Así continua El fruto del àrbol envenenado: 2 En el metro - TopicsExpress



          

Así continua El fruto del àrbol envenenado: 2 En el metro observaba los rostros soñolientos entre la vorágine de gente, en cualquier instante esperaba recuperar entre los escombros, las falsas señales, las calles sin salida la posibilidad de renacer en los ojos de cualquiera que le mirara desde el pozo de la noche que despertaba a la mañana luminosa de Barcelona. Ahora subía por las escaleras mecánicas de la Plaza de Cataluña. El muelle loco del despertar tardío le llevaba en volandas, a horcajadas a la Calle de Tallers en el Barrio Chino donde vivía en un piso reconvertido en oficina. Aturdido por la resaca de la noche anterior, miró por los agujeros del buzón y apenas pudo adivinar el sobre de color marrón que se disputaba un lugar en el óxido de los días. Abrió la puerta, que le miraba con su ojo de pez, entró en la oficina, y tras comprobar que el polvo seguía en su sitio, se tumbó en una suerte de diván que un psiquiatra, sin dinero ni escrúpulos, le dio como anticipo para un encargo que nunca llegó a cobrar. Encendió un cigarrillo, calentó café y se sentó con los pies encima de la mesa; aflojó el nudo de la corbata que le estrangulaba el cuello y abrió el sobre que había dejado sobre la mesa atestada de papeles. Era una citación para el procedimiento de desahucio que el propietario había entablado en su contra. Indiferente, arrugó el sobre y lo arrojó a la papelera donde se reunió con un montón de facturas pendientes. Luego, recorrió con la mirada las desconchadas paredes donde colgaba su antiguo diploma de Criminología y los viejos anaqueles, comprados en los Encantes, donde reposaba el Manual del Perfecto Investigador como un signo impenetrable. Cansado por las horas robadas al sueño, de esperar taxis suicidas en esquinas heladas, de buscar en ese extraño mundo abrumador que surgía bajo la luz de agosto y que dotaba al amanecer de un aspecto irreal, de vagar por las calles como un desconocido que de repente puede encontrar la razón de porqué aún sigue vivo, se disponía a dormitar y acallar la voz interior que le instaba a poner orden en el caos cuando sonó el timbre de la puerta de la calle con la irritación de costumbre. Era una mujer de unos cuarenta años. Un leve rictus ennoblecía su rostro y sus ademanes eran delicados. A Baraja le impresionó la extrema delgadez de sus dedos al estrecharle la mano. Sentados frente a frente el detective observó su pelo liso y negro, las ventanas estrechas de la nariz, la piel pálida, los labios bien formados, el cuello esbelto. Las ojeras delataban las noches sin dormir, y en su mirada había una alarma encendida, una misión, un dolor. -¿El señor Baraja?-inquirió la mujer. -Para servirla-respondió con su mejor imitación de buenos modales. -Soy María Casal. La invitó a entrar. -Estoy desesperada. Mi marido, Emerson Gabriel, murió en San Juan, Ibiza. Encontraron su cuerpo en un descampado, fue identificado y le practicaron la autopsia. El dictamen fue muerte por ingestión masiva de opiáceos. No creo esta versión. Estoy convencida de que hay más. Posiblemente encubren a alguien importante. Sólo espero que no sea demasiado tarde. Baraja aspiró las últimas bocanadas del cigarrillo, que consumido en volutas azules ascendía en cadencia monótona. -Le he traído un recorte de El Caso. El detective observó detenidamente la fotografía del semanario. -Al parecer el juez encontró paralelismos con otros casos recientes, pero se mostró cauto, y si no encuentra algo pronto el caso quedará cerrado definitivamente. -¿De cuánto tiempo disponemos? -Dos o tres semanas, a lo sumo. No hay tiempo que perder. Quiero que averigüe qué pudo ocurrir, que aporte alguna explicación distinta a la tesis del suicidio o la sobredosis. Eso es todo.- Hizo una pausa y miró a Baraja a los ojos. -Entonces, ¿Acepta? -No lo sé, todavía. Verá, tengo mucho trabajo-mintió. -Si es un problema económico, podemos hablar. -No, simplemente no tengo suficiente información. No entiendo en que puedo serla útil. Quizás le convenga otro investigador. - Estamos en agosto. He buscado en las páginas amarillas. Todo el mundo está de vacaciones. Excepto usted-recalcó la última frase. En su tono se podía advertir que cualquier mala jugada del destino no iba con ella. -Mi marido era escritor. No voy a ocultarle que también quiero recuperar el manuscrito en el que estaba trabajando. La mujer le miraba expectante. Sacó una pitillera de la que extrajo un cigarrillo que encendió y aplastó contra el cenicero. Luego sacó un fajo de billetes de su bolso. -Si es cuestión de dinero no se preocupe. Al detective Baraja no le gustaba el caso. El instinto, que le había salvado innumerables veces de no aparecer helado en una esquina con el traje sin planchar, le decía que no debía complicarse la vida. Bastante difícil era salvar el pellejo en los bajos fondos de Barcelona. Acostumbrado a simple casos de infidelidades conyugales, bajas laborales fingidas y algún que otro marrón en el que se metían los pequeños traficantes del barrio, una sospecha, aunque remota, de homicidio era demasiado. Sin embargo, y a pesar de que la perspectiva de trabajar le causaba verdadero pánico, su decisión se vio acelerada en cuanto pensó en los meses de alquiler. Apartó sus resquemores y agarró el dinero. -Está bien. Acepto. -Confío en usted-aclaró la mujer-pero no le estoy pagando unas vacaciones. Me tendrá que rendir cuenta hasta el último céntimo. Este es mi apartado de correos. Tomó papel y bolígrafo y garabateó sus señas. -Siento lo de su marido-farfulló Baraja. La mujer se levantó con decisión, cortando todo acceso a sentimentalismo. Su rostro era ahora seductor. Se sentía segura de sí misma tras el paso dado. Detrás de su apariencia fría y desgarradora se podía adivinar un objeto de deseo. -Espero noticias suyas pronto. El detective la acompañó a la puerta. Luego encendió otro cigarrillo. El café estaba frío.
Posted on: Mon, 02 Dec 2013 11:31:46 +0000

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