26 de octubre San Evaristo, Papa y mártir Por Francisco - TopicsExpress



          

26 de octubre San Evaristo, Papa y mártir Por Francisco Roberto Groves, sobre apuntes del padre Juan Croisset s.j. Fue san Evaristo griego de nacimiento, pero originario de Judea, como hijo de un judío llamado Judas, natural de Belén, que fijó su residencia en la Grecia, y educó a su hijo en la doctrina y principios de su religión. Nació por los años 60, con tan bellas disposiciones para la virtud y para las letras, que su padre dedicó el mayor cuidado a cultivarlas, dando al niño maestros hábiles que le instruyesen, tanto en éstas como en aquélla. Era Evaristo de excelente ingenio, de costumbres inocentes y puras, por lo que hizo grandes progresos en breve tiempo. No se sabe cuándo ni dónde tuvo la dicha de convertirse a la fe de Jesucristo, como ni tampoco con qué ocasión vino a Roma; sólo se sabe que era del clero de aquella Iglesia, madre y maestra de todas las demás, centro de la fe y de la religión, a quien tributa tantos elogios san Ignacio, obispo de Antioquía. Alaba el santo a los fieles de Roma singularmente por su fidelidad, por su valor y por su constancia en la fe, por la pureza de sus costumbres y por aquella caridad que los constituía modelos de los fieles esparcidos en todas las demás iglesias. Sobre todo ensalza la gran unión que se observaba entre ellos y el sumo horror que profesaban al cisma y a los horrores de tantos herejes como a la sazón afligían y despedazaban la Iglesia de Jesucristo. Pero todos convienen en que estos elogios eran propiamente el panegírico del santo papa Evaristo, cuyo celo y cuya santidad, generalmente reconocida y celebrada en toda Roma, sostenía la virtud de todos los fieles; pues, siendo todavía un mero presbítero, encendía el fervor y la devoción en los corazones de todos con sus instrucciones, con su caridad y con sus ejemplos. Era tan universal la estimación y la veneración con que todos le miraban, que, habiendo sido coronado con el martirio el santo pontífice Anacleto, sucesor de san Clemente (glorioso fin de todos aquellos primeros papas), sólo vació la silla apostólica el tiempo preciso para que se juntase el clero romano, que, sin deliberar un solo momento, a una voz colocó en ella a san Evaristo. No hubo en toda la Iglesia quien desaprobase esta elección, sino el mismo santo. Luego que el nuevo Papa se vio colocado en la silla de san Pedro, aplicó todo su desvelo a remediar las necesidades de la santa Iglesia en aquel calamitoso tiempo, perseguida en todas partes por los gentiles, y cruelmente despedazada por los herejes. Los simoníacos o simonianos, los discípulos de Menandro, los nicolaítas, los gnósticos, los cayanienos, los discípulos de Saturnino y de Basílides, los de Carpócrates, los valentinianos, los elcesaítas y algunos otros herejes, que animados por el espíritu de las tinieblas, hacían todos sus esfuerzos y se valían de todos sus artificios para derramar por todas partes el veneno de sus errores. Todos los fieles de Roma conservaron siempre la pureza de su fe; y aunque la mayor parte de los heresiarcas concurrió a aquella capital para pervertirla, el celo, las instrucciones y la solicitud pastoral del santo Papa fueron preservativos eficaces. Pero esta pastoral solicitud del vigilante pontífice no se limitó precisamente a preservar los fieles de doctrinas inficionadas; se adelantó también a perfeccionar la disciplina eclesiástica por medio de prudentísimas reglas y decretos, que fueron de gran utilidad a toda la Iglesia. Aunque el emperador Trajano fue en realidad uno de los mayores príncipes que conoció el gentilismo, tanto por su dulzura como por su moderación, no por eso fueron mejor tratados —en su tiempo— los que profesaban la religión cristiana; antes bien no cedió ni en tormentos ni en crueldades a las demás persecuciones la que padeció la Iglesia en tiempo de este emperador. Luego que se dejó ver en la Tierra nuestra santa religión, comenzó a experimentar el odio que ordinariamente sigue a la verdad, contando tantos enemigos como ésta tiene contrarios. Uno de los principales motivos de esta pública y general aversión fue la pureza de la doctrina evangélica, tan opuesta a la universal corrupción de los gentiles; y como las potestades del infierno, que tenían tiranizado al mundo, habían sido vencidas por la Cruz de Jesucristo, cabeza y fundador del cristianismo, convirtieron éstas en todo su furor contra el nombre y contra la religión de los cristianos. Eran éstos la execración de los grandes y el horror de los plebeyos, porque la pureza de sus costumbres y la santidad de su vida servía de muda pero cruel censura de sus comunes desórdenes, y de la impiedad del paganismo. Fuera de eso, para hacer todavía más odioso el Evangelio, a todo el mundo, no cesaba el demonio de sembrar en todas partes las más horribles calumnias contra los cristianos, pintándolos como hechiceros y como magos, que con sus sortilegios y hechicerías encantaban a las gentes. Sus milagros eran encantamientos; sus juntas nocturnas y secretas, conventículos de infamias y de prostituciones; ocultando bajo una aparente modestia y compostura unas almas negras, corrompidas y disolutas. Preocupados todos de esta manera, lo mismo era ver a un cristiano, que gritarle públicamente: —¡Al malvado! ¡al facineroso!; y, por consiguiente, sin otra formalidad que confesar uno que lo era, condenarle al último suplicio. De este mismo principio nacían aquellos tumultos populares en el circo, en los anfiteatros y en los juegos públicos, en los cuales —sin que precediese por parte de los fieles el más mínimo motivo— levantaba el grito la muchedumbre pidiendo alborotadamente su muerte y la extirpación de su secta. A estos amotinamientos populares se atribuye la persecución de la Iglesia en el imperio de Trajano. Esta persecución se señala en la crónica de Eusebio hacia el año 108 de Jesucristo, el décimoprimero de dicho emperador, y duró hasta la muerte de este príncipe, que sucedió el año de 117, a los diecinueve de su reinado. No podía estar a cubierto de esta violenta tempestad el santo pontífice Evaristo, siendo tan sobresaliente la eficacia de su celo, y tan celebrada en toda la Iglesia la santidad de su vida. Siendo tan visibles y tan notorias las bendiciones que derramaba Dios sobre su celo, de necesidad habían de meter mucho ruido, o a lo menos era imposible que del todo se ocultasen a los enemigos de la religión. Crecía palpablemente el número de los fieles, y, regada la viña del Señor con la sangre de los mártires, se ostentaba más lozana, más florida y más fecunda. Conocieron los paganos que esta fecundidad era efecto de los sudores y del celo del santo Pontífice; por lo que resolvieron deshacerse de él, persuadidos a que el medio más eficaz para que se derramase el rebaño era acabar con el pastor. Echáronle mano, y le metieron en la cárcel. Mostró tanto gozo al ver que le juzgaban digno de derramar su sangre y dar su vida por amor de Jesucristo, que quedaron atónitos los magistrados, no acertando a comprender cómo cabía tanto valor y tanta constancia en un pobre viejo, agobiado con el peso de los años. En fin, fue condenado a muerte, como cabeza de los cristianos; y aunque se ignora el género de suplicio con que acabó la vida, es indubitable que recibió la corona del martirio el día 26 de octubre del año del Señor de 117 ó 118, honrándole hasta el día de hoy como a mártir de la universal Iglesia. REFLEXIONES SOBRE LA TENTACIÓN Ninguno diga, cuando es tentado, que le tienta Dios. Dios no puede tentar al mal; y así, este Señor a ninguno tienta; y, por tanto, cada uno es tentado por el cebo y por los atractivos de su propia concupiscencia. Pocos disolutos, pocos mundanos, pocos pecadores hay que no echen la culpa de sus desórdenes a la malignidad del tentador, pretendiendo excusarlos con la violencia de la tentación. El mundo todo es peligroso, esto no se niega; pero, porque todo es peligroso en el mundo, ¿nos hemos de arrojar a ellos aturdida o atolondradamente? ¿Será razón vivir en el mundo sin preservativos, sin atención y sin temor? Es el mundo un mar borrascoso y cubierto todo de escollos; los navichuelos pequeños y poco cargados los evitan con más facilidad que los barcos soberbios y corpulentos, los cuales reciben más viento y se gobiernan con mayor trabajo. Pero después que se habla tanto de este proceloso mar, tan famoso por los naufragios, ¿se han hecho, por ventura, más cuerdos, más avisados y más prevenidos los que se engolfan en él? ¡Y si a lo menos nos hiciera más vigilantes la multitud de los peligros de la salvación! Pero ¡ah, que sucede todo lo contrario! Cuanto más hay por qué temer, menos se teme. ¿Dónde se vive con menos precauciones contra los malos deseos que en medio de los objetos que los excitan más? No contentos con el enemigo doméstico que nosotros mismos mantenemos, vamos a buscar otros extraños forasteros. ¿Qué maravilla que seamos vencidos; ni qué milagro que nos precipitemos? Hay condiciones, hay estados (es verdad), en que son mayores y más frecuentes los peligros; pero todo país donde abundan insectos ponzoñosos abunda también en contravenenos, siendo igualmente fecundo en preservativos y en remedios. MEDITACIÓN DE LA NECESIDAD DE LA PENITENCIA Punto primero.- Considera que no hay más que dos caminos para ir al Cielo: la inocencia o la penitencia. No hay medio. O nunca pecaste, o eres pecador. Buen Dios, quién se podrá lisonjear de aquella primera inocencia? Pues ¿quién se podrá excusar de los rigores de la penitencia? Busca algún otro camino; por lo menos es cierto que Jesucristo le ignoró. Fabriquémonos el sistema que nos pareciere, finjámonos la moral que se nos antojare; pretextos de salud, varios títulos de la edad, excusas frívolas del amor propio, alegatos aéreos del estado o de la condición; no hay privilegios, no hay razones que te eximan de una ley tan indispensable. No hay otro partido que tomar: o llorar mientras dura el tiempo, o arder por toda la eternidad: infierno o penitencia. Pero ¿cuál es nuestra penitencia? En medio de eso, ninguno hay que no aspire a lograr la misma dicha que gozan los santos; ninguno que no aspire a la misma corona. Mas ¿en qué fundarán esta confianza? En los méritos de Jesucristo. Sin duda que a estos divinos méritos deberemos nuestra salvación. Pero ¿será sin hacer penitencia? Escuchemos al oráculo del mismo Jesucristo: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis (cfr. Luc, 13). No ignoraba Él lo que valía su Sangre; conocía perfectamente el precio y la virtud de sus merecimientos. En medio de eso, con toda mi Redención sobreabundante, con el fruto de mi Pasión y de mi muerte, dice el Salvador, ninguno se salvara si no hace penitencia. Omnes, todos pereceréis; el rey como el vasallo; el amo como el siervo; todos. ¡Ah, Dios mío, y cuanto me acusa en este mismo punto mi conciencia! ¡Qué remordimientos, qué temores, qué justos sobresaltos! Y ¿será posible que todo esto sea sin provecho? Punto segundo.- Considera qué enorme error es pretender salvarse sin hacer penitencia. Si no queréis renunciar a mi Evangelio, dice el Salvador del mundo, debéis estar persuadidos a que el que pecó, si no hace penitencia, vanamente se lisonjea de conseguir su salvación (cfr. Marc, 1). ¿Se sigue hoy en el mundo esta doctrina? Pero ¿no será hacer bastante penitencia confesar sus pecados, rezar algunas oraciones, ejercitarse en algunas obras satisfactorias impuestas en la confesión? ¿No bastará esto para cumplir con el precepto de hacer penitencia? Mas yo pregunto: ¿y será posible que la doctrina de Jesucristo sobre la necesidad de la penitencia no se ha de reducir más que a esto? Sabemos ciertamente que hemos pecado: ¿estamos igualmente seguros de nuestra penitencia? ¿Se siguió a aquella contrición verdadera la fuga de las ocasiones, la reformación de las costumbres, la modestia en el traje y otros frutos dignos de verdadera penitencia? Dios mío, ¡cuántos cargos tengo que hacerme a mí mismo! Y ¿cómo podré sufrir los que algún día me haréis Vos si no comienzo a hacer penitencia desde este mismo punto? Palpo la precisión, conozco la indispensable necesidad; todo lo arriesgo si lo dilato. Aunque dentro de veinticuatro horas tenga que ir a daros cuenta de mi vida, por lo menos tendré el consuelo de haber comenzado. JACULATORIAS Examinaré de aquí adelante, Dios mío, todos los años de mi vida en la amargura de mi corazón.— cfr. Isai, 38. i Oh y quién diera a mis ojos una fuente de lágrimas para llorar día y noche mis pecados!— cfr. Jerem, 9. PROPÓSITOS 1. Pocos hay que no confiesen y muchos menos que no tengan sobrada razón para confesar que son grandes pecadores. Pero ¿dónde está la penitencia? ¿De qué servirá el estéril conocimiento y esa infecunda confesión, sino de aumentar nuestras deudas? ¿De qué servirá reconocerse uno pecador, si no pasa a ser penitente? Y no hay que atrincherarse: no hay que cubrirse ni con la ternura de la edad, ni con la delicadeza de la complexión, ni mucho menos con los empleos, con la clase, con la calidad. Para quien pecó no hay salvación, si no hace penitencia. Fuera de la penitencia interior, que pasa allá dentro del alma en la amargura del corazón, es menester la exterior, que mortifique al cuerpo, que le dome y que le humille. Da principio por las penitencias de precepto: las abstinencias de obligación: los ayunos de la Iglesia son leyes inviolables, de que jamás te debes dispensar con frívolos pretextos. Haz un firme propósito de observar con todo rigor todas estas penitencias de precepto. Guárdate bien de permitir que los que están a tu cargo se dispensen en ellas sin grave e indubitable motivo: mira que te harás reo de su pecado. 2. No te contentes con aquellas penitencias comunes en que ningún cristiano debe jamás dispensarse sin causa legítima y verdadera: hay otras particulares, que no te son menos necesarias, en atención a tus necesidades espirituales. La vista, el nombre solo de ciertos instrumentos de penitencia espanta, estremece a algunas personas, a quienes no estremecieron ni espantaron los desórdenes más vergonzosos y más enormes. ¡Con cuánta razón se podría preguntar a muchos si la multitud y la enormidad de sus pecados los dispensaban de este género de penitencias! Consulta cuanto antes con tu director lo que debes hacer en este particular. No des oídos a tu delicadeza, sino a tu conciencia, a tu religión y a tus necesidades: si eres inocente, la penitencia es la sal que preserva de la corrupción; si eres pecador, la penitencia es el contraveneno del pecado. ORACIÓN FINAL Atiende ¡oh Dios todopoderoso! a nuestra flaqueza; y, pues nos oprime el peso de nuestros pecados, dígnate de sostenernos por la gloriosa intercesión de tu bienaventurado mártir y pontífice san Evaristo. Por nuestro Señor Jesucristo, amén.
Posted on: Sun, 27 Oct 2013 00:04:01 +0000

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