Anoche soñé que la luna se caía en la playa a orillas del río - TopicsExpress



          

Anoche soñé que la luna se caía en la playa a orillas del río Paraná. Era como todos bien la conocemos a lo lejos: no la podíamos tocar; solo contemplarla aunque ahora se encontraba como una pelota de golf, pero del tamaño de una de fútbol. Ella y yo nos acercamos luego de verla caer cual si fuera una bengala lanzada desde el ancho cielo hacia la mismísima tierra. Claro está que cayó en la arena. Yo por mi parte no quisiera olvidar que esto que hoy escribo nació de un sueño el cual hoy no me deja dormir hasta poder darle un fin como bien se merece. Pero un recuerdo del futuro me dice que tan solo debo continuar con este pensamiento infinito, pues él nunca morirá: aunque algún día tenga un final, siempre será como esos puntos suspensivos antecedidos por la palabra “continuará…” Prosigo. Al aproximarnos lo primero que sucedió fue lo siguiente: ―No lo puedo creer: ¡Es la luna! ―dijimos ambos a unísono. Luego ambos nos miramos a los ojos (creí que la veía por primera vez y con la sensación de que también sería la última) y dejamos escapar sin querer un “no puedo creer que hayamos pensado lo mismo” en voz baja. Más tarde nos reconocimos: ella se dio cuenta de que me llamo Exequiel y yo de que ella se llama... Debo ratificar que ya nos conocíamos, pero aquella vez lo habíamos olvidado por completo. En un momento dado, luego de haber volteado mi mirada hacia la luna que allí yacía vaya saber alguien porqué, me largué a llorar. Quizás porque aquella figura esférica me resultaba tan triste, o porque su luz me sentía tan lastimera a las vista, o porque la fertilidad misma dejaba de ser un símbolo en el firmamento para verse convertida en aquella cosa inútil, despreciable, que ya no hacía crecer las mareas, como tampoco provocar la alegría cósmica, ni elevar el amor o la lujuria. Acababa de generarse el desequilibrio en la vida misma y yo no me había dado cuenta. Hoy lo sé, pero, por entonces, tan solo lloraba y ella a mi lado: sumergida en un profundo silencio. Llorando me pregunté si acaso ella sabía cuál era la causa de mi llanto. De pronto me convencí de que sí: lo sabía. Y lo sabía porque yo le había dicho un día a la distancia como hablando con la luna: ―Te amo. Póngase un poco a pensar, querido lector, en que aquellas dos palabras fueron como manotazos de ahogado, fueron las mismísimas lágrimas que hoy derramo, fueron solo productos de mi bajeza y mi sinceridad. Y sí, porque siempre fui tan sincero y porque había caído tan bajo: me había quedado sin palabras ante ella. Creí que no tenía nada más que decirle. Y créanme que eso significó para mí que no tenía nada más que darle… y en realidad sí, pero los cientos de miles de kilómetros me lo impedían. No quisiera seguir éste relato, pero créanme que le hace tanto bien a mi ego y solo por él sigo. Mi Súper-yo es quien no quisiera seguir. Él bien supone que de ser así alguien va a terminar herido, muy probablemente mi Ello; y espero que nadie más. No obstante queridos lectores, continúo: yo lloraba y lloraba y mis lágrimas estallaban antes de llegar impactar en la luna y eran derivadas luego por el viento hacia el río ya nombrado donde se perdían cada una de ellas por igual. Por un momento creí que mi amada me hablaba, y estaba en lo cierto, pero yo no lograba escucharla. Me sentía tan aturdido como si me encontrara en la guerra ―quizás en el día D― y unas cuantas granadas hubiesen explotado muy cerca de mis oídos. Lo que a mí me confirmaba que ella me estaba hablando eran los movimientos de su boca, de su lengua casi oculta, de sus labios. Inmediatamente sentí que ella también estaba triste. Pero entonces ocurrió que me la imaginé riendo a carcajadas y no con esa sonrisa tan dulce con la cual todas las noches anhelo soñar. Y quise que así fuera, no me pregunten por qué, quise que ella se riera de mí. Pero eso nunca sucedió. Pasaron unos cuantos minutos y mi aturdimiento dejo de ser tan sofocante: me dejó escuchar mínimamente algo que hoy debería casi reconstruir por completo, porque ya no recuerdo que me intentó decir aquella vocecita tan pequeñita y santafesina. Solo sé que la magia broto por todos lados ante mis ojos: ella toda vestida de rojo se encontraba y no quisiera entrar en más detalles porque sería como matarla. Porque ella es una persona de carne y huesos ¿saben? No es un simple personaje que yo he inventado. Pues mi pluma imperfecta e inexperta solo sabe crear personajes irreales, sin vida, como aquella luna que allí se encontraba derrotada por alguien del más allá. Y ella, mi vida, es tan dulce, sensible y auténtica ―o por lo menos así lo creo― y por eso en mis sueños me lo demuestra, pero ello no puede ser narrado. Sin embargo, tan piadosamente, justo cuando los manantiales de mis ojos comenzaban a secarse, ella me abrazó. Quizás como una madre abraza a un hijo que de hace tanto no veía, a un hijo que acababa de llegar por fin a casa luego de haber luchando por su vida, a un hijo que ya no era un niño, sino un hombre que había matado por vivir ―forjando la libertad: acatando ordenes―, por querer ser lo que muchos hombres desean: ser un hombre de acción, un hombre concreto y no un hombre abstracto de pura parla como yo. Tal vez ella creyó ver en mí aquel hombre concreto en algún lugar de mí ser y por eso me refugió entre sus brazos. Pero eso es lo que yo quisiera creer. Durante ese instante, en el horizonte de mi sueño, más allá de las islas verdes, pude divisar una multiplicidad de puntos luminosos. Algunos se movían en fila india sobre una fracción de aquella raya imaginaria, pero la mayoría de ellos permanecían inertes, estáticos, quizás alienados al igual que yo que me encontraba así por algo que me carcomía por dentro, por algo que no sabría decir y que me hacía sentir… nada. Nada, ni siquiera el beso que ella me dio el cual a ella hizo estremecer porque no generó en mí ninguna sensación. Entonces, ella me empezó a hablar otra vez angustiada. Y yo deseé más que antes que se riera de mí. Lo deseaba con toda mi alma ya. Tenía la convicción de que ella lo deseaba también y quizás tan en el fondo como yo. Pero no, ella no lo hizo. No se rió de mí. Y ahora ella era quien lloraba mientras me dirigía sus palabras en un tono aún más lastimero que la luz de luna y su hermosa voz se quebrantaba más y más con cada palabra que daba. Entonces, lo hice: me reí… Hubiese querido que aquel sueño termine allí. No se imaginan lo mal que me sentí al despertar. Pero no. La magia es un componente recóndito de la mente y así ―ya metidas sus garras en mi sueño― este reanudó para concluir de la forma siguiente: Una galaxia de sentimientos negativos ahondó en mí ser hasta convertirme en una especie de serpiente hermosamente egoísta. Y ella, ante mis ojos de reptil, bien simulaba ser una hechicera de la luz que con su elegía me embelesaba. Pero algo más tramaba ―eso presentí yo con mi instinto animal― y estaba en lo cierto una vez más. Pero ya no había caso. Su canto que no paraba, ante el temor que ahora mis labios llenos de veneno le provocaban, estaba en realidad preparando un conjuro que le salvara. Poco a poco sus palabras, mientras yo bailaba encantado, fueron moviendo granos de arenilla a mis espaldas, formando ladrillos primero, paredes luego, y finalmente, un castillo de arena o de ilusiones arenosas en el cual permanecí atrapado un centenar de segundos que juro parecieron una eternidad. Cuando desperté. La ilusión ya había pasado. Tan solo me sorprendió un poco la luna que hallé, transformada en un gran bollo de papel, en un rincón del suelo donde suelo dejar los sueños desechados del ayer. Exequiel Bravo
Posted on: Tue, 01 Oct 2013 01:58:57 +0000

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