Al sur, luego de la avenida que circunda las secciones más viejas - TopicsExpress



          

Al sur, luego de la avenida que circunda las secciones más viejas de la ciudad, está la casona señorial que conseguí de una manera difícil de explicar. Aunque este palacio de madera no es un lugar sencillo de encontrar, yo ya me acostumbré. Es una propiedad amplia y poco cómoda, que estuvo abandonada. Sentía que domé a la bestia y que podía flotar hasta el techo y volver al piso, lo que equivalía a soñar con encauzar los errores añejos que me obligaron a vivir bajo el suelo en un tiempo no muy lejano. El ritmo de las cosas estaba como al comienzo de mis días y esa situación no era la ideal. El único aliciente era la plata que tenía guardada y no podía tocar. Quedaría en mí poder si realizaba las acciones con cuidado. Con cualquier movimiento me descubrirían y ya no sabía ni quiénes eran mis enemigos. Hallar la parte que nos falta a los hombres es una imagen que se proyecta y no encuentra una referencia en la realidad. La encrucijada artificial que fue tendida desde el country hasta acá, me permitió estar libre y pensar en nuevos proyectos para encarar negocios productivos. Para encontrar la superficie utilicé un sistema inmerso en el subsuelo, con trayectos saturados de confusiones, como si un espíritu bravo e ignorado se apoderara del laberinto. Nunca se sabe quién puede manipular las situaciones. En el aparato de Mario Eduardo suena The Vaccines y no terminan de convencerme. Creo que es una banda nueva de esas que le gustan a él y que parecen The Jam, Swell Maps o The Jesus and Mary Chain más eufóricos. Detengo la canción con el celular. Con el teléfono se pueden manejar las listas musicales y optar por los temas que cada uno quiera escuchar. El aparato hace todo, menos recibir llamadas y mensajes de textos; lo cual es muy positivo para mi estado de ánimo. Yo tengo sus cosas y él anda por ahí, navegando por un mundo similar a éste y carente de problemas. Vuelvo a tomar pastillas. Estas son nuevas y vienen de Rusia. Las famosas masticables ya me están gustando. El fingimiento sensato y la franqueza calculada con disfraces, que sustituyen los verdaderos objetivos. Eso extrañaba. No es interminable el número de las potenciales acciones que dispone una persona y una reiteración puede demostrar que el curso del tiempo no ocurre tal cual lo pensamos. A veces las cosas tienen un opuesto y yo me había convertido en mi propio alter ego; era un hippie y sólo me faltaban el bolso morral y las mostacillas para dar completamente con el combo. Aunque estaba en la ciudad, mi vida casi era la descripción exacta de una rutina rural. Hasta las gomas rusas me trasladaban a un lugar campestre, con toques más agrestes de los que tenía el sitio donde me encontraba. Se pueden comprar sin papeles y sin caja, y aunque se dilapidó su prestigio entre los fisicoculturistas generan euforia entre los usuarios. Todavía mantengo intactas dos botellas que equivalen – cada una – a 250 pastillas rusas de color rosa. Es un sacrificio conseguir el material y aunque el líquido puede inyectarse, se recomienda ingerirlo en forma oral. Desde Tailandia recibí el material, lo pagué fácilmente y nadie me preguntó el origen preciso del dinero, ni las causas por las qué decidí comprar las sustancias. En el mercado negro no hay trabas. Se pueden adquirir los artículos que se precisan, aunque el precio siempre fluctúa hacia arriba. Son unos días raros porque no tengo nada a mi nombre y prácticamente soy millonario. Mientras tomo las pastillas percibo que me estoy hinchando un poco, aunque no tanto como los que hacen pesas varios años. En algún prospecto leí que ayudan a quemar las grasas, para lo cual tendría que ejercitarme con aparatos. Entra algo de The Cramps en el equipo de sonido. Psicosis de rockabilly. Estoy pensando en hacerme un jopo con jabón Batey, y dejarme duros los pirinchos. El decorador que trabajó en la casa del country donde ya no vivo, acaba de irse de acá y me dejó un sofá componible que está revestido con un tejido que difícilmente congenie con otro artículo de la casa. Allí me encanta tirarme y descansar. El asiento rojo y la lámpara de hierro ajustable ya no están de moda y aunque tengan apenas unos años, podrían funcionar como antigüedades. Las presencias fantasmales de la casona que estoy ocupando y la alteración de los recuerdos, agregan oscuridad a mi presente. Las imágenes se enlazan y siento un quejido que viene de ningún lado. Un lamento. Occidente carga información ligada a la culpa y la ubica en los productos de entretenimiento cultural. Sólo se puede disfrutar sin cargo de conciencia cuando se cae en la lujuria del consumo desenfrenado. El contrapeso que tiene el deseo de reproducción es la tendencia a conservar la vida. Otras posesiones no hay. Mi palacio de madera combina varios estilos, y cuenta con una heladera que no tiene congelador y está funcionando hace 25 años. Fue de las últimas que se hicieron de su tipo. Reúne elementos góticos, aspectos orientales y una apariencia similar a las casas rusas de antaño. Fui a buscar una bebida a la heladera. Molestaba el ruido de la puerta y no mayor era el desagrado que producía el sonido de su motor. Una calcomanía roja con letras amarillas a punto de despegarse en uno de sus sectores e irreversiblemente adherida en otro, dice una cosa en inglés sobre la lucha de clases y el fin de la historia. La batalla entre los pobres y los otros se irá al limbo cuando el verdadero motor de la historia no tenga más lugar. ¿O nos quedaremos sin resolver nuestros problemas? Apago mi sed. ¿Qué tomo? Es agua fría sacada de un bidón y colocada en una jarra de vidrio que permite que el olor del refrigerador se impregne en el líquido transparente, dándole un nuevo sabor. Hay aroma a verdura podrida y a frutas frescas, aunque ninguna de las dos cosas está guardada en su interior. La libertad cotidiana no puede faltar mucho tiempo y su ausencia es difícil de disimular. Dudo entre sentarme en el sillón ultramoderno que contrasta con el resto del lugar o volver a abrir la heladera Moskva. En su interior hay una lata de carne Slava –los ojos que se encuentran dentro del contorno negro de la vaca me miran -y, extrañamente, sobre ella está apoyada una hoja de afeitar Neva. La saco y la llevo al botiquín del baño. Paso por una zona que se encuentra en penumbras. Mientras recorro la distancia que separa a un sector de otro, la madera cruje y pienso en comprarme una motosierra. A la hoja Neva la coloco junto al cepillo Tetebem, que ya está un poco arruinado y debería cambiarlo en el negocio que está por acá cerca. Entra el sol entre los dibujos del vitreaux que se encuentra en el descanso de la escalera y veo entre esos intersticios la nueva casa del frente. ¿Desde cuándo está? No lo sé. En la planta baja hay hormigón y pilares de metal. Alcancé a observar cómo salía una camioneta negra. Las ventanas, que no dejan comprobar lo que hay dentro, ocupan la construcción a lo ancho. Su construcción respeta las lógicas posibles y no hay nada que pueda etiquetarse como irracional. Hay movimientos entre los pilares y me ubico lejos del vidrio, no por el temor de que se rompa. Mi celular recibe un texto y me asusto. Tiemblo. Creí que estaban desactivadas las funciones que me conectaban con el exterior. - Importan más la técnica y el proceso de la elaboración de un producto. Tengo que tranquilizarme. Debe estar mal puesto en la agenda del teléfono el nombre del que me envió el mensaje. - ¿Cuándo comenzó la dictadura del espectador?
Posted on: Fri, 18 Oct 2013 20:00:09 +0000

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