Apocalipsis z-Manel Loureiro-España 16 May 2006 @ 21:06 - TopicsExpress



          

Apocalipsis z-Manel Loureiro-España 16 May 2006 @ 21:06 hrs. ENTRADA 84 A veces los recuerdos más absurdos te asaltan en las situaciones más insospechadas. Mientras permanecía de pie en la cubierta del Zaren, esperando que trajesen mis cosas una extraña imagen no paraba de pasarme por la cabeza. Tenía seis o siete años y mis padres me habían llevado al circo. Estaba viendo el número del lanzador de cuchillos. Recuerdo que me había dejado impresionado que alguien fuese tan valiente como para dejar que un señor le lanzase cuchillos, cuando mi madre siempre me decía que eran muy peligrosos, porque cortaban. Por eso la cara sonriente y relajada de la chica situada en la diana, asombrosamente tranquila, para mi corta edad, se me había quedado grabada a fuego… En ese preciso instante me gustaría tener la misma presencia de ánimo que aquella chica de la diana, pero la verdad es que los tenía de corbata. Un mal gesto, una palabra equivocada, un pequeño error de cálculo y alguien se podía poner nervioso y meterme un tiro entre ceja y ceja. No dudaba de que Prit sabría cuidarse sólo, pero no tenía ganas de morir esa mañana. Ushakov se paseaba como un oso enjaulado, dirigiéndome de vez en cuando miradas homicidas. Tenía que ser cuidadoso. Seguro que aquel cabrón aún tenía algún As guardado en la manga para intentar joderme. Un borrón peludo apareció por una de las portillas del barco, sin duda atraído por el barullo de cubierta. Mi corazón se aceleró… ¡Lúculo! Inconscientemente di un paso, pero me detuve en seco al darme cuenta de mi error. No era Lúculo, sino una gata marrón de raza indeterminada, con un cascabel atado al cuello y unos malignos ojos verdosos. Con un movimiento sinuoso se deslizó entre los marineros de cubierta y se sentó en un rollo de cabo para acicalarse, no sin antes dirigirnos a todos nosotros una de esas miradas de desprecio que solo un gato puede lanzar. La visión de esa gata hizo que recordase a Lúculo con dolorosa intensidad. Noté los lagrimones acumulándose en mis ojos. Apocalipsis Zombie - 175 - De repente, botando un par de pasos detrás y saliendo de la misma portilla, apareció otra bola de pelo, esta de un rabioso color naranja que me resultaba terriblemente familiar ¡Era mi Lúculo! El muy canalla debía haberse camelado al cocinero del barco durante ese par de semanas, porque estaba visiblemente más gordo y tenía el pelo brillante y lustroso. Con aire satisfecho se acercó a la gata marrón ronroneando, y haciendo lo que mi hermana siempre había descrito como el toque Lúculo, un movimiento seductor de su cola mientras movía las orejas con aire pícaro. Ese era mi gato. Mientras yo estaba arrastrando el culo por una ciudad abandonada y llena de monstruos, muriéndome de hambre y de sed y jugándome la vida en cada esquina, él se había pasado todo el tiempo atiborrándose de comida y tirándose a aquella muñequita de ojos verdes. Debería haberlo sospechado… Traté de pronunciar alguna palabra, pero era incapaz de emitir ningún sonido. Me aclaré la garganta, y ese ruido fue suficiente para que Lúculo levantase la cabeza en mi dirección. En cuanto me vio, olvidó por completo a la preciosidad gatuna que tenía al lado y se lanzó en mi dirección profiriendo unos lastimeros maullidos que se debieron oír en toda la ciudad. Antes de que me diese cuenta se plantó en mi regazo de un salto y empezó a ronronear mientras se frotaba con fruición contra mi cuello. Agarré a mi gato con fuerza mientras notaba una inmensa sensación de alivio. No solo no lo habían matado, sino que parecía estar en excelente estado. En más de un momento a lo largo de aquellas alocadas dos semanas había temido no volver a verlo nunca más. Levanté mi mirada, solo para encontrarme con Ushakov observándome con desprecio teñido de ira. Me importaba un huevo lo que pensase de mí. Solo sé que quería salir de allí cuanto antes, y que aquel cabrón estaba furioso. Sin embargo estaba tranquilo, demasiado tranquilo, si tenemos en cuenta que le acababa de joder de mala manera, dejándole en evidencia delante de sus propios hombres. No, aquello no era normal. Aquel tipo estaba planeando algo y no sabía qué era. El tiempo transcurría muy lentamente en la cubierta, mientras las cajas con alimentos se iban apilando ante mis pies. Uno de los marineros trajo un paquete de tamaño mediano cubierta de inscripciones en cirílico. Le eché un somero vistazo, para asegurarme que coincidía con la descripción que Pritchenko me había dado de la pieza del motor que necesitaba. Encajaba. Un pakistaní me tendió un AK (descargado) y una caja de madera llena de proyectiles. Todo aquello tenía que pesar una tonelada y nadie parecía estar dispuesto a ayudarme a cargarlo en el Corinto. Enarqué una ceja hacia Ushakov, que obsequiosamente me respondió con una media reverencia mientras ladraba unas cuantas ordenes a dos marineros, que portearon las cajas hasta el velero. Joder. Demasiado fácil. Aquello no me gustaba nada. Algo me vibró en el bolsillo, acompañado de dos breves zumbidos. Ante la mirada asombrada de los presentes, extraje un pequeño walkie-talkie de plástico azulado, sacado de un coche patrulla abandonado y lleno de sangre reseca que habíamos encontrado en una bocacalle a medio camino del Puerto. Aquel vehículo de la Policía Nacional había resultado ser un auténtico misterio. Estaba perfectamente estacionado cerca de una ferretería totalmente devastada, entre unos contenedores de Apocalipsis Zombie - 176 - basura malolientes y un turismo con las ruedas deshinchadas y las lunas rotas. Todos los vehículos de la calle estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo y suciedad, tras más de un mes y medio de abandono, pero aquel coche zeta estaba limpio y reluciente, como recién salido de un garaje. Fue eso lo que nos hizo detenernos para echar un vistazo. El interior del zeta estaba vacío, con el asiento del conductor cubierto de cuajarones de sangre reseca. No había restos de sangre en la acera, ni huellas alejándose del coche. Por lo demás, aquella calle parecía estar absolutamente desierta, y el silbido del viento entre los restos de suciedad y vehículos abandonados le daba a toda aquella zona un aire fantasmagórico. Aquel coche impoluto, como recién aparcado en medio de aquella desolación, era algo tan antinatural y misterioso que ponía los pelos de punta. Prit y yo revisamos el vehículo y encontramos un par de WK-TK , pero no del modelo de la Policía y una linterna de alta potencia. Ni un papel, ni un arma, ni una pista, ni una huella. Nada. Un absoluto misterio. Ahora uno de aquellos WK-TK estaba crepitando en mi mano. Apreté el botón, sabiendo que Prit estaba al otro lado. –Dime –le dije en castellano, idioma que si no me equivocaba, nadie de aquel barco dominaba. – ¿Cómo va todo? –la voz del ucraniano sonó teñida de estática. –Bien… Demasiado bien, creo yo –respondí, sin sacar un ojo de encima a los marineros –. Creo que planean algo. –No mirar ahora, pero creo que nosotros tener problema en el puente de mando –me dijo quedamente Pritchenko, con su marcado acento eslavo –. Un tipo con un RPG-7 escondido justo detrás de la borda superior. Lo puedo ver perfectamente. Un sudor frío empezó a recorrerme la espalda. Un RPG. Un puto lanzacohetes. Debí haberlo supuesto. Cualquiera que tuviese una televisión habría visto un RPG en más de una ocasión. La artillería del pobre, le llamaban. Prácticamente todas las guerrillas y ejércitos del Tercer Mundo tenían miles de esos chismes, fabricados en serie en la antigua Unión Soviética. El mercado negro estaba plagado de aquellas armas, tan simples como efectivas, formadas por un tubo lanzagranadas al que se colocaba el proyectil en la punta. Tan sencillo de usar que hasta un niño-soldado de cualquier recóndito país africano podía aprender a utilizarlo en diez minutos. Tan letal, que en la toma de Grozni por parte de los rusos en el año 94, perdieron docenas de blindados a manos de los guerrilleros chechenos armados con esos tubos de la muerte. El plan me parecía claro. Una vez que hubiésemos dejado la maleta en el Puerto, el cabrón de Ushakov planeaba disparar aquel lanzagranadas contra el Corinto, donde iríamos Prit, Lúculo y yo. Y si uno de aquellos chismes podía volar por los aires un blindado, ni me imagino lo que le podría hacer a un yate de fibra de vidrio como el Corinto. Los marineros subieron de nuevo a bordo, después de dejar su carga en el yate. Puede que fuese una ilusión mía, pero juraría que vi una expresión sádica en sus ojos. Estaban esperando por los fuegos artificiales. Con un brillo maligno en los ojos, Ushakov se me acercó y me tendió la mano. Apocalipsis Zombie - 177 - –Espero que cumpla con su palabra, abogado. Deje el maletín en el muelle y cada uno por su lado. Sin resentimientos. –Por supuesto… Sin resentimientos –le respondí, al tiempo que inclinaba la cabeza e ignoraba su mano tendida. Ushakov bajó la mano lentamente, mientras me observaba. –Vivimos tiempos difíciles, señor abogado. Todo está cambiando muy rápido y solo los más duros saldremos adelante. No espero que me entienda, pero si quiero que sepa que si actúo así es por razones muy poderosas. Me detuve, con medio cuerpo colgado por encima de la borda y le observé – ¿Tanto como para querer matarme por un puto maletín? –le espeté –. Dígame… ¿Qué demonios tiene dentro? Por toda respuesta Ushakov me dedicó una mueca espantosa. –Buena suerte, señor abogado –me dijo mientras una sonrisilla le asomaba por la comisura de la boca – . Le va a hacer falta. Descendí la escala hacia la cubierta del Corinto mientras la risa de Ushakov bajaba flotando a mi alrededor. Una vez que apoyé los pies en la familiar cubierta de teca comencé a desamarrar los cabos, notando las miradas de todo el mundo posadas en mí. El motor auxiliar del Corinto rugió al arrancar y poco a poco me fui alejando de la inmensa mole del Zaren Kibish, rumbo al Puerto, donde Prit y el maletín me aguardaban. Comenzaba la segunda parte del baile. Apocalipsis Zombie - 178 - Apocalipsis Zombie - 179 - 25 May 2006 @ 20:34 hrs. ENTRADA 85 El agua chapoteaba con un rumor sordo entre la borda del Corinto y las piedras negras del muelle de amarre. A medida que me acercaba a la orilla, con Lúculo fervorosamente apoltronado contra mi pecho y ronroneando sin parar, iba pensando en cual debería ser el siguiente movimiento. Con un ligero toque de presión en el timón, el Corinto maniobró hasta ponerse abarloado contra los norays del muelle. Sonreí satisfecho. El motor auxiliar, que prácticamente no había utilizado hasta ese momento, había respondido a la perfección, para mi alivio. Hubiese sido una auténtica vergüenza quedarme al pairo a tan solo un par de cientos de metros de la orilla, con las velas recogidas y toda la tripulación del Zaren Kibish mirándome. Pasé una mano cariñosamente por el montante de madera de teca. El Corinto era un barco soberbio y no solo me había servido de refugio, sino que me había salvado la vida. Pero ahora, debía abandonarlo para siempre. Antes de saltar al muelle corrí hasta la roldana de proa y saqué la punta del cabo. Abriendo de una patada el pañol de las velas me zambullí en su interior con el cabo en la mano. Allí dentro olía a dacrón, a agua salada estancada y a algas podridas. Los del Zaren no habían sido excesivamente cuidadosos recogiendo las velas del barco y las habían apilado de cualquier manera en el interior del pañol. Ahora yo tenía que chapotear en medio de un montón de tela mal plegada. Acercándome a un estante del fondo, encontré lo que buscaba. Era el spinaker, la enorme vela panzuda que se coloca entre el mástil de proa y el foque. Normalmente solo se utiliza en mar abierto, y con el viento de popa o de través, pero confiaba en que nadie a bordo del carguero ruso tuviese muchas nociones de vela deportiva. Aquel spinaker aún tenía que prestarme un importante servicio. Tras haber enganchado fuertemente un extremo del cabo a la argolla superior del spinaker, subí gateando de nuevo a cubierta y accioné manualmente la roldana. Con el familiar cliqueteo del torno, el spinaker fue ascendiendo lentamente hacia el tope del mástil, hinchándose lentamente a medida que el suave viento del mediodía iba rozando su tela. Con un sonoro flameo la enorme vela se extendió por completo, pero sin tensarse demasiado, ya que había tenido la precaución de dejar las escotas inferiores sueltas. La descomunal vela pendía inerme a lo largo de todo el barco, como una especie de cortina gigante. Cualquier navegante que hubiese contemplado el Corinto en ese momento se preguntaría que clase de rata de agua dulce había izado aquella vela de aquel modo tan estrafalario. Tal y como la estaba colocando, una ráfaga demasiado fuerte de viento no solo arrancaría de cuajo la vela, sino que posiblemente también se llevase por delante parte de la arboladura. Apocalipsis Zombie - 180 - Todo eso pasaba por mi cabeza mientras ajustaba cabos febrilmente. Lo sabía, pero aún así me daba igual. Aquella vela solo tendría que aguantar en aquella posición unos minutos, lo suficiente para que Viktor y yo rematásemos nuestro plan. El último servicio que me prestaba el Corinto. El flamear de la vela estaba haciendo que el casco se balancease y golpease contra el muelle. Cada vez que oía el crujido que producía la fibra de carbono al rascarse y la madera al astillarse me dolía el alma. Era un crimen tratar de esa manera a un barco como el Corinto, pero no tenía tiempo para colocar las defensas laterales. Me zambullí en el camarote y empecé a arramblar febrilmente con todo mi equipaje. La vieja mochila de supervivencia, con todo lo que le arrebaté al soldado-cadáver (parece que ya ha pasado un millón de años desde aquello), mi otro traje de neopreno, que aún seguía balanceándose en la percha, y uno de los arpones, con una docena de virotes. Del resto de los arpones, ni rastro. Supongo que algún marinero ocioso del Zaren Kibish se lo habría quedado como souvenir. Tanto daba. Una familiar cara bigotuda apareció por la portilla del camarote. Empecé a pasarle a Viktor todos los bultos y el a su vez los iba apoyando en el muelle. Trabajábamos febrilmente y en silencio. Teníamos que vaciarlo todo en menos de tres o cuatro minutos, o los del Zaren Kibish se olerían el plan. La enorme vela tapaba por completo el sector de muelle donde estábamos apoyando nuestros bultos y desde el carguero las idas y venidas de Viktor acarreando fardos eran invisibles. Lo único que podían ver era un velero abarloado al muelle, balanceándose bajo el impulso de la brisa. Sudábamos como demonios mientras escondíamos todo nuestro equipaje tras la esquina de la nave, tapada con el spinaker. Finalmente, mientras me enfundaba el neopreno, Viktor sacaba de la parte trasera de la furgoneta el torso de un maniquí masculino a tamaño natural, gentileza de una boutique de moda del centro de la ciudad y le colocaba un aparatoso chubasquero amarillo de tormenta y como toque final le calaba la capucha. No habían pasado ni tres minutos desde el momento en que desplegué la vela hasta el momento en que colocamos al maniquí, aún oculto, en la bañera de popa del Corinto. Mientras Viktor se escabullía de nuevo detrás de la esquina yo me afanaba en cortar el cabo de amarre que mantenía al Corinto amarrado al muelle. Con un suave movimiento el yate comenzó a deslizarse hacia la bocana del puerto. El timón estaba trabado en esa posición y aguantaría así el rumbo al menos durante unos minutos. Más que suficiente. Procurando no hacer ruido me dejé caer a la franja de agua cada vez mayor entre el Corinto y el muelle. El agua estaba bastante fría, pero creo que en aquel momento ni siquiera fui consciente de ello. Mientras el casco se deslizaba pegado a mí, di un par de profundas inspiraciones y me sumergí. La sensación de bucear fue totalmente relajante. Podía divisar la silueta negra del Corinto alejándose y un poco más lejos, entre las revueltas aguas del puerto, podía adivinar la mastodóntica línea de flotación del Zaren Kibish. Dando un par de brazadas, comencé a nadar hacia la orilla con suavidad, procurando no generar muchas burbujas. A menos de diez metros de la orilla comencé a quedarme sin aire. Me enfadé Apocalipsis Zombie - 181 - conmigo mismo y di un par de patadas más. Finalmente, a punto de desmayarme, asomé la cabeza tras el recodo del muelle, justo donde habíamos amarrado la Zodiac rusa cuando tomamos tierra por primera vez. Viktor estaba esperándome allí para sacarme a rastras del agua. Casi sin aliento llegamos a la inmensa mole de la nave de PROSEGUR. Chorreando agua atisbé a través de la esquina el pedazo de muelle desierto donde hasta hacia un par de minutos estaba el Corinto. En el borde del muelle, brillando bajo el sol del mediodía reposaba el maletín Samsonite negro, objeto de tantos desvelos. El Corinto, balanceándose como si lo pilotase un borracho, se alejaba lentamente hacia mar abierto. Antes de abandonar el barco había cazado las escotas de la manera más aparatosa posible, tratando de llamar la atención de los marineros del carguero. Ahora temía haber tensado demasiado las escotas y que la vela se rasgase. Sin embargo, no hubo tiempo a eso. Un fuego graneado de armas automáticas salió de la proa del Zaren, astillando la cubierta del Corinto en mil sitios y volando por los aires la cabeza del maniquí. Astillas de madera y pedazos de fibra de carbono volaban por todas partes, mientras cientos de balas agujereaban el casco del velero y su aparejo. Un hombre se irguió en el puente de mando con un RPG- 7 apoyado en el hombro. El Corinto se balanceaba a la deriva a menos de doscientos metros de su posición, así que era un disparo fácil. Con un rugido, el proyectil salió disparado entre una nube de humo y un destello cegador hacia el velero. El impacto fue demoledor. Una enorme columna de fuego surgió de golpe por las escotillas del Corinto, al tiempo que un lateral del casco se desintegraba en un millón de fragmentos y dejaba a la vista un enorme boquete. Mientras miles de litros de agua se precipitaban en el interior del buque herido, otro proyectil impactó en su cubierta. Un surtidor de fuego y humo surgió de las entrañas del Corinto, ahora transformado en una hoguera rugiente, mientras un trozo de mástil describía una pirueta en el cielo y caía de nuevo al agua. Con un gorgoteo, el maltrecho casco se fue al fondo entre sonoros chasquidos y explosiones. Pritchenko y yo no nos quedamos a ver el espectáculo. Corrimos por el callejón como condenados, hacia la furgoneta que nos esperaba encendida, en un jadeante ralentí. Mientras las últimas explosiones del Corinto atronaban en el puerto, Viktor aceleró suavemente y enfiló nuestro vehículo hacia la salida. En la cabina de la furgoneta, un gato naranja, gordo y satisfecho, se balanceaba en una red de malla sujeta al montante trasero, mientras contemplaba complacido a su dueño y a un pequeño bigotudo que conducía como si le llevasen los demonios. Viktor y yo sonreíamos. Y no era extraño. No solo habíamos bailado con el diablo y habíamos salido vivos. En el hueco entre los dos asientos, un maletín Samsonite negro con precinto rojo, igualito al dejado en el muelle se sacudía con cada bache que encontrábamos en nuestro camino hacia la ciudad… Apocalipsis Zombie - 182 - 01 June 2006 @ 21:08 hrs. ENTRADA 86 (I) Estamos jodidos. Terriblemente jodidos. Escribo esto en los primeros diez minutos libres que he tenido en las últimas veinticuatro horas. Estoy agotado, sucio y hambriento, pero por lo menos, aún estoy ileso. Prit no ha tenido tanta suerte. El sí que está jodido de verdad. Hemos perdido nuestro transporte, estamos rodeados, casi sin agua ni alimentos y para rematarla no sé dónde está Lúculo desde hace horas. De traca. Todo iba demasiado bien. Y ese ha sido precisamente el problema. Nos confiamos. Bajamos la guardia. Empezamos a actuar como si fuéramos los héroes de una puta película de acción, y eso ha sido precisamente lo que nos ha pasado factura. La vida real, en esta situación que vivimos, es sucia, desagradable, dura y sobre todo terriblemente peligrosa. Así que, si estás jugando permanentemente con fuego, te quemas. Te quemas. Joder. Vaya ironía. Una vez más me vuelvo a adelantar a los acontecimientos. Cuando salimos de las ruinas del Punto Seguro nos sentíamos eufóricos. Estábamos vivos, en buen estado, con un vehículo repleto de provisiones y armas y por encima de todo sabíamos dónde estaba un helicóptero que nos podía sacar de aquel agujero. Todo parecía ir sobre ruedas. Prit conducía como un poseído a través de las calles abandonadas de un suburbio de Vigo. A través de la ventanilla veía pasar una serie de casas bajas de uno o dos pisos, la mayoría de ellas cerradas a cal y canto. Algunas incluso tenían tablas claveteadas cruzando la puerta y las ventanas de la planta baja. Aquella era una zona de chalets de lujo, una zona rica. Posiblemente aquel fue uno de los primeros barrios en ser evacuados por completo y el desalojo pudo ser ordenado y sistemático. El hecho de que casi todas las viviendas estuviesen tan bien protegidas apuntaba en esa dirección. Sin embargo, tras varios meses de abandono, aquélla zona empezaba a tener un aspecto realmente tétrico. Las casas asomaban medio ocultas tras la maleza salvaje de los jardines, y las malas hierbas tapaban por completo las señales de tráfico de las glorietas. Un camino particular, donde yacía de lado un incongruente triciclo rojo abandonado, comenzaba a verse devorado poco a poco por los setos de boj de sus laterales. Ante la ausencia de presencia humana, la naturaleza reclamaba su sitio. En aquella zona casi no se veían coches abandonados en los arcenes, ya que posiblemente sus propietarios habían huido con ellos a algún otro lugar, en un intento inútil de escapar de lo inevitable. Había muchos No Muertos por aquella zona, docenas de ellos. Su distribución por la ciudad es errática y no parece obedecer a ningún tipo de patrón. Hay avenidas enormes donde no ves a ninguno de esos seres o como mucho un par de ellos y sin esperarlo, al doblar una esquina te puedes encontrar otra calle donde hay decenas, cientos de ellos vagabundeando o contemplando el infinito, esperando a que se acerque una presa. No tengo ni idea de qué les motiva o que les impulsa a estar en un sitio u otro. Para mí son todo un misterio. Apocalipsis Zombie - 183 - Aquel barrio era una zona “caliente”. De cada bocacalle, de cada jardín, asomaban docenas de aquellos seres, algunos en aparente buen estado, otros terriblemente mutilados o desfigurados. Ya me he acostumbrado a su presencia, y ni siquiera me molesta su olor. En realidad, ni siquiera me repugnan. Se lo que son y ellos saben lo que soy yo. Punto. Prit zigzagueaba con la furgoneta, esquivando a los No Muertos que se cruzaban en nuestro camino. Iba terriblemente rápido, como siempre, y con cada giro los neumáticos de la furgoneta chirriaban, sacudiéndonos en su interior como guisantes en una lata. Los No Muertos estaban concentrados en grupos cada vez más densos y Viktor se veía obligado a realizar auténticas proezas al volante para no embestirlos. Sin embargo, nuestra velocidad era cada vez más lenta y una multitud cada vez más abundante se iba sumando a nuestra persecución. Aquello no pintaba nada bien. No sé de donde coño salió aquel tipo, pero no nos dio tiempo a esquivarlo. Un hombre de mediana edad, de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, grueso, con una camisa abierta hasta la cintura y con un montón de cadenas de oro colgando del cuello apareció de golpe en medio de la calzada. La mitad de su rostro era un montón de jirones sanguinolentos y la palidez cadavérica de su piel demostraba a las claras que era uno de ellos. Prit acababa de pegar un volantazo para esquivar a un grupo de No Muertos apelotonado en medio de la calzada justo un segundo antes, así que era inevitable. No pudo ver a aquel individuo hasta que estuvimos encima de él. Con un fuerte topetazo, el cuerpo de aquel monstruo impactó contra el frontal de la furgoneta y salió despedido hacia un lateral, totalmente desmadejado, dejando un cuajarón de sangre corrupta en el parabrisas. Prit volanteó como un loco, tratando de recuperar el control del vehículo, pero la pesada furgoneta se deslizaba sin control arrastrando a varios de esos seres en su camino, mientras una serie de ruidos agoreros salían del motor. Con un espectacular trompo, nuestro transporte se detuvo por fin en medio de la calzada, envuelto en un intenso olor a goma quemada. Por un instante, se hizo el silencio. Exhalé aire, sin ser consciente de que había estado conteniendo la respiración. Una vez más me alegré de la enorme habilidad del ucraniano al volante. Había evitado que nos estrellásemos y además había conseguido que la furgoneta no se calase, lo cual en aquellas circunstancias podría haber sido absolutamente fatal. Sin embargo el motor sonaba como si se estuviese desmontando por segundos y un fino hilillo de vapor asomaba por una junta deformada tras el impacto. El radiador tenía una fuga, y sospecho que no era pequeña. Aquel motor tenía las horas contadas. De hecho, era un milagro que aún siguiera en marcha. Engranando lentamente las marchas, Prit nos puso de nuevo en marcha, esta vez más lentamente. En aquel momento ya no nos reíamos. En aquella zona, plagada de seres y con todas las casas cerradas a cal y canto, si el motor se detenía estábamos condenados a una muerte segura en cuestión de segundos. Los siguientes veinte minutos fueron interminables. La furgoneta, con los neumáticos del lado derecho reventados, circulaba lentamente a través de la urbanización, envuelta en una nube de humo y con el indicador de temperatura al máximo. Pronto nos vimos obligados a reducir la velocidad a unos Apocalipsis Zombie - 184 - miserables quince kilómetros por hora, mientras oíamos docenas de manos aporreando los laterales de la furgoneta. Súbitamente, la ventana de mi lado explotó en un millón de fragmentos. Seguramente estaba agrietada por algún golpe anterior y un puñetazo de esos seres la había pulverizado. Una mujer joven trató de encaramarse a través de la ventanilla recién reventada. Llegó a tocarme en la cara con sus manos, mientras intentaba agarrarme. Estaba fría. Fría, húmeda y muerta. Volví a sentir pánico, casi como al principio de toda esta pesadilla. Paralizado de terror, podía sentir su cuerpo tratando de deslizarse dentro del vehículo, mientras Prit gritaba frases histéricas en ruso y Lúculo bufaba dentro de la red, enseñando todos los dientes. Solo cuando me apoyó una mano en el muslo conseguí sacudirme el bloqueo. Agarrando el AK 47 golpeé fuertemente la culata contra la sien de la mujer. Al sentir el golpe levantó la cabeza y vaciló por un segundo, contemplándome con sus ojos muertos e inyectados en sangre. En ese instante le propiné otro golpe en plena cara y la mujer se deslizó de nuevo por la ventanilla, incapaz de agarrarse, con el rostro totalmente desfigurado. Me giré hacia Prit, cubierto de sudor y completamente demudado. Una simple mirada me bastó para hacerle entender que o salíamos inmediatamente de allí o éramos hombres muertos en cuestión de minutos. El vigoroso ucraniano asintió con la cabeza y estrujó un poco más el deteriorado motor, que respondió a la petición con un quejumbroso sonido. Una vez más, el azar jugó a nuestro favor. A tan solo 500 metros de nosotros, semi-oculta por la maleza, una señal nos indicaba el cercano acceso a la autovía de circunvalación. Un poco más y estaríamos casi salvados. Con un último esfuerzo, Prit enfiló la cuesta de acceso a la autovía. Allí, a medida que íbamos teniendo más espacio, nuestro vehículo iba adquiriendo mayor velocidad, eso sí, en medio de unos escalofriantes sonidos provenientes del motor descompuesto. Por fin estábamos en la autovía… Nos relajamos, aliviados. No sabíamos que lo peor estaba a punto de llegar.
Posted on: Mon, 18 Nov 2013 06:08:06 +0000

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