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ADIÓS, BUENAS TARDES (Carta abierta del Director de La Gaceta a David Camerón) "Amigo David, si yo aceptase que la soberanía siguiera siendo británica, no sería mejor que un socialista, y le juro que lo soy". Cuando David Cameron aterrizó en Madrid a finales de septiembre, se giró hacia Graig Oliver, su jefe de prensa, y le susurró: “Oh, Graig; esto es horrible. Tengo un resfriado espantoso y España siempre me ha parecido un lugar desagradable gobernado por gente desagradable”. Oliver le contempló con extrañeza, pero enseguida compuso una mueca comprensiva y susurró: “Claro, señor, pero no se lo diga a Clegg” (Nick Clegg, líder los liberales británicos, casado con una española). Cameron sonrió de vuelta: “Sí, mejor no se lo digamos a Clegg”. Cuando el premier bajó la escalerilla del avión, entrevió que la frialdad era mutua, incluso durante un instante creyó ver que un soldado de la Escuadrilla de Honores formado junto al avión le sacaba la lengua en un gesto de burla. “Oliver, aquel soldado me ha sacado la lengua”. Graig Oliver asintió sin saber qué responder. “Malditos españoles, señor”. Junto a Cameron viajaban el viceprimer ministro Clegg, su jefe de Gabinete, el secretario de prensa, el equipo de Relaciones Mediterráneas del Foreign Office, el secretario de Estado para Asuntos Exteriores, William Hague, y el embajador británico, Giles Paxman. Ninguno de ellos sabía cuándo, pero estaba claro que en algún momento, en algún brindis, alguien diría algo sobre Gibraltar, esa bendita roca cedida por los españoles a los británicos a perpetuidad, pero que en realidad estaba administrada por los descendientes de los judíos malteses traídos a paladas. En las últimas semanas, por el despacho de Cameron había pasado lo mejor de la diplomacia inglesa. Todos coincidían, entre amables digresiones y carraspeos, en una cosa: la soberanía de Reino Unido e Irlanda del Norte sobre el territorio era mucho más endeble que lo que un tratado de hace 300 años decía. Todos, mientras se levantaban y estrechaban la mano del premier, terminaban con una misma frase: “A fin de cuentas, estamos en el siglo XXI”. Una semana antes, William Hague había respondido con mucha más sinceridad de la que Cameron esperaba: “Verá, primer ministro, el asunto está en que lo de las Malvinas no se puede comparar a Gibraltar. Si Argentina se quedara con esas piedras, el precio político que tendría usted que pagar por aceptar a toda la población de las Malvinas, incluidas las ovejas, sería infinitamente inferior al problemón que supondría tener en Londres a 30.000 gibraltareños arruinados –incluido al histrión de Picardo–, después de haber perdido todos sus negocios ilícitos”. Desde el aeropuerto de Barajas, Cameron fue llevado hasta el Palacio del Pardo y tras un breve refrigerio y un rápido cambio de ropa, se preparó para asistir a la cena de gala en el Palacio de Oriente. A la segunda copa de Ribera, Cameron comenzó a tener una mejor comprensión de los españoles, pero eso duró lo justo hasta que el Rey de España levantó su copa y en voz alta, dijo: “En nuestras relaciones bilaterales, hay problemas históricos que necesitan ser resueltos”. Cameron levantó la copa y sonrió al presidente Rajoy, que le miró con cierta distancia y en un inglés macarrónico hizo un gesto circular con el índice y dijo: “Tumorrou güi tok abot dat, ¿eh?, tumorrou”. Cameron asintió. El maldito Ribera se había apoderado de él. Al día siguiente, un minuto antes de entrar al Palacio de La Moncloa, Graig Oliver le mostró una tableta electrónica a Cameron. “Señor, el presidente español acaba de decir que España, por supuesto, recuperará la soberanía sobre Gibraltar”. Cameron gruñó. “¿Ha dicho por supuesto?”. Oliver asintió: “Lo ha dicho, señor”. Cameron notó que le temblaba un párpado. “Malditos españoles”. Oliver asintió. “Eso no es lo peor, señor. El presidente Rajoy ha dicho que Londres no debería estar preocupada por Gibraltar, porque se tomarán medidas para garantizar su prosperidad y estabilidad”. Cameron gruñó hasta desalojar una flema de su garganta: “Malditos españoles; lo que están diciendo es que se sienten libres de tomar decisiones acerca de Gibraltar sin tomar en cuenta a Gran Bretaña; y además están dispuestos a comprar la complicidad de los gibraltareños. Les van a hacer de oro”. Oliver subió una ceja: “¿Más?”. Cameron cerró la tableta con un bufido: “Todos tenemos un precio, y los gibraltareños, varios”. La reunión con Rajoy resultó, incluso en el lenguaje lleno de circunloquios y eufemismos de la diplomacia británica, una reunión abrasiva. Rajoy miró a Cameron y en un perfecto español, aseguró que “España no puede dejar de reasumir la soberanía sobre la totalidad del territorio gibraltareño en 2025. Tras dicha recuperación, España adoptará políticas especiales para mantener la prosperidad de Gibraltar”. Cameron miró con frialdad a Rajoy. “Eso es un ultimátum y sabe que puedo rechazarlo”. El presidente Rajoy sonrió, forzado. “Como alternativa le ofrezco el camino de la conciliación”, Cameron se mantuvo serio: “El tratado es muy claro”. Rajoy replicó: “Los tratados pueden ser modificados”. Cameron negó con la cabeza. El presidente español arrastró los pies por la alfombra, irritado: “Señor primer ministro, amigo David, esto va a funcionar así: si yo aceptase que la soberanía siguiera siendo británica, no sería mejor que un socialista, y le juro que soy bastante mejor que un socialista. España debe retomar la soberanía sobre Gibraltar y espera que el Reino Unido coopere en la transición. Si no se llegase a un acuerdo aceptable para España en los dos próximos años, España anunciaría sus propias políticas para Gibraltar de manera unilateral. Adiós, buenas tardes”. Cameron salió airado de La Moncloa. Jamás habría pensado que los españoles osarían fijar una fecha límite para las negociaciones y el presidente Rajoy había hablado en unos términos mucho más contundentes de lo esperable en un español. El primer ministro se metió en el automóvil y miró a Oliver: “Maldita sea, Greg. Vamos a la embajada. Reúnete con los de Foreign Office y redactad un comunicado”. Oliver dudó mientras Cameron se tapaba la cara con las manos y estornudaba. “Maldito resfriado. Que el comunicado diga que hemos mantenido conversaciones de gran alcance en un ambiente amistoso para el futuro de Gibraltar y que estamos de acuerdo en entrar en negociaciones diplomáticas para asegurar la prosperidad de Gibraltar... pero encárgate de que no se mencione la soberanía”. Una hora después, los dos comunicados se cruzaron. El británico, en aquellos términos, los menos claros posibles. El español, en una sola frase categórica: “ La posición del Gobierno español sobre la recuperación de todo el territorio de Gibraltar, incluido el usurpado al margen de la legalidad, es inequívoco”. “¡Maldita sea!” –aulló Cameron. Greg Oliver bajó la cabeza. “Perdemos Gibraltar”. Cameron se volvió hacia su jefe de prensa, estornudó de nuevo, y dijo: “Pero que parezca una graciosa concesión, ¿entendido?”. *Esto es una historia verdadera y sólo he cambiado los nombres. Ocurrió entre el 22 y el 24 de septiembre de 1982 en Pekín, cuando Margaret Thatcher viajó a China y se reunió con el presidente Zhao Ziyang sin saber lo que le esperaba. Quince años después, en 1997, Hong Kong dejó de ser una colonia británica.
Posted on: Sun, 25 Aug 2013 09:51:55 +0000

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