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5 de diciembre Santa Elisa: lo pagano y religioso Por Francisco Roberto Groves Santa Elisa, virgen es quien funda y se convierte en su reina de la antigua ciudad de Cartago, situada en la costa septentrional de África (cerca de Tunez) en el año 800 hermana de Pigmalión, llega desde su tierra fenicia en busca de tierras; “obtendría tantas tierras como las que pudiera cubrir la piel de un buey” (en un mapa). Elisa había cortado en pequeñas tiras la piel para obtener mayor extensión. Quisieron arreglar su matrimonio con el rey de Libia; ésta descontenta prefirió arrojarse en una pira antes que tener que casarse. Anuncia la grandeza de Roma y las luchas entre cartagineses y romanos. El nombre Elisa: es una variante del nombre de Elisabet o Isabel; en otros idiomas, catalán: Elisa; francés: Elise; inglés: Eliza; italiano: Elisa, Lisa. Los grandes nombres suelen presentar diversas formas que corresponden a variaciones sobre un mismo significado en la propia lengua de origen, y más a menudo a diferentes resoluciones del mismo nombre en distintas lenguas; e incluso quedan a veces consagrados hipocorísticos como nombres definitivos. Elisabeth es la forma completa de una serie de nombres procedentes del mismo tronco. En español es Isabel la forma más común de este nombre, aunque se usan también Isa, Lisa (recuérdese la Mona –Madonna– Lisa), Elisabet, por supuesto, Liliana, Elsa, Babet, Betty y Elisa. Para la celebración de la onomástica de estos nombres todos los santorales remiten al 5 de noviembre, fiesta de santa Isabel, esposa de Zacarías y madre de san Juan Bautista. Variante del nombre Elisabeth, derivado del hebreo “Elisheba” que significa aquella a quien Dios ha ayudado. Elisa es un nombre femenino de origen bíblico Elyasa, y su significado es aquella que lleva una promesa divina o aquella que ha hecho un juramento a Dios o aquella que recibe la ayuda de Dios. Santa Isabel, o como prefieren denominarla otros santa Elisabet es uno de los personajes femeninos relevantes del Nuevo testamento. Junto con María, su prima, madre de Jesús, representan el símbolo de la maternidad feliz, acompañada en el caso de María de un imposible cultural: la maternidad en libertad, fuera de todo sometimiento. Definida como la maternidad en situación de doncellez, es decir sin estar casada. Privilegio y riesgo asumido gozosamente por María. La maternidad de los grandes personajes va siempre acompañada de signos especiales: Para la madre del Bautista fue la prolongada esterilidad, que hizo desesperar a ella y a Zacarías de tener descendencia. Pero he aquí que el ángel del Señor se apareció a éste y le anunció su próxima paternidad. La señal de que no veía visiones es que se iba a quedar mudo hasta el nacimiento del niño, al que llamaría Juan. Es una delicia la visita de María a Isabel: –“¿Desde cuándo la madre de mi Señor se ha de molestar en venir a visitarme? Sintió Isabel cómo se alegraba el niño en sus entrañas. Lo demás acerca de su vida nos lo cuenta la tradición. Pero ¿es acaso poco lo que nos cuenta de ella el Evangelio? Los pintores se recrearon en esta visita y en la infancia de Jesús y de Juan juntos. Elisa –como ya lo dije– significa en hebreo la ayuda de mi Dios. Aparece este nombre ya en la mitología griega, como uno de los de Dido, reina de Cartago. Es de señalar que su hermana se llamaba Ana. Algunas mujeres ilustres han llevado con gran dignidad el nombre de Elisa: la princesa de Antioquía, viuda de Bohemundo IIº e hija de Balduino IIº. Vivió en la primera mitad del siglo XIIº. También lució el nombre de Elisa la hija de Simón, conde de Sponheim, que casó en primeras nupcias con Engelberto IIIº, conde de la Mark y en segundas nupcias con Ruperto Pipan, príncipe elector. Había nacido en 1362 y murió en 1417. Pero las más notables Elisas son las de la familia de Napoleón. María Elisa, hija de Leticia Bonaparte, casó con Félix Pascual, que fue general de los ejércitos de Napoleón y ocupó el trono ducal de Toscana. Su hija Napoleona Elisa casó con el conde de Cumerata. Se distinguió por su dedicación a perfeccionar los procedimientos agrícolas y a la desecación de las marismas. El nombre de Elisa se encuentra también esparcido por la geografía de la República Argentina. Un nombre que se ha desarrollado como una rama vigorosa de un tronco muy poderoso. ELISA DE TIRO También conocida como Dido, Elisa de Tiro es la fundadora y la primera reina de la antigua ciudad de Cartago, situada en la costa septentrional de África, cerca de Túnez, en el año 800 a.C. Era hija del rey de Tiro, Belo, también conocido como Mutuo. Hermana de Pigmalión y Ana, llega desde su tierra fenicia en busca de tierras. Quisieron arreglar su matrimonio con el rey de Libia, Ésta descontenta prefirió arrojarse en una pira antes que tener que casarse. Anuncia la grandeza de Roma y las luchas entre cartagineses y romanos. Pigmalión obligó a su hermana Elisa a casarse con Siqueo (sacerdote del templo de Melkart en Tiro) porque codiciaba sus tesoros. Sin querer a Siqueo se casó y cuando vio que el matrimonio era por conveniencia de su hermano, Elisa averiguó dónde estaban escondidos los tesoros pero no le dijo la verdad a su hermano. Esa misma noche, Pigmalión mandó unos sicarios a matar a Siqueo. Elisa vio a su marido asesinado y corrió a desenterrar el tesoro del jardín. Con él en su poder, huyó de Tiro llevándose a su hermana Ana y un séquito de doncellas, ayudada por amigos de Siqueo. Llegó a África y pidió hospitalidad y un trozo de tierra para instalarse en ella con su séquito. Elisa, para que la piel abarcara la máxima tierra posible hizo cortar la piel a finas tiras y así consiguió un extenso trozo de tierra. El rey Jarbas le dijo que le daba tanta tierra como pudiera ser abarcada por una piel de buey. Tras esto, hizo construir una fortaleza llamada Birsa, que más tarde se convirtió en la ciudad de Cartago. Recibió de los indígenas el nombre de Dido. Hay dos versiones de su muerte. En la clásica hunde un puñal en su pecho por no querer casarse con el rey Jarbas y la segunda es la que aparece en la Eneida de Virgilio, en la que Eneas llega a Cartago y Elisa se enamora siendo correspondido su amor hasta que Eneas es llamado por Júpiter para fundar un nuevo pueblo y tiene que partir. También termina suicidándose, clavándose la espada de Eneas ante la partida o traición de él. Por eso es conocida, principalmente, por el relato incluido en la Eneida del poeta romano Virgilio. Tras su muerte fue venerada como una diosa. DIDO, REINA DE CARTAGO Cartago fue en la antigüedad una próspera ciudad y una verdadera potencia de su tiempo que se enfrentó a la gran Roma en las conocidas como “guerras púnicas”. El origen de Cartago hay que buscarlo en un grupo de fenicios, que procedentes de Tiro, llegaron al norte de África y fundaron una nueva ciudad aproximadamente en el siglo XIIIº a.C. con el nombre de Qart Hadast. La historia de su fundación ha estado durante casi tres mil años envuelta en leyendas. Varios de estos mitos han sobrevivido y llegado a nuestros días a través de la literatura griega y latina. Según estas leyendas; la ciudad de Cartago fue fundada por la reina Dido (Elisa o Elissar) quien salió de Tiro huyendo del asesino de su esposo, su hermano menor, Pigmalión, que quería a toda costa, convertirse en el nuevo rey de Tiro. Dido con su exilio habría evitado que su pueblo llegara a una inevitable guerra civil. LA REINA DE CARTAGO LLEGA A UNA PLAYA ARENOSA –¿Es cierto que tu madre fue una de las muchachas raptadas? – pregunta mi nuera a Amneris. La anciana está todavía con el bastón en alto, señalando sobre el tapiz tejido por ella misma la escena del rapto. Sobre un mar ondulado, sin peligro aparente, se ve la flota de la reina Dido. En una de sus naves se agrupan muchas figuras con los brazos alzados en dirección al cielo. Un punto negro simula las bocas abiertas, como si estuviesen gritando. La gente que llena la plazuela del granado se ha quedado en silencio. Todo el mundo en Cartago había oído hablar del robo de las mujeres en la isla de Chipre. ¿Y quién ignora que casos como ese suceden con frecuencia? Sin embargo, Amneris le ha dado un nuevo significado. No se trata de un cuento ni de una fábula: las muchachas están ahí, gritan y tienen miedo; son de carne y hueso; piensan, ríen y sufren como cualquier mujer que hayamos conocido. Esto es lo que a mí me gustaría conseguir al contar la historia de Dido: hacer comprender que fue real. Y dolorosa. –Sí, mi madre fue una de ellas –responde Amneris –y te aseguro que peleó con todas sus fuerzas. De haber sabido nadar, se habría arrojado al agua. Y a pesar de todo, ella se sentía orgullosa de haber participado en la fundación de esta ciudad. Dido les prometió que sólo las casaría con el hombre que cada una de ellas eligiera, y lo cumplió. Mi madre llegó a ser muy adicta a la reina, ¿verdad Imilce? –Es bellísima esta costa –dice la noble Diana a la reina Dido, contemplando el paisaje que se extiende ante ellas. Todas las damas del barco se han agrupado en torno a la reina y entre las más jóvenes hay mucha excitación. Están muy cerca de una punta de tierra que se retrae a ambos lados formando dos bahías. El mar es de color azul intenso y tras él se ve la arena dorada y una franja de verdor. –Éste es el lugar del que te he hablado, mi reina –dice Igres. –Aunque desde aquí no se aprecia demasiado, es una península, lo que la hace muy interesante para ubicar una ciudad: es fácil de defender por tierra, y tiene dos buenas bahías. La del oeste es muy adecuada para desembarcar. Dido asiente con la cabeza. Tiene un nudo en la garganta. Han viajado durante tanto tiempo por el mar, que la vista de la tierra la emociona. Y más todavía ésta que podría llegar a ser la suya. ¡Ojalá pueda ver cumplido su sueño de fundar una ciudad! De pronto, siente una intensa alegría que la arranca de su quietud. Se vuelve hacia sus acompañantes y comienza a dar órdenes: al timonel Amílcar para que aproxime la nave a tierra; a Acus para que avise al resto de la flota y prepare el desembarco; a sus damas y amigas las insta a preparar sus cosas. Por un instante, su mirada se cruza con la de Barce. La nodriza ha envejecido mucho en estos años de penurias, pero le brillan los ojos y sonríe. En la nave, todo es actividad. Apenas la quilla toca la arena del fondo, los pasajeros bajan de la nave metiendo los pies en el agua. Su transparencia y frescura arrancan gritos de alegría, insuflan deseos de correr y saltar. –¡Imilce…! – grita la anciana Barce a su nieta, quien ha sido una de las primeras en bajar y cae de bruces en el suelo. La niña, con los brazos y las piernas llenos de arena, se tumba boca arriba y se ríe. No ha sido la única en caer. Todos se sienten torpes en tierra firme, acostumbrados al constante movimiento del mar. También la reina extiende sus brazos a los lados para guardar mejor el equilibrio. Mira esa playa, amplia y acogedora, y siente que ha encontrado su hogar. –¡Cuidado señora! – grita Ula. Está al lado de la reina y ha visto moverse algo junto a sus pies. Un pequeño montículo de arena se levanta y comienza a andar. –¡Es un cangrejo! –Buen presagio –se apresura a declarar la adivina Morgana. –Lo normal hubiera sido que te mordiera con sus pinzas, mi reina, porque lo has molestado. Y, en cambio, ¡míralo caminar playa adentro…! El grupo se acerca a la arboleda y respira hondo. Es hermoso llenarse los pulmones del olor a pino, a hierbas desconocidas, a tierra. El resto de las naves ha llegado ya a la orilla y todo el mundo está desembarcando. Aunque tienen provisiones, mientras unos varan y descargan las naves, otros organizan una partida de caza, estimulados por el deseo de comer carne fresca. La hermana de Dido, junto con las demás jóvenes y los animales, corretean por la playa y se llaman a gritos. Hoy no es día de estudio ni de disciplina, sino de disfrutar de un lugar tan hermoso. Luego se internan en la arboleda persiguiéndose unas a otras. Al poco tiempo, las muchachas regresan del bosque seguidas por un extraño, un hombre vestido con túnica corta. Tiene el cabello muy rizado y oscuro y la barba le llega al pecho. No es fácil calcular su edad. Con gran alboroto lo conducen ante la reina. –Mi nombre es Calibán –responde cuando la reina Dido le pregunta –y sirvo a Yarbas, rey de los libios. –¿Y cómo es que estás aquí? No parece haber ninguna ciudad en las proximidades. –Desde luego que no, señora. A los libios no les gusta vivir tan cerca de la costa. Vivo en una cabaña entre esos árboles. Y lo hago por encargo del rey, para vigilar la llegada de extraños a la playa. –Vengo con la intención de fundar aquí una ciudad – responde Dido. –Una empresa difícil, señora reina, porque a Yarbas no le gustan nada los extranjeros. Vete buscando otro sitio. –¿Está muy lejos su ciudad? –pregunta Dido, sin prestar atención a la advertencia. –A dos días de camino, yendo a pie. Sin embargo, has tenido suerte. O lo contrario, aún no lo sé, porque el rey tiene muy mal genio. Yarbas se encuentra con un grupo de amigos cazando cerca de aquí. –¿Puedes avisarle? Dile que la reina Dido se sentiría muy honrada si aceptase sentarse a su mesa esta tarde. –Puedo hacerlo, señora. Aunque sin garantizar el resultado. Podría ser que enviase a sus hombres contra ti. Yarbas es muy celoso de sus posesiones. Aunque quizá ya sea tarde – añade el hombre al oír a sus espaldas el sonido de un cuerno de caza y el relinchar furioso de unos caballos. Cuando Eneas el troyano arribó a las costas de Cartago, la reina Dido era ya una mujer tan rica y poderosa que podía afirmar que lo tenía todo, excepto el amor que encontraría entre los brazos de aquel joven náufrago desnudo y derrotado, doblemente vencido. También ella se había visto obligada a huir de su patria antes de levantar una leyenda sin más ejércitos que su propio ingenio. El rey númida al que había pedido permiso para construir una nueva ciudad creyó estar riéndose de aquella adolescente, una arruinada princesa fenicia, al ofrecerle, burlón, una piel de vaca para delimitar los límites de su imperio. Pero ella ordenó cortarla en tiras finísimas que, unidas entre sí, abarcaron un espacio suficiente para fundar uno de los puertos más pujantes del Mediterráneo. Tal vez porque le recordaba la dureza de sus propios comienzos, Dido se enamoró sin remedio del recién llegado, y lo mimó y potegió hasta inspirar en él una ambición semejante a la que ella misma concibiera una vez. Así, al amanecer de un mal día, Eneas abandonó Cartago para fundar Roma, y Dido se arrojó al mar desde el punto más alto de sus murallas antes de que las velas del barco de su amado se perdieran en el horizonte. Pero antes, noche tras noche, el héroe troyano se deslizó en el lecho de la heroína cartaginesa para nombrarla con un secreto, una palabra íntima, privada, capaz de definir precisamente la complejísima sintaxis de un territorio inferior. Cuando nadie podía escucharles, Eneas no llamaba a la reina de Cartago Dido, sino Elisa, que en lengua fenicia significa cielo claro, sin nubes (...)
Posted on: Wed, 04 Dec 2013 23:22:34 +0000

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