Algunos folios de "Un grano de sal en la lengua del tiempo", otra - TopicsExpress



          

Algunos folios de "Un grano de sal en la lengua del tiempo", otra cosa que empecé hace algunos meses y que se quedó ahí, esperando. "Jimena nunca se planteó quedarse en Londres para siempre. Era una de esas mujeres que tienen su vida planificada desde que nacen. Sabía que aquello era temporal, lo justo para ganar reconocimiento en el banco y facilitar su vuelta a Madrid en un puesto de más brillo. Tenía lo que yo nunca tuve: una mentalidad estratégica. Como ganaba bastante dinero vivíamos sin problemas, aunque yo no contribuyera a la economía doméstica. Hacíamos escapadas a París, a Ámsterdam, recorrimos Escocia en coche, estuvimos en no sé cuántos castillos y casas de campo en las que jugábamos a enamorados de novela de Austen. Lo que hacen un hombre y una mujer cuando tienen dinero. Supongo que Jimena planteó una inversión conmigo. Pensaría que estaba patrocinando a un futuro escritor de éxito que le recompensaría con creces llegado el momento. No digo que no fuera romántica ni que no estuviera enamorada de mí, a su manera pienso que lo estaba. Me refiero a que las mujeres nunca hacen las cosas porque sí, y menos ella. Pasaban los meses y yo iba estando cada vez más atascado y más perdido. Mi ineptitud con la escritura iba derivando a una ineptitud más amplia y existencial que afectaba a mi relación con Jimena. Ella empezó a detectar serias inconsistencias en mi actitud, grumos de vacío y pereza que al principio intentaba esquivar haciendo la vista gorda pero que al final se convirtieron en una auténtica muralla entre ambos. Al final parecíamos dos compañeros de piso (uno rico y otro pobre) que follaban de vez en cuando, y tengo que decir que esos “de vez en cuando” se fueron estirando como un chicle gastado y sin sabor hasta que un día dejaron de existir. Quizá esa fecha coincidiera con una de mis escapadas nocturnas no notificadas de antemano. El italiano de las guitarras daba una fiesta en su casa y me invitó. Me dijo que viniera con Jimena, pero hacer vida social con ella era lo último que me apetecía, así que fui solo. Vivía en un almacén abandonado que habían reconvertido en loft comunitario. La casa estaba llena de japonesas que no hacían más que chupar naranjas. Luego supe que les inyectaban vodka con una jeringuilla. A las dos naranjas empecé a encontrarme más desinhibido e incluso me puse a contarle mi vida a una coreana de pelo teñido que no hacía más que reírse. De las naranjas pasé a la cerveza negra y luego a varios tiros de cocaína a los que me invitó el italiano, seguidos de medio éxtasis que me tomé como el que se toma una aspirina. La mezcla me hizo perder el conocimiento y me desperté a las seis horas, cuando la fiesta había acabado y solo estaba mi amigo italiano rascando una papelina para hacerse el último tiro. El suelo estaba pegajoso de restos de naranjas, cerveza y vino. Había colillas por todas partes y una densa nube de humo que me hizo recordar la tormenta que se formó en mi cabeza con todas aquellas drogas. El italiano me saludó teatralmente desde el otro lado de la habitación y me señaló el tiro que se estaba preparando. Decliné la oferta con un gesto automático con la mano y volví a tumbarme. La cabeza me estallaba. Así permanecí algo más de media hora, intentando encontrar un camino firme por el que volver a la realidad. Mi amigo tuvo la decencia de no poner ningún disco de Anthrax y sí el de una mujer que cantaba como si se fuese a morir en un rato. Por lo menos me sirvió para centrarme un poco. Supe que estaba amaneciendo por el tragaluz del techo. Aquel chorro de claridad me hizo pensar en las cosas que estaban sucediendo últimamente en mi vida. Si te digo que en ese momento vi la luz sería muy tramposo, Pollito; los dos sabemos que habitualmente no pasan esas cosas. Pero sí es verdad que esa luz me ayudó a pensar que mi vida no iba a ningún sitio con Jimena ni en esa ciudad en la que anochecía tan temprano, ni con los vagos e infructuosos intentos de convertirme en escritor. Tenía que mover algunas fichas, tomar las riendas, hacer esas cosas que hace la gente normal cuando ven que sus vidas se están yendo a paseo. Así que me levanté de un salto y sonreí. No sé lo que interpretaría el italiano en mi gesto, pero te diré que, después de meterse el tiro que se había preparado, vino hacia mí y me besó. No te hablo de un beso tímido, de esos que se rozan labio con labio y después no pasa nada. El tío me pegó un morreo largo y apasionado ante el que no tuve más remedio que apartarle de un empujón. Ahora, pasado el tiempo, me arrepiento de mi reacción. Le empujé con tanta fuerza que se cayó al suelo y casi se abre la cabeza con el pico de una mesa. Me quedé unos segundos sin saber que hacer. Estaba en el suelo, retorciéndose de dolor y sollozando. Me agaché y le dije si quería que le acompañase a ver a un médico. Me dijo que no me preocupara, pero me lo dijo si mirarme y con un hilo de voz que me dio a entender que tenía ganas de que me fuera. Abrí la boca y dije perdón. Sonó con esas voces grabadas de los aeropuertos y, por un momento, me vi empujado a repetirlo hasta que consiguiese una entonación creíble, pero no salió la palabra ni tuve fuerzas para sacarla a rastras de mi boca. Después cerré la puerta y dejé de verle para siempre. No me enorgullece lo que pasó ni mi reacción tan infantil. Quizá le podía haber dicho educadamente que no era gay sin necesidad de usar la fuerza, sin que mi empujón mostrara un rechazo desproporcionado a lo que simplemente pasó y que con el paso de las años veo ahora como una tontería de alguien que se ha drogado demasiado o que buscaba en ese gesto una demostración muy libre de amistad o de cariño o la necesidad de besar a un ser vivo para comprobar que seguía existiendo. Antes del beso no tenía nada que reprocharle. Fue generoso conmigo y en ningún momento me hizo sentir inferior. Me ofreció su compañía y yo le ofrecí la mía sin que ninguno de los dos exigiésemos el compromiso de una amistad futura. Salí de su casa y caminé un buen rato. No recordaba en qué zona de Londres me encontraba ni qué día de la semana era. Recorrí calles desiertas y otras que empezaban a llenarse de gente que salía de sus casas y besaba a sus parejas para ir a trabajar. Mientras andaba y les observaba, tenía la sensación de ser un extraño que se había colado en ese decorado. Para ellos era invisible, o como mucho una sombra desvaída que se arrastraba por la acera en busca de algo que le devolviese a la vida. Cuando llegué a casa, Jimena estaba desayunando en la cocina. Al verme aparecer no hizo ningún comentario ni me pidió explicaciones de dónde o con quién había pasado la noche. Se limitó a darme los buenos días mientras consultaba el correo en su ordenador. Me quité la ropa y me metí en la cama. Me desperté a mediodía. Estaba solo. Me asomé a la ventana del mirador y me pareció no estar en Londres. Había un sol radiante que se dejaba caer en cada hoja de cada árbol del parque haciendo que pareciesen diminutas piedras preciosas colocadas por un mago mientras yo dormía. Asomado a la ventana recordé que había tenido un sueño. Lo que no sé es por qué precisamente ese día tuve que soñar con Gandía. Recuerdo que era de noche y estaba solo en la playa. Estaba descargando una tormenta eléctrica que producía rayos muy ramificados en el horizonte. Los relámpagos creaban bolsas de luz gigantescas que le daban profundidad al cielo. Apareció mi madre y me dijo que acababa de atropellar a dos niñas gemelas. Corrimos hasta el paseo marítimo y vimos sus cuerpos tendidos en la carretera. Las dos iban vestidas iguales y hasta parecían sonreír de felicidad por haber muerto juntas y a la vez. Le recriminé a gritos a mi madre que por qué lo había hecho, por qué las había atropellado con su coche cuando tan fácil hubiera sido esquivarlas o frenar. Ella no me contestaba y yo cada vez me ponía más histérico y le tiraba del brazo con fuerza para intentar sacarle así una respuesta que me tranquilizase o le diese una explicación a ese absurdo. De pronto se puso a granizar. Comenzaron a caer pelotas de hielo. Algunas eran tan grandes que hacían daño. Mi madre se subió al coche tranquilamente y después desapareció. Me quedé allí muy quieto viendo cómo las dos luces rojas se iban haciendo más pequeñas hasta llegar a convertirse en una sola que poco más tarde desaparecería en la oscuridad. Eso fue lo que pasó. Lo último que recuerdo es que quería gritar pero no podía. Levanté el cuerpo de una de las niñas y lo abracé. Creía que a mi contacto volvería a la vida y sus ojos se abrirían y me agradecerían que la hubiese resucitado. Después haría lo mismo con su hermana. Acabaríamos los tres abrazados sobre el asfalto granizado; pero vivos."
Posted on: Fri, 13 Sep 2013 19:58:19 +0000

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