Actuar fuera de los límites previsibles para mantener el orden se - TopicsExpress



          

Actuar fuera de los límites previsibles para mantener el orden se invierte en una contra función porque el terrorismo de Estado desordena la sociedad al irrespetar brutalmente los derechos humanos. El Estado terrorista necesita un ejército terrorista. Su carácter radica en que aplica el terror en nombre de verdades absolutas que lo justifican. ¿Por qué? Porque se enfrenta a un enemigo infiltrado en la sociedad, que actúa como agente de una conspiración internacional y que se propone con violencia convertir a la patria en satélite de otro país. Ese enemigo embozado, durante el tiempo de la Guerra Fría, fue el comunista y el anticomunismo fue la creencia, la ideología, la justificación para destruir al agente rojo. En el ámbito internacional, la Guerra Fría desde 1947 definió el conflicto entre el comunismo y el capitalismo como un encuentro mortal entre la URSS y los EE. UU., dos sistemas, dos formas de vida. Un inmenso aparato de propaganda, cuidadosamente sofisticado, creado por Estados Unidos/Europa durante tres décadas, fomentó el anti-comunismo, pero por simple negación no se ocupó de identificar bien y cómo era el comunista. En Guatemala, Ubico ya era anticomunista, Arévalo y Arbenz fueron acusados de comunistas, decenas de miles de ciudadanos, por sospechas, recelos, venganzas, fueron asesinados por ser percibidos como comunistas. Se trató de un enemigo indefinido, impreciso, genérico, que supuestamente empezó a actuar en los años treinta y creció en los años cincuenta. El agente infiltrado se multiplicó en los años setenta y ochenta y por eso hubo necesidad de matar, desaparecer, violar, combatir con toda la saña posible a más de 100 mil chapines vistos como enemigos. Es la defensa demencial de un ejército terrorista de la patria amenazada. La noción de peligro es aún más imprecisa. El antisemitismo, el islamismo, el anticomunismo necesitan siempre un ejército de fanáticos, fundamentados en la creencia en un valor absoluto que lo justifica todo. En una situación de guerra civil, lo que define el terrorismo (Kalyvas) es la violencia intencionalmente cometida contra los no combatientes, porque es parte de la lógica del combate debilitar socialmente a la otra parte. En Guatemala, la coherencia del fanatismo se convirtió en el trazado de una estrategia que habla de “quitar el agua al pez”; esa justificación se tradujo en números fatídicos: ¿50 mil? ¿100 mil? ¿150 mil? ¿Cuántos son suficientes para secar el hábitat del pez? El poder terrorista sostiene por definición que está moralmente justificado matar, destruir vidas inocentes. ¿Inocentes? Ya no lo son porque –antes o después– su culpabilidad se da por cierta. Eso pasa en la guerra política o ideológica como en Guatemala, en que la noción de la culpa es difícil de establecer porque es del orden de las ideas; no es que se prueba lo que se piensa, pero basta la sospecha de lo que se dice. Ello no ocurre en los conflictos étnicos o religiosos en donde “la culpa” es visible. La institucionalidad del terrorismo de Estado supone la disfuncionalidad del sistema judicial. En Guatemala, durante la guerra nunca funcionó el hábeas corpus, y durante cuatro décadas no hubo presos políticos, solo muertos. El guerrillero actúa al margen del orden establecido, rompe la legalidad cuando atenta con violencia contra el orden constitucional; un régimen democrático lo hubiera juzgado, y con pruebas lo condena o libera. Pero el poder terrorista actúa según la definición que el mismo elabora de su enemigo, que está por todos lados; el fanatismo aviva la imaginación y el odio. Los valores nacionales que solo se defienden con la muerte del otro. El lenguaje anticomunista (véanse los folletos de Avemilgua) está lleno de adjetivos, se habla indistintamente del subversivo, el traidor, insidioso y omnipresente, poderoso y pervertido. Cualquiera puede ser el enemigo, pues como se aplicó en Argentina: “primero matamos a los subversivos, luego a sus colaboradores, después a los simpatizantes, más tarde a los tibios y finalmente al indiferente” (Garzón Valdés)… el objetivo es crear terror. La distinción entre combatientes y no combatientes es puramente retórica. “Se subvierte así la noción de inocencia”. ¿Es suficiente la sospecha para calificar el delito? Normalmente es necesario el proceso judicial para identificar objetivamente las causas; si no hay juicio no hay delincuente, y lo que importa menos en este ambiente de miedo no es lo que se hace sino quién lo hace. “Se subvierte así la noción de culpa”. La criminalización de las conductas se apoya en el secreto de la detención-desaparición. Se oculta el proceso y al procesado; el clima de secreto es ilegal, no importa la prueba objetiva sino la que se obtiene mediante la tortura. No hay publicidad del proceso ni derecho a la defensa. “Es la subversión del proceso judicial”. Como resultado de lo anterior, el quid pro quo es la indefinición del enemigo, la imprecisión del delito, la inutilidad del expediente, es decir la ilegalidad total. Está probado que el castigo a víctimas inocentes aumenta la eficacia del terror. Durante los períodos del Estado Terrorista, con el anticomunismo como guía, la muerte fue un dato cotidiano; es la trivialización del horror como en tiempos del coronel Arana (36 meses con Estado-de-Sitio), y del general Lucas. El miedo para paralizar al otro. La intimidación para la inacción, para el silencio, para que triunfe la muerte.
Posted on: Thu, 11 Jul 2013 04:14:39 +0000

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