buque de cuarenta mil toneladas. Puede hacer puerto en dos o tres horas, a menos que con un silbido podamos llamar a alguien que lo ponga fuera de combate. —No cuente con eso. ¿Cómo está en situación de combustible? —Tenemos que poner rumbo a Stornoway ahora mismo. Mis especialistas han sacado fotografías de la zona, y del buque. Es todo lo que podemos hacer. —Perfecto, «Penguin 8». Vaya a buscarse un lugar para aterrizar. Nosotros también nos vamos dentro de unos minutos. Buena suerte. Corto. HAFNARFJÖRDUR, ISLANDIA. Edwards estacionó el auto en el centro comercial. A lo largo del camino de entrada había algunas personas, la mayoría mirando hacia el Oeste, en dirección a Keflavik, alertadas por los ruidos a pocos kilómetros de distancia y preguntándose qué estaba sucediendo. Igual que nosotros, pensó Edwards. Afortunadamente, parecía que ya no quedaba nadie allí. Cerró el coche con llave y se guardó el llavero en el bolsillo sin pensar mucho en lo que hacía. —¿A dónde ahora, teniente? —preguntó el sargento Smith. —Sargento, vamos a poner unas cuantas cosas en claro. Usted es el especialista en tierra. Si tiene alguna idea, quiero conocerla, ¿de acuerdo? —Bueno, señor, yo diría que tenemos que marchar directamente hacia el Este por un trecho, para alejarnos de los caminos y encontrar un lugar donde usted pueda jugar un poco con la radio. Y hacerlo rápido. Edwards miró a su alrededor. Todavía no había nadie allí en las calles, pero ellos querían llegar al campo antes de que alguien los viera y pudiera decirlo. Asintió moviendo la cabeza, y el sargento ordenó a un soldado que iniciara la marcha. Se quitaron los cascos y terciaron los fusiles para que su aspecto fuera lo más inofensivo posible. Los tres estaban seguros de que había cien pares de ojos clavados en ellos desde detrás de las cortinas de las ventanas. Qué manera de empezar una guerra…, pensó Edwards. MV JULIUS FUCIK. —¡Los incendios se apagaron, por Dios! —proclamó el general Andreyev— Nuestro equipo tiene muchos daños, principalmente a causa del agua. ¡Pero los fuegos se han apagado! Su expresión cambió cuando vio a Kherov. El capitán tenía una palidez fantasmal. Un médico del ejército le había vendado la herida, pero debía de haber una hemorragia interna. Luchaba para mantenerse de pie junto a la carta náutica. —A la derecha, a rumbo cero cero tres. Un joven oficial se había hecho cargo del timón. —A la derecha a cero cero tres, camarada capitán. —Debe acostarse, mi capitán —dijo suavemente Andreyev. —¡Primero tengo que llevar mi buque a puerto seguro! El Fucik navegaba con rumbo casi norte verdadero, el mar y el viento estaban de través y el agua lamía la herida causada por el misil. El primitivo optimismo del capitán comenzaba a ceder. Algunas uniones en la parte inferior del casco se habían abierto como consecuencia del impacto, y estaba entrando agua en la bodega de carga de más abajo, aunque hasta ese momento las bombas lograban extraerla en su totalidad. Había veinte toneladas de carga para entregar. —Capitán, usted debe recibir atención médica —insistió Andreyev. —Después que pasemos la punta. Cuando la banda dañada de babor quede a sotavento, entonces me haré atender. Diga a sus hombres que estén alerta. Un ataque más, que tenga éxito, podría terminar con nosotros. Y dígales que lo han hecho muy bien. Me gustaría mucho poder navegar otra vez con ellos. USS PHARRIS. —Contacto de sonar, posible submarino, marcación tres cinco tres —anunció el sonarista. Parece que ya empezamos, se dijo Morris. La fragata Pharris navegaba en situación de zafarrancho general cumpliendo la primera parte del viaje que la alejaba de la costa de los Estados Unidos. El sonar táctico de arrastre del buque iba a remolque dentro de la estela. Se hallaban veinte millas al norte del convoy y a ciento diez millas al este de la costa, cruzando el borde de la plataforma continental para entrar en aguas profundas en el Cañón Lindenkohl. Un lugar perfecto para que se escondiera un submarino. —Muéstreme qué tiene —ordenó el oficial de lucha antisubmarina. Morris se limitaba a observar el trabajo de sus hombres. El sonarista señaló la pantalla de presentación en cascada. Mostraba una serie de pequeños bloques digitales y muchos tonos de gris sobre un fondo negro. Seis bloques en una fila eran diferentes del diseño variable del fondo. Luego un séptimo. El hecho de que formaran una línea vertical significaba que el ruido era generado desde una marcación constante con respecto al buque, ligeramente al oeste del norte absoluto. Hasta ese momento, todo lo que tenían era una dirección hacia una posible fuente de ruido. No había forma de saber la distancia, ni había nada que permitiera definir si se trataba realmente de un submarino, o de un barco de pesca equipado con un motor muy ruidoso…, o simplemente, de alguna perturbación en el agua. La señal no se repitió durante un minuto, después volvió. Y luego desapareció de nuevo. Morris y su suboficial de lucha antisubmarina consultaron la indicación del batitermógrafo. Cada dos horas dejaban caer un instrumento que medía la temperatura del agua mientras iba bajando y la transmitía a través de un cable hasta que lo dejaban caer libre hasta el fondo. El trazo mostraba una línea irregular. La temperatura del agua disminuía con la profundidad, pero no de manera uniforme. —Podría ser algo —dijo en voz baja el oficial de lucha antisubmarina. —Naturalmente —coincidió el comandante. Volvió a la pantalla del sonar. «Eso» estaba todavía allí. El trazo había permanecido casi constante desde hacía ya unos nueve minutos. Pero ¿a qué distancia se encontraba? El agua constituía un medio excelente para la propagación del sonido, mucho más eficaz que el aire, pero tenía sus propias reglas. A treinta metros debajo de la Pharris se extendía «la capa», un cambio brusco de la temperatura. Como un panel de vidrio opuesto en ángulo, permitía que la atravesaran algunos sonidos, pero reflejaba la mayor parte de ellos. Algo de esa energía se encaminaba entre capas y retenía su intensidad a lo largo de distancias enormes. La fuente de sonido que ellos estaban escuchando podía encontrarse a cinco millas o a cincuenta. Mientras observaban, el trazo en la pantalla empezó a caer un poco hacia la izquierda, lo que significaba que ellos se estaban desplazando hacia el este de la señal… o la señal se corría hacia el oeste de ellos, igual que podría deslizarse un submarino hacia atrás de su blanco, como parte de su maniobra de caza. Morris caminó hacia delante, a la mesa de localización. —Si es un blanco, está bastante lejos, creo —dijo el cabo de guardia en voz baja. Era sorprendente comprobar qué silenciosos eran todos durante los ejercicios de lucha antisubmarina, pensó Morris, como si un submarino pudiera oír sus voces. —Señor —dijo el oficial de ASW[40] después de un momento—, como no hay un cambio perceptible en la marcación, el contacto tiene que estar a unas buenas quince millas. Eso significa que debe de ser una fuente muy ruidosa, y probablemente demasiado lejana para ser una amenaza inmediata. Si es un submarino nuclear, podemos hacer un corto avance rápido y sacar una marcación cruzada. Morris miró hacia el mamparo posterior de la CIC[41]. Su fragata estaba navegando a cuatro nudos. Levantó el teléfono intercomunicador. —Puente, aquí Central de Combate. —Aquí Puente, habla el oficial ejecutivo. —Joe, vamos a aumentar a veinte nudos durante cinco minutos. Para ver si podemos sacar una marcación cruzada sobre el contacto que tenemos. —Comprendido, jefe. Un minuto después, Morris pudo sentir el cambio en el desplazamiento de su buque cuando su planta de vapor impulsó con energía a la fragata en medio de un mar con olas de casi dos metros. Esperó pensativo, deseando que su buque hubiera tenido uno de los equipos de arrastre «2X», más sensibles, que estaban instalando en las fragatas de la clase «Perry». Sabía que esos cinco minutos serían muy largos, pero la guerra antisubmarina era un juego que exigía paciencia. Redujeron la potencia y, a medida que la nave disminuía su velocidad, el diseño en la pantalla del sonar dejó de ser un sonido originado en una fuente indeterminada para convertirse en un sonido aleatorio ambiental, algo que era mucho más fácil de percibir que de describir. El comandante, su oficial de ASW y el operador de sonar observaron atentamente la pantalla durante diez minutos. El trazado del sonido anómalo no reapareció. En un ejercicio de tiempo de paz habrían decidido que se trataba de anomalía; el agua generaba ruidos que cesaban tan imprevístamente como habían comenzado, tal vez un remolino menor que disminuía hacia la superficie. Pero ahora, todo lo que detectaban tenía una estrella roja potencial y un periscopio en medio. Mi primer dilema, pensó Morris. Si investigaba enviando su propio helicóptero o uno de los aviones patrulleros «Orion», podría estar haciéndolo para nada, a la vez que los alejaba de un sector en el que tal vez encontraran un contacto real. Si no hacía nada, podría estar omitiendo la persecución de un contacto verdadero. Morris se preguntaba a veces si no sería bueno que proveyeran a los comandantes de monedas con un SI y un NO estampados en una y otra cara, a la que quizá pudieran llamarla «generador digital de decisiones» para no apartarse del amor de la Marina hacia los títulos que sonaran a electrónica. —¿Algún motivo para creer que es real? —preguntó a su oficial de ASW. —No, señor —el oficial empezaba a preguntarse si habría hecho bien en llamar a su comandante—. Ahora no. —Me alegro. No será el último. TORMENTA ROJA, TOM CLANCY PD: TODOS AQUELLOS QUE, COMO A MI, NOS GUSTAN LAS NOVELAS DE ACCION, ESPIONAJE, GUERRA Y POLITICA INTERNACIONAL, ESTAMOS HOY DE LUTO Y EXTRAÑAREMOS LAS OBRAS DE UN GRANDE COMO FUE EN VIDA TOM CLANCY, QUE TENIA SU POSICION POLITICA TOMADA, OBVIAMENTE COMO TODOS NOSOTROS Y SE ACERCABA MAS A LA DE HALCON REPUBLICANO QUE A LA DE PALOMA DEMOCRATA, PERO QUE EN CADA NOVELA NOS MANTENIA EN VILO Y DESPIERTO DURANTE HORAS PUES NO CONOZCO UNA NOVELA SUYA QUE NO HAYA SIDO LO QUE LOS NORTEAMERICANOS LLAMAN UNA PAGETURNER. EL AUTOR DE ESTA OBRA MAESTRA QUE ES TORMENTA ROJA FALLECIO HOY DESCANCE EN PAZ TOM CLANCY Y CON EL SU MAS INOLVIDABLE PERSONAJE JACK RYAN...
Posted on: Wed, 02 Oct 2013 17:14:51 +0000

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