3 miradas sobre lo que está pasando en Brasil. Impresiones, - TopicsExpress



          

3 miradas sobre lo que está pasando en Brasil. Impresiones, preguntas lecturas y pronósticos de un brasileño y dos argentinos que ayudan a comenzar a comprender. LLEGARON LOS MUCHACHOS Por Emir Sader * ¿Las grandes movilizaciones de las dos últimas semanas en Brasil llegaron como rayos en un cielo azul? ¿O eran previsibles e incluso tardaron en llegar? ¿Cuál es su significado, o son sus significados? ¿Qué puede alterar en la vida política brasileña? Los gobiernos de Lula y Dilma promueven, desde hace mas de una década, un inmenso proceso de democratización social en el país más desigual del continente, más desigual del mundo. Junto con las trasformaciones dirigidas por Getúlio Vargas (entre los años 1930 hasta 1954, con un interregno entre 1945 y 1950) son los procesos más importantes de la historia brasileña, con varios aspectos comunes. Por eso Lula logró ser reelecto y elegir a su sucesora, que se presenta como favorita para seguir dirigiendo Brasil a lo largo de la segunda década de gobiernos posneoliberales en el país (Ver “10 anos de governos posneoliberais no Brasil - Lula y Dilma, org. Emir Sader: flacso.org, con acceso libre e integral, lo cual ha permitido que ya lleguen a 500 mil los downloads del libro). De repente surgieron las manifestaciones, a partir de la resistencia al aumento de tarifas del transporte urbano, para extenderse por todo el país con una rapidez y una masividad impresionantes. Se constituyó un movimiento –llamado Movimiento del Pase Libre (MPL)– que coordinó las manifestaciones, hacia el que han convergido un gran número de otras reivindicaciones, un movimiento protagonizado básicamente por estudiantes, con simpatía generalizada de la mayoría de la población. Esta expansión fue posible porque se insertó en dos espacios respecto de los cuales el gobierno presenta debilidades particularmente concertadas. Por una parte, la ausencia de políticas hacia la juventud, segmento que buscó, con las manifestaciones, más allá de sus reivindicaciones concretas, afirmar su existencia como segmento específico, con voz y con poder de movilización. En segundo lugar, el monopolio privado de los medios de comunicación –en contraste con los procesos de democratización en tantas otras esferas de la sociedad brasileña– sigue siendo intocable, derrotado sistemáticamente por el voto popular, pero manteniendo su poder de influencia, especialmente las cadenas televisivas. En principio, como ocurre con todas las manifestaciones populares, la prensa privada buscó descalificarlas por la violencia que, desde su comienzo, se hizo presente al final de las manifestaciones, con actos vandálicos que, a su vez, tuvieron respuestas aún más violentas de las Policías Militares –uno de los factores que favorecieron la rápida difusión y expansión de las movilizaciones–. Pero enseguida los monopolios mediáticos se dieron cuenta de que las movilizaciones podrían desgastar al gobierno y pasaron a actuar de forma concentrada para magnificar las manifestaciones, intentando, a la vez, influenciarlas, buscando imponer los lemas de la oposición sobre las manifestaciones. La combinación de esos dos factores explican, en lo esencial –además de otros, como la dureza de las condiciones de vida urbana, que hicieron que, no por caso, el movimiento se haya iniciado en San Pablo, la ciudad más rica y con mayores desigualdades del país, que sólo hace pocos meses dejó de ser dirigida por la oposición, con la elección de un alcalde del PT–, la irrupción brusca y poderosa del movimiento. Después de vacilaciones de los gobernantes municipales, el movimiento logró su primera gran victoria, con la cancelación del aumento de las tarifas urbanas. Que es acompañada del triunfo de poner en discusión nacional la precariedad de los transportes, así como el tema crucial de su financiamiento, el rol de los sectores público y privado –uno de los temas recogidos por la presidenta Dilma Rousseff para proponer un Plan Nacional del Transporte urbano, organizado conjuntamente por el gobierno federal, autoridades provinciales y municipales, así como por movimientos vinculados con las manifestaciones y otras fuerzas populares. Asimismo, más allá de esos aspectos específicos, el movimiento representa el ingreso a la vida política de una nueva generación de jóvenes, con sus formas específicas de acción y sus reivindicaciones propias. Hasta aquí, a pesar del inmenso apoyo popular y del amplio proceso de respaldo de las fuerzas populares a los gobiernos de Lula y Dilma, la vida política brasileña no contaba con la participación de los sectores emergentes de la juventud. Se supone que, a partir de este momento, serán un factor nuevo y con capacidad de movilización con el que tendrán que contar el gobierno y la política brasileños. Pero, a la vez, las movilizaciones han tenido, desde su comienzo, un aspecto ya mencionado, que ha significado un factor de debilidad –las acciones violentas al final de las manifestaciones, con enfrentamientos con la policía y la destrucción de edificios públicos y de tiendas del comercio, de forma generalizada–. Cuando el movimiento logró su primer triunfo, su propia dirección suspendió nuevas movilizaciones, por ese elemento externo de violencia que se insertó en las concentraciones, así como por los intentos de la derecha –especialmente a través de los medios– de imponer lemas conservadores al movimiento, especialmente la hostilidad hacia los partidos políticos y hacia los movimientos sociales, que ha desembocado en agresiones a sus militantes por hordas, algunas de ellas, explícitamente identificadas con lemas y formas de acción fascistas. A partir de la reducción de las tarifas, el movimiento afirmó que seguirá luchando por la gratuidad del transporte público, pero suspende nuevas manifestaciones, por los intentos de influir de sectores externos al movimiento. Pero los que promueven la violencia han intentado dar continuidad a las movilizaciones, ahora ya sin la masividad de las convocadas anteriores por la dirección del MPL, donde ya priman las acciones violentas, sin las reivindicaciones originales y sin la simpatía de los otros sectores de la población. La presidenta Dilma Rousseff, después de una intervención inicial, donde reconocía la legitimidad del movimiento y reconocía que el gobierno estaba atento a las demandas de las movilizaciones, intervino de forma más sistemática el día 21, por cadena nacional. A la par de alabar la capacidad de movilización y las demandas del Movimiento, Dilma mostró amplia receptividad hacia ellas y propuso medidas y encuentros concretos para su discusión e implementación. Mucho ya se ha escrito sobre las movilizaciones, con apresurados intentos –sociológicos y otros– de captar sus significados, mal disfrazando sus intereses y deseos propios. Desde que se agotaron los gobiernos del PT, hasta que los partidos habían desaparecido, pasando por los intereses de fuentes europeas de que el Campeonato Mundial de Fútbol no se realizara en Brasil, los rencores en contra de Brasil y de su gobierno se acumularon, como si se tratara de un final apocalíptico de una quimera pasajera de avances –en realidad extraordinarios– de una década, que en Brasil –junto a la figura de Lula– se han proyectado como referentes mundiales. La oposición interna, asociada a sus aliados externos dirigida siempre por las pocas familias que controlan los principales medios privados de comunicación, buscan, desesperadamente, impedir la victoria de Dilma Rousseff en la primera vuelta de las elecciones presidenciales. Todo su terrorismo económico respecto de un supuesto y nunca concretado “caos energético”, así como sobre un supuesto “descontrol inflacionario” –que anda alrededor del cinco por ciento anual en condiciones, cuando la actual oposición convivió con índices de más del mil por ciento al año– están en función de las elecciones presidenciales, cuando la derecha puede cosechar su cuarta derrota consecutiva, sumada al fantasma de que Lula podría volver a candidatearse en 2018, prolongando para más de una segunda década el posneoliberalismo en Brasil. Movilizaciones con la amplitud de éstas, de todas maneras, representan de-safíos para todos –antes de todo para el gobierno, para el PT, para los movimientos sociales y todo el campo político de la izquierda, así como del pensamiento social–. Visiones economicistas de la izquierda tradicional tienen dificultades para comprender la juventud como categoría específica y todos los temas vinculados con ella. El gobierno brasileño no ha puesto en debate el tema del derecho al aborto, el de la descriminalización del consumo de drogas, tampoco avanza en la democratización de los medios de comunicación –para mencionar apenas algunos de los tantos temas que atañen más directamente a la juventud–. Arrastra así una gran fragilidad respecto de esos sectores, fenómeno para el cual fue obligado a despertar de forma brusca e inesperada y tiene una posibilidad de ponerlos en la agenda, en la disputa por la conquista de esos sectores entre la derecha y la izquierda. Es todavía temprano para saber cómo esas movilizaciones afectarán el futuro político de Brasil –volcado, en lo esencial, hacia las presidenciales del 2014–. Los medios tratarán de manipular, como siempre, las consecuencias, con sus encuestas amañadas y su nunca disfrazado rol de partido político de una oposición debilitada. Con candidatos sin apoyo popular buscan desgastar al gobierno, sin esperanzas de que sus posibles candidatos puedan conquistar los sectores jóvenes. Algunos sectores de éstos podrán votar por Marina Silva y su discurso ecologista ya desgastado, pero los otros posibles candidatos de la oposición, empezando por el más importante, Aecio Neves, no tienen ninguna receptividad entre esa juventud. El gobierno y la izquierda, habiendo demostrando gran fragilidad e incapacidad de reacción frente a las movilizaciones, podrán ser afectados negativamente o ser capaces de renovarse y no buscar únicamente soluciones a los problemas planteados por el movimiento, sino incorporar temas que interesan directamente a los jóvenes, así como la juventud como tal, como agente político sin el cual difícilmente se pueda proyectar el futuro del país. Lo peor que podría pasar a Brasil –un país con un contingente inmenso de jóvenes en su población– sería contar con una juventud ausente, pasiva, volcada hacia otros temas que no sean los de la política, la sociedad y el Estado. Esos jóvenes no han golpeado a la puerta de la política, sino que la han tumbado, con sus gritos y sus formas de ser. Han tomado de sorpresa a viejos políticos que todavía ocupan los espacios centrales de la política brasileña, en contraste con la juventud de su población. Es hora de renovar la política y sus cuadros, para que la irrupción de esos jóvenes no se reduzca a un fenómeno mediático y de aburridos estudios sociológicos, que hablan más de sí que de la realidad. Brasil, que supo colocar el tema central en el continente de la desigualdad social como prioritario, tiene ahora el desafío de pasar de la democratización social a la democratización política –empezando por el financiamiento público de las campañas electorales– y por la democratización cultural –empezando por el fin de los monopolios mediáticos– y la discusión de los temas que ocupan más directamente a la juventud. * Intelectual brasileño, autor de El Nuevo Topo BRASIL CRUJE Por José Natanson * Las masivas movilizaciones registradas en los últimos días en diferentes ciudades brasileñas producen desconcierto y una inevitable perplejidad en el análisis, que debe evitar las conclusiones fáciles y los paralelismos apresurados para avanzar con cuidado. Señalemos primero que Brasil es un país que cuenta con una sociedad civil variada y densa, que incluye desde expresiones territoriales potentes como el Movimiento sin Tierra hasta una vasta red de organizaciones de carácter religioso, sindical o étnico, muchas de ellas con una vitalidad cultural asombrosa, pero que al mismo tiempo no está acostumbrado al reclamo directo y masivo en el espacio público. La “política en las calles”, por usar la fórmula que el sociólogo Fernando Calderón acuñó para Bolivia, pero que se aplica perfectamente a países como Argentina o Venezuela, está ausente en Brasil (salvo, claro, en el carnaval, esa ceremonia de inversión de roles –el rico se disfraza de pobre, el pobre toma la ciudad que lo explota– en la que la catarsis del baile precede siempre una vuelta a la dura normalidad). Los motivos de este rasgo idiosincrático brasileño habrá que buscarlos en una historia en la que el pueblo movilizado –o el pueblo a secas– ocupa un lugar relativamente secundario, y en la que las que los grandes cambios tendieron a procesarse a través de acuerdos cupulares graduales, relativamente pacíficos y casi siempre lentos. En contraste con las guerras sangrientas que marcaron la independencia de la América española, Brasil se separó de Portugal por una decisión política de Pedro I, el príncipe heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más tarde, en 1889, se convirtió en república mediante una disposición no menos administrativa (esto ha hecho que la historia brasileña sea una historia desprovista de héroes: no hay allí ni un Bolívar ni un San Martín a los que venerar). Del mismo modo, la versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento popular, redistributivo e incluyente, pero donde el componente movilizatorio estaba notablemente atenuado (digamos: un peronismo sin 17 de octubre). Mucho más tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta pero disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o Chile, y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un sistema de campos de concentración al estilo argentino ni desplegó, por ejemplo, un plan sistemático de robo de niños. La recuperación de la democracia se realizó también de manera serena y pacífica, “segura”, según la famosa definición de Geisel, el general que la inició, a punto tal que, pese a los reclamos de la población, el primer presidente democrático no fue elegido por voto directo sino mediante el viejo sistema de colegio electoral creado por los militares. Lo que quiero decir con esto es que la historia brasileña es en esencia una historia de pactos entre elites, que son las que realmente gobiernan Brasil, como no sucede en ningún otro país de la región salvo los de Centroamérica. Y esto se explica básicamente por las características de una estructura social en la que la distancia entre las clases es oceánica: Brasil fue, de hecho, el último país latinoamericano en abolir la esclavitud (fue en 1888 y, una vez más, mediante una decisión pactada, que evitó por ejemplo los 360 mil muertos de la guerra civil que quince años antes acabó con el flagelo en Estados Unidos). Los efectos de esta tradición de cambios graduales son paradójicos: si por un lado le ha permitido a Brasil evitar “pisos de sufrimiento” como los registrados en Argentina (las luchas entre unitarios y federales, la dictadura, Malvinas, el 2001), por otro lado limitó severamente la incidencia de la población en las decisiones nacionales. La significativa ausencia en Brasil de una Plaza de Mayo, ese centro simbólico de la política argentina al que la gente marcha cada tantos años para festejar o voltear gobiernos, no responde tanto una cuestión urbanística como de historia política. Y también, claro, a la decisión de Kubitschek de trasladar la capital al medio de la selva, explicable por la estrategia desarrollista de llevar la civilización al desierto pero también por la intención de alejar el centro de las decisiones políticas de las masas que habitan los grandes conglomerados urbanos (en este sentido es interesante pensar qué hubiera pasado en la Argentina, por ejemplo en diciembre del 2001, si se hubiera concretado el proyecto alfonsinista de capitalizar Viedma). Pero no nos desviemos. Mi argumento es que estos rasgos típicamente brasileños explican la sorpresa que generan las movilizaciones tanto como la reacción de la clase política, incluyendo a la derecha. En efecto, alcanza con revisar la prensa de estos últimos días para comprobar que los sectores más conservadores no saben bien qué hacer. Sucede que el reclamo, aunque está básicamente dirigido al gobierno nacional, los involucra, en la medida en que también apunta a gobiernos estaduales y municipales bajo control de los partidos opositores, y además incluye una impugnación general contra la clase política al estilo del “qué se vayan todos” argentino. La comparación, sin embargo, apenas funciona. En contraste con lo que sucede en Argentina, donde desde 17 de octubre hasta ahora los dirigentes políticos están acostumbrados a valerse de la gente en las calles para empujar sus objetivos, en Brasil la movilización social es un recurso que se utiliza con mucho más cuidado, como si ante momentos de crisis las elites prefirieran cerrarse sobre sí mismas (tal vez el único ejemplo moderno sea el impeachment a Collor, pero las marchas lideradas por el PT sucedían cuando el establishment ya le había soltado la mano). En este sentido, comparar las movilizaciones brasileñas con los cacerolazos opositores argentinos, como intentaron aquí algunos analistas un poco apurados, sería un error: no hay allí, por decirlo de algún modo, una Patricia Bullrich dispuesta a instrumentar la protesta a su favor. La complejidad también deriva del hecho de que, a diferencia de lo que sucede en países con movimientos de “indignados” como España, en Brasil no gobierna la derecha sino una presidenta de izquierda, continuidad de un ciclo que combinó tasas muy moderadas de crecimiento (en los últimos diez años Brasil creció en promedio la mitad que Argentina) con una serie de avances sociales impresionantes. El ciclo del PT permitió que 35 millones de personas salieran de la pobreza, redujo la desigualdad a su nivel más bajo desde los 60 y expandió una nueva clase media baja que hoy conforman nada menos que 105 millones de brasileños y que ha generado un desembarco plebeyo muy visible en espacios antes reservados a los blancos, como universidades, restaurantes y aeropuertos. La presidenta, igual que Lula, conserva una imagen pública excelente, incluso en los sectores medios urbanos. El análisis debe entonces esquivar los caminos directos (no se trata, al menos hasta ahora, de simples protestas de la clase media ni de una rebelión de los pobres contra el gobierno) para recorrer trayectos más sinuosos, señalando por ejemplo la conversión del PT de un partido de oposición en un partido de gestión. Hasta la llegada de Lula al poder, en el 2003, el PT y las organizaciones que controla, en particular la CUT, podían canalizar políticamente el malestar social: había una opción de izquierda a la cual apoyar y que generaba expectativa en millones de personas. Desde hace ya diez años que esa opción no existe, y no porque el PT haya defraudado esas esperanzas sino porque, como consecuencia de sus propios éxitos, no ha habido lugar para la emergencia de una oposición sólida por izquierda. Al mismo tiempo, el PT produjo una renovación –siempre siguiendo la pauta gradual y pacífica– de las elites gobernantes, que creó nuevas zonas de confort para dirigentes que hoy viven un poco amodorrados en el calor burocrático de un Estado que siempre ha sido muy generoso con quienes lo integran, en el gobierno pero también en las empresas estatales, los directorios de las compañías privadas, los bancos, los organismos descentralizados, los fondos de pensión controlados por los sindicatos... Los históricos núcleos de resistencia anticonservadores –el movimiento campesino, el sindicalismo combativo, las iglesias progresistas– hoy forman parte del núcleo de poder o son sus aliados. Y en ese sentido, un comentario adicional: la idea de Lula como un obrero que llegó al poder es una construcción política sólo a medias verdadera. Lula, por supuesto, nació en una familia pobrísima y trabajó como tornero mecánico tras emigrar a San Pablo, como se cuenta con ternura en El hijo de Brasil, pero fue la mayor parte de su vida un sindicalista, con todo lo que implica en términos de estilo de vida, educación política y roce internacional. A juzgar por su gestión, no olvidó sus orígenes ni sus valores, pero esto no convierte a su gobierno en un gobierno de pobres y obreros. El suyo fue, y el de Dilma lo es todavía más, un gobierno de sindicalistas y burócratas. En el medio, además, ocurrió algo notable. El PT, históricamente apoyado por los trabajadores de las industrias modernas del sudeste y los sectores medios progresistas, cambió su composición social hacia los sectores más pobres del nordeste beneficiados por las políticas sociales como el Bolsa Familia. Este cambio, catalizado por las denuncias de corrupción contra Lula del 2005, se vio claramente en los comicios del año siguiente, donde el oficialismo perdió en San Pablo y ganó en Bahía. En su notable libro Los sentidos del lulismo, André Singer define este tránsito como el paso del petismo al lulismo, que es el encuentro, a mitad de mandato, entre el líder y una fracción de clase, el subproletariado, que rompe con el tradicional caudillismo popularconservador para situarse bajo su órbita. Se trata, sin embargo, de un lazo frágil, reflejo de una inclusión que se da esencialmente vía consumo y que no ha sido acompañada por un esfuerzo militante equivalente de construcción comunitaria y territorial (como sí hizo, con todos sus problemas, el chavismo). Rebobinemos entonces para concluir. Las crónicas desde Brasil cuentan que el movimiento de protesta comenzó alrededor de un tema puntual y en apariencia menor, un pequeño aumento del precio del transporte, y se fue ramificando en una serie de reclamos muy diversos, que van desde la salud y la educación hasta la corrupción y el despilfarro de recursos en la infraestructura del Mundial y la olimpíadas. Se respira, dicen, un clima de rechazo general a los políticos (militantes del PT y la CUT que querían sumarse a las protestas fueron agredidos), con un fuerte protagonismo juvenil construido horizontalmente a través de las redes sociales. Se trataría entonces de la versión brasileña de la tendencia a la repolitización de las juventudes observada en los últimos años en países tan distintos como Turquía y España, Chile y Túnez, Portugal y Estados Unidos. Por si hiciera falta, un elemento más para sumar a un análisis que debe avanzar un poco a tientas ante la fluidez de una situación inédita y sobre la cual es imposible extraer conclusiones limpias. * Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur UN NUEVO COMIENZO Por Atilio A. Boron * Las grandes manifestaciones populares de protesta en Brasil demolieron en la práctica una premisa cultivada por la derecha, y asumida también por diversas formaciones de izquierda, comenzando por el PT y siguiendo por sus aliados. Si se garantizaba “pan y circo”, el pueblo –desorganizado, despolitizado, desmoralizado– aceptaría mansamente que la alianza entre las viejas y las nuevas oligarquías prosiguieran gobernando el país sin mayores sobresaltos. La continuidad y eficacia del programa Bolsa Familia aseguraba el pan, y la Copa del Mundo y su preludio, la Copa Confederaciones, y luego los Juegos Olímpicos, aportarían el circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños. Esta visión, no sólo equivocada sino profundamente reaccionaria (y casi siempre racista), quedó hecha añicos esta semana, lo que revela la corta memoria histórica de la clase dominante y sus representantes, a los que se les olvidaron las grandes movilizaciones populares exigiendo la elección directa del presidente a comienzos de los ochenta; las que precipitaron la renuncia de Collor de Mello en 1992; y la ola ascendente de luchas populares que hicieron posible el triunfo de Lula en el 2002. Del olvido brota la sorpresa, que enmudeció a una dirigencia política de discurso fácil y efectista, que no podía comprender –y mucho menos contener– el tsunami político que irrumpía nada menos que en los fastos futboleros de la Copa Confederaciones. Fue notable la falta de respuesta gubernamental, desde las intendencias municipales hasta los gobiernos estaduales y el propio gobierno federal. Opinólogos y analistas adscriptos al gobierno insisten ahora en colocar bajo la lupa estas manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de liderazgo, la ausencia de un proyecto político de recambio. Harían mejor en dirigir su mirada hacia los déficit de la gestión gubernativa en todos sus niveles, desde el municipio hasta Brasilia. Plantear que todo esto tiene que ver con el aumento de 20 centavos de real en el transporte público de San Pablo es lo mismo que, salvando las distancias, suponer que la Revolución Francesa se produjo porque algunas panaderías de la zona de la Bastilla habían aumentado en unos centavos el precio del pan. Confunden el detonante con las causas profundas de la rebelión popular, que dicen relacionar con la enorme deuda social de la democracia brasileña, apenas atenuada en los últimos años del gobierno de Lula. Temas tales como la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo clasista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental (un indicador: la presidenta Dilma Rousseff ha echado a varios ministros por esta causa); la ferocidad represiva impropia de un Estado que se reclama como democrático; y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus niveles, ante las demandas populares. ¿Cómo exigirles claridad ideológica y política a los manifestantes (hasta hace poco llamados “¡vándalos!”) cuando tal cosa brilla por su ausencia en el partido gobernante?, se preguntaba días atrás el analista Carlos Eduardo Martins. Y seguía: ¿qué pasó con la reforma agraria, congelada por la alianza con el agronegocio?; ¿por qué no se escuchan los reclamos de los pueblos originarios?; ¿qué se está haciendo ante la bomba de tiempo de la deuda pública, para cuyo pago se sacrifican las políticas sociales que deberían ser la seña de identidad de un Estado realmente democrático? Martins afirma con razón que mal podría el pueblo brasileño deslumbrarse ante los 20.000 millones de reales del programa Bolsa Familia cuando el pago de sólo los intereses de la deuda pública asciende 240.000 millones de reales. No se trata de disminuir la importancia del primero, sino de poner fin a la sangría originada por una deuda pública –ilegítima hasta la médula– que ha hecho de los banqueros y especuladores financieros los principales beneficiarios de la democracia brasileña o, más precisamente, de la plutocracia reinante en el Brasil. Es imposible prever cual será el futuro de estas manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡que se vayan todos!” de la Argentina del 2001-2002 no pudo constituirse como una alternativa de poder, pero por lo menos señaló los límites que ningún gobierno podría volver a traspasar. Más aún, como ocurrió con las grandes movilizaciones populares en Bolivia y Ecuador, demostró que sus flaquezas y su inorganicidad, como las que hoy hay en Brasil, no les impedían tumbar a gobernantes que sólo gobernaban para los ricos. Las masas que salieron a la calle en más de cien ciudades brasileñas pueden tal vez no saber adónde van, pero en su marcha pueden acabar con un gobierno que claramente eligió ponerse al servicio del capital. Brasilia haría muy bien en mirar lo ocurrido en los países vecinos y tomar nota de esta lección. Porque, tal vez, un nuevo ciclo de ascenso de las luchas populares esté dando comienzo en el gigante sudamericano. Si así fuera, sería una gran noticia para la causa de la emancipación de nuestra América. * Director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
Posted on: Sun, 23 Jun 2013 18:50:34 +0000

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