AZUCENA El verano tocaba a su fin. Los árboles del valle - TopicsExpress



          

AZUCENA El verano tocaba a su fin. Los árboles del valle comenzaban a tejer su alfombra de hojas, el paisaje se doraba, los rebaños renovaban su abrigo, el Ebro volvía a rugir y al atardecer bajaban de la sierra las primeras brisas anunciado el invierno. Para despedir a los jóvenes que tras las vacaciones veraniegas en el pueblo, volvían a trabajar a la ciudad de la Ría, el nuevo cura había organizado una merienda con baile en el salón social del Concejo, pero como se ofrecía comida y bebida gratis, se había apuntado medio pueblo. También había invitado a chicos y chicas de Garoña, Tobalinilla, San Martín de Don y otros pueblos y aldeas vecinas, pues en la pequeña Villa de Orbañanos, con un censo de ochenta vecinos, jóvenes, lo que se dice jóvenes que vivieran todo el año, no pasaban de media docena y la mayoría eran chicos viejos. Ante aquella insuficiente presencia juvenil, el cura había permitido la entrada de algunos zagales, que como Felipe, apenas rondaban los catorce. Si alguien no hacía algo, solía comentar su madre, en dos o tres años, todos desfilarían hacia la ciudad y en el valle solo quedarían los viejos. Vio a la Josefa, la Pelirroja, que debía andar bordeando los veinte y que a falta de más oferta femenina de calidad, era el oculto objeto de deseo de todos los machos del pueblo. Notable ejemplo castellano de mixtura de razas, la Josefa era una hembra de mediana altura, que quitaba el hipo a cualquiera. Un poco entradita en carnes (como entonces gustaban las mujeres) de una exhuberancia agitanada, tenía un rostro redondo, como su cuerpo, donde resplandecían como tizones unos grandes ojos negros, a los que no había macho que aguantara la mirada, unos labios carnosos que eran una provocadora promesa, unas hermosas tetas duras como piedras, y un generoso pandero bien asentado en unas piernas perfectamente torneadas, que con su bamboleante caminar, hacían volver los ojos a todo el personal. Con ella soñaban los solteros y los casados, los novios y los amantes, el cura, el médico, el cabo de la Guardia Civil, Don Benavides el alcalde, su mujer María Rosa, que era lesbiana y no lo sabía, Valentín, el tonto del pueblo del que se reían los jóvenes, pero al que en el fondo envidiaban por la entidad del badajo que le colgaba, la Paca y la Petra, las gemelas machorras hijas de Aniceta la sacristana y de padre desconocido (las malas lenguas decían que eran un calco del viejo cura) y todos los chavales del pueblo. Con ella soñaba también Felipe cuando descargaba en la Susi o cuando se la cascaba tumbado sobre las pajas del establo, con sus ojos perdidos en la grupa de la Cascabela, la vieja yegua torda de su difunto padre, que se aplicaba tanto en acarrear cosechas como en abrirle surcos a la tierra. Quizás por ello se ruborizaba cuando, con la caída de la tarde, volvía para guardar el rebaño en la cabreriza y la veía chachareando con las otras mujeres junto a la fuente de la plaza. Adornado con banderitas de colores y farolillos de papel de seda, el salón lucía espléndido. En el dintel de la entrada, un gran cartel daba la bienvenida a los visitantes. Sobre una larga mesa situada contra la pared y cubierta con manteles de cuadros rojos y negros, había fuentes con tortillas de patatas, chorizos fritos, morcillas asadas, nueces, avellanas y torrijas. En otra mesa, unas tinajas de loza rebosantes de tinto, acompañadas con torres de vasos y un cacillo para servir, se ofrecían generosas a los asistentes. Las mozas, y las no tan mozas, en una larga fila de sillas frente a la entrada, charlaban aparentemente despreocupadas, esperando a que los hombres las sacaran a bailar. Las unas y los otros se lanzaban miradas por el rabillo del ojo, entre nerviosas sonrisas de complicidad. Animándose entre ellos, los mozos comían y bebían para derrotar la timidez y decidirse a cruzar aquel inmenso vacío que les separaba de las mujeres. Eran los prolegómenos del cortejo de pueblo, en el que solo la Josefa, con sus paseos de castigo se atrevía a romper, mariposeando por el salón entre los machos, ante la mirada reprobatoria del joven cura. – ¡Hay que ver lo buena questá la jodía! – comentó Joaquín, el hijo del alcalde, a los de su grupo, y todos con la boca abierta cabecearon sin soltar palabra ratificando el comentario. Los mozos ambicionaban marcarse un pasodoble o con suerte un tango o una balada lenta, de aquellas cuya letra nadie entendía (ni puta falta que hacía) y con el ánimo levantado por el morapio, arrimarse a una moza que se diera bien, para sentir sus melones y restregarle contra las piernas el rabo bien tieso, en cuanto la pista se llenara de personal y el curilla (en opinión de algunos menos moderno de lo que se decía) se descuidara en la vigilancia. Consciente de su edad y de su escaso atractivo, Felipe no confiaba en la posibilidad de gozar de los placeres del baile agarrao. Aspiraba, todo lo más, a una buena merienda, y quizás, a algún tímido roce, que fingiría casual, cuando pasara, haciéndose el longui junto a La Josefa. Pero por si acaso se había lavado de pies a cabeza en el barreño del patio, restregándose con un estropajo nuevo y una pastilla de jabón Lagarto hasta casi arrancarse la piel. Si quería ir al salón parroquial, le había advertido su madre, debía quitarse antes aquel olor a cabra. Con un pantalón de pana heredado de su difunto padre, que madre le había arreglado con no demasiado éxito, una camisa blanca remendada pero bien planchada, reservada para las ocasiones señaladas, las alpargatas que usaba los domingos para recorrer los últimos metros antes de entrar en la iglesia y un interior de felpa bajo la camisa (no tenía chaqueta y el olor de la pelliza de pastor habría echado para atrás a cualquiera) se fue al salón social aguantando a pecho firme el relente del anochecer. Cuando entró, se deslizó discretamente contra la pared buscando una posición donde pasar inadvertido. Pla encontró al amparo de en un puntal de madera que soportaba la cubierta, justo detrás de la gran estufa de fundición, negra y barriguda, que echaba chispas como una condenada. Sobre ella había una lata con castañas, que la gente cogía al llegar para templarse las manos y comérselas calentitas, acompañadas con un vaso de tinto peleón para entonar el cuerpo. En ocasiones como aquella, Felipe se limitaba a observar, ensimismado en sus pensamientos. No estaba habituado a beber. Su madre solo le permitía un vasito en la comida de los domingos, pero el frío le animó a tomarse unos cacillos, y enseguida se sintió mejor, más seguro y fue abandonando el recelo con el que había llegado. Cuando el vino le fue haciendo efecto, se sintió un poco mareado. Mirando a la gente sin fijar la mirada, notaba que la vista se le nublaba. Y de pronto el escenario del local social cambió. Los mozos se transformaron en un rebaño de asnos mudos que hacían todo tipo de gestos incoherentes, y a las mozas en un hato de cabras intrigantes que cuchicheaban entre sí. Un cabrón negro con faldas iba de grupo en grupo dando indicaciones aquí y allá, mientras una cabra pelirroja brillaba en sus idas y venidas, como una reina inalcanzable entre los asnos babeantes y sus envidiosas compañeras. En unos momentos, el salón se puso a rebosar, los asnos no paraban de fumar y el ambiente se cargó tanto, que parecía como si la niebla del río hubiera trepado por el valle hasta invadir el salón. Felipe no había visto tanto animal junto, desde una vez que acompañó a su padre a una feria de ganado en Trespaderne. Lo menos había cien bestias. A pesar del frío, el cabrón mandó abrir los portones que daban a la era y algunos asnos y cabras, con sus vasos en la mano, se esparcieron por la explanada como en una verbena de verano. El único inconveniente era la temperatura, pero seguro que subiría en cuanto las tinajas estuviesen por la mitad y arrancara el primer pasodoble con el que se abría el baile. Felipe estaba acostumbrado a que , por su humilde oficio y el olor a cabra que, como una sombra le acompañaba, los mozos del pueblo le convirtieran en objeto de bromas y chanzas. Pero en aquella ocasión, los burros, entretenidos con las cabras, parecían haberse olvidado de él. Cuando el gramófono arrancó, el Joaquín y la Josefa abrieron el baile y a continuación, todos les siguieron. A la altura de la tercera pieza, sintió la cabeza un poco mareada y salió a tomar el aire. Poco a poco los burros y las cabras volvieron a ser los mozos y las mozas del pueblo. Un poco recuperado, volvió a entrar y se puso a deambular entre los bailarines con la esperanza de sacar el valor suficiente para encararse con la Josefa, en cuanto alguno la soltara y antes que otro la cogiera. Y en ésas estaba, cuando chocó con alguien que murmuró “perdón”, con una vocecita tan suave y dulce, que pesar de lo alta que estaba la música en el gramófono, le hizo estremecerse en su ensimismamiento. Pensó que de nuevo el vino, le hacía ver visiones. Aquella chica de trenzas rubias y lacitos azules que tenía enfrente, era quien le había hablado. Admirándola, se quedó paralizado. Tenía los ojos verdes y la nariz roja por el frío. Bajo un abrigo azul marino que le quedaba corto, asomaban unas piernas delgaditas, cubiertas hasta los tobillos con calcetines blancos de perlé. Llevaba unos zapatos también azules, de aquellos que llamaban “merceditas” y que le parecieron de muñeca. Sintió… ¿cómo decirlo?… algo así como un revoloteo de mariposas en las tripas. No debía de tener más de doce años… y era….era…preciosa. – ¿Y tú quién eres?– se atrevió a preguntar. – Me llamo Azucena…soy la nieta de la tía Nicasia… he venido a pasar las vacaciones al pueblo, porque el médico dice que este clima, le sienta bien a mis bronquios… pero la semana que viene ya me vuelvo… ¡empieza a hacer frío y además empieza el cole!... ¿y tú cómo te llamas?... – ¿Yo?...Felipe, y… – dudó… pero lo soltó – soy el pastor del pueblo... – Pues no tienes pinta de pastor… – ¿No?... pues ¿cómo son para ti los pastores?… – No sé, supongo que más sucios y más brutos…o sea que pastor ¿eh…? – Pues sí…y además me gusta mi oficio – contestó un poco a la defensiva. – Chico no te pongas brusco, si ser pastor no es nada malo, y además a mí las ovejitas me gustan mucho... claro, así que no te he visto antes en todas las vacaciones… supongo que te pasarás el día en el monte con tu rebaño ¿no?... – Sí… toda la semana, menos el domingo….y no tengo ovejas sino cabras… ¡y además sí que me has visto! – continuó farruco – y yo a ti también, cuando ibas al río a bañarte… tú eras la pequeñaja que usaba bañador... – ¿Cómo que la pequeñaja…y que es eso de que usaba bañador?... ¿con qué iba a bañarme sino?– contestó ella con fingida indignación, esperando parar su hosquedad. – Chica… no sé… es que por aquí eso del bañador…en fin que no está muy visto… y la verdad… pues… es un poco cosa de remilgaos… llama la atención…. – Peor sería que me bañara desnuda ¿no?... – Pues no sé… – ¡Cómo que no sabes!… ¡pero quién te crees que soy yo! – contestó ella un poco enfadada. – ¡No te pongas así, que tampoco es eso!... es que por aquí, todos nos bañamos en pelotas o to lo más en calzoncillos y las chicas en combinación… – Además, me da igual lo que pienses… y me voy junto a la estufa que me estoy quedando congelada... Entonces él, siguiéndola como un cordero degollado, se atrevió a decir. – ¿Oye, quieres bailar…? – No… ya te he dicho que me voy adentro… además… ¿por qué iba a bailar contigo, si te parezco una pequeñaja y una remilgada solo porque uso bañador?... – Que no… oye…que no… perdona… que yo solo te cuento lo que dicen… que a mí me parece muy bien que uses bañador… y además, yo te miraba por detrás de los juncos… aunque la verdad es que miraba por mirar, porque entonces eras tan poquita cosa… más que nada era la curiosidad por lo del bañador… pero ahora… – ¡Jo!... cada vez lo estropeas más… así que soy poquita cosa ¿eh?... ¿es que tú te crees que eres el Gary Cooper ese o qué?... – Que no, que no… yo he dicho que antes eras poquita cosa…pero ahora…– y sin conseguir explicarse, exclamó para sí mismo – ¡joder!… ¡ya la he mangao!… – ¿Pero qué dices?, encima me insultas… – Que no, que no… de verdad, que no he dicho nada – intentaba arreglarlo – solo quería decir que… y entre dientes barruntó…en fin, es mejor que me calle… la he cagao… – y terminó por enmudecer, derrotado por su propia incapacidad para explicarse, a la vez que Azucena se marchaba enfadada dejándolo por imposible. Aquel verano no la volvió a ver. En las fiestas patronales de San Mamés del agosto siguiente, el Concejo había echado la casa por la ventana contratando para la verbena una orquestina con cantante, que según ponía en la batería se llamaba “Héroes del Blues”. En la era del centro social se había instalado una tarima de madera, decorada con banderitas y bombillas de colores. Todo el mundo estaba alborotado e iba de aquí para allá, hablando en alto, gritando, riendo, comiendo, bebiendo y haciendo bromas. En una esquina, recostado contra un árbol, Felipe observaba sin significarse. Llevaba el mismo pantalón, la misma camisa y las mismas alpargatas que en el baile del salón social del año anterior. Con el fin de eliminar su olor a cabra, se había rociado abundantemente con una colonia comprada con sus ahorros a un vendedor ambulante que había pasado por el pueblo hacía un par de meses. Cuando los Héroes del Blues comenzaron a tocar “La Chica Ye, Ye”, inició un paseo entre la gente con la esperanza de encontrar de nuevo a Azucena, si es que aquel verano había vuelto de vacaciones. .. pero… ¡paradojas de la vida!, con quien se tropezó fue con la Josefa, que sin darle opción, le agarró por banda para marcarse un arrimao. – Cuánto has crecido Felipín – le soltó la Pelirroja – estás hecho todo un mozo... ya no me miras como antes, cuando te cruzabas conmigo ¿eh?... ¿no será que te estás volviendo maricón de tanto tirarte a las cabras?... Y así, dejándose llevar por La Josefa, que se pegaba a él como una sanguijuela, vio entre la gente, a lo lejos, a Azucena, con sus trenzas rubias como el trigo recién segado y la mirada verde de las aguas del pantano… y de nuevo las tripas se le llenaron de mariposas. Llevaba un vestido estampado de flores azules y blancas con una rebeca azul y seguía tan delgadita como la primera vez que la vio, aunque más alta y con la piel más dorada. Se dijo a sí mismo: – Qué guapa está, ha debido tomar el sol en bañador… De un empujón que la cogió desprevenida, se desembarazó de La Josefa que se quedó echando pestes y se fue directo hacia ella. La tomó de la mano, la apartó del baile y sin decir palabra, fueron ante un fotógrafo de aquellos de trípode que hacían retratos en las fiestas de los pueblos. Ella en silencio, le dejaba hacer. Se retrataron juntos y él le regaló la foto. Después, un poco apartados, bailaron hasta entrada la noche con la ingenuidad y el recato de unos niños. Se miraban sin descanso, hipnotizados el uno por el otro, sin cruzar más de tres ó cuatro palabras en toda la noche. Cerca de las diez, Felipe, caballeroso, la acompañó hasta la casa de su tía, que estaba en las afueras del pueblo, más allá de los pajares, y allí, en el portal, antes de despedirse, hicieron un pacto de amor. Con el alfiler del pelo con el que ella sujetaba una flor de tela blanca, se pincharon el dedo pulgar de su mano derecha mezclando sus sangres y se juraron que aquel pacto nadie ni nada podría destruirlo jamás. Chutando piedras y silbando de felicidad volvía hacia su casa, cuando al pasar junto a los pajares, escuchó aullar a los perros. Su abuela solía decir que, cuando aullaban, era porque un alma en pena andaba rondando, y aunque Felipe no era miedoso ni supersticioso, se arrimó por si acaso al abrigo del dintel de la puerta de un pajar hasta que los perros callaran. De pronto la puerta se abrió y una mano invisible surgiendo de la oscuridad, le atenazó de un brazo y tiró con fuerza de él hacia dentro hasta acabar cayendo sobre un montón de paja. Bruscamente la puerta se cerró con un chirrido escalofriante. Con el susto en el cuerpo, mudo de terror, oyó una voz que surgía desde el peso de las sombras: – ¿Es que te has vuelto maricón o qué? El fuego de un pitillo brillaba en la oscuridad. Era de nuevo la Pelirroja con una boquilla de un palmo, que es como decían que fumaban las madames en Francia. Y sin saber cómo, se encontró atrapado por la moza que lo tumbó y se sentó a horcajadas sobre él sujetándole con las piernas. Entonces la Josefa, sin parar de decirle obscenidades, se desabrochó la blusa dejando al aire unos pechos turgentes, a los que no cubría ningún sujetador y tomando las manos de Felipe se las restregó por ellos, entreteniéndose en los pezones que se endurecían casi tanto como su pene. – ¿Cómo se empitonan eh? – le susurró provocadora al oído mientras le masajeaba sin miramientos la entrepierna. – Déjame por favor – suplicó él sin mucho convencimiento – ¡déjame puta, más que puta! Pero a pesar de las protestas y súplicas para que le permitiera marchar, le temblaban las rodillas y el cuerpo se le iba por su cuenta dejándose hacer. Sin saber cómo, aquellos hermosos pitones acabaron en su boca y totalmente encelado comenzó a succionarlos con fruición. – ¡Chupa cabrón, chupa, que lo mismo sacas leche!… ¿Te gusta eh? – seguía susurrando la Josefa mientras le abría la bragueta y le sacaba afuera una picha más tiesa que una lima, a la vez que se la movía y le masajeaba los huevos. – ¡Que hermosura! – exclamó la pelirroja – ¡menuda tranca tienes Felipín!… ¡quién lo iba a decir!... ¡qué maravilla! Sin que pudiera reaccionar, la Josefa mostrando un avezado dominio del tema, se escurrió hacia abajo y se metió la picha en la boca, mamándosela como una posesa. Felipe desbordado, por aquel placer hasta entonces desconocido, se decía a sí mismo: – Esto no es como con la Susi… no es como con la Susi… La Josefa dejó de mamar, se levantó la falda, bajó sus bragas y abriéndose de piernas se volvió a subir sobre él, mostrando ante sus ojos un abundante y poblado vellón rojizo, que babeaba anhelante de deseo. Entonces lo acercó a su cara, para que él pasara y repasara varias veces la lengua por su llaga, mientras ella le seguía excitando con la polla en la mano. – La tienes como un burro… ¡qué maravilla!... ¡qué grande y qué gorda cabronazo! … ¡no te corras… todavía no, cacho cabrón! – exigió ella gimiendo de placer, a la vez que, como si fuera un muñeco, le daba la vuelta para ponerse debajo. ¡Mete!…¡mete!...¡penétrame!...¡dale…dale…cabrón!...¡ahora!.......¡fóllameeee!...¡jódemeeee!...¡rómpemeeeee!....¡tírame de los pelooooss¡…dame tu lecheeee!......¡fóllame hijoputaaaaa! – exclamaba entre gritos y jadeos que debían oírse hasta en los picos de la sierra, a la vez que moviéndose entre espasmos como un reptil, le enganchaba con las piernas, le agarraba las nalgas apretándole contra ella y le clavaba las uñas en la espalda hasta hacerle sangre. Y el animal inexperto que Felipe llevaba dentro, recordó lo que no sabía que sabía, y con una fuerte embestida la penetró, haciendo que La Pelirroja aullara de placer como una loba encelada, mientras él, mugiendo como un toro, se corría, vaciando en ella toda su adolescencia contenida. Entonces descubrió en ella un nuevo rostro que le dio miedo. Se había transformado. Parecía una iluminada. La boca entreabierta, como una herida donde se movía una serpiente ansiosa, los ojos turbios, perdidos en algún lugar desconocido, las cejas apretadas con una arruga pronunciada en el entrecejo… se dijo: – Es una bruja – y de un salto se incorporó sin dejar de mirarla. Acabado aquel polvo salvaje, cuando Felipe todavía desconcertado y un poco mareado se subía los pantalones ante la mirada burlona de La Pelirroja, que despatarrada y medio desnuda sobre las pajas, disfrutaba del sopor del momento encendiendo un pitillo, vio en la puerta entreabierta del pajar, a una Azucena desbordada en lágrimas con una foto en la mano. Quiso correr hacia ella, pero sus piernas no le obedecieron. Intentó decir algo, pero aunque movía los labios las palabras no le brotaban de la boca. Petrificado de sorpresa y vergüenza, vio como Azucena se alejaba desvaneciéndose en la oscuridad de la noche.
Posted on: Tue, 25 Jun 2013 20:22:15 +0000

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