Autor del viernes 4 octubre 2013 Norah Lange (1905-1972) I (De - TopicsExpress



          

Autor del viernes 4 octubre 2013 Norah Lange (1905-1972) I (De Los días y las noches, 1926) Vacía la casa donde tantas veces las palabras incendiaron los rincones. La noche se anticipa en el plano mudo que nadie toca. Voy a solas desde un recuerdo a otro abriendo las ventanas para que tu nombre pueble la mísera quietud de esta tarde a solas. Ya nadie inmoviliza las horas largas y cerradas tanto pudor de niña. Y tu recuerdo es otra casa Y mis latidos forman una hilera de pisadas grande y quieta por donde yo tropiezo sola. que van desde su puerta hacia el olvido. II Ventana abierta sobre la tarde con generosidad de mano que no sabe su limosna. Ventana, que has ocultado en vano tanto pudor de niña. Ventana que se da como un cariño a las veredas desnudas de niños. Luego, ventana abierta al alba con rocío de júbilo riendo en sus cristales. ¡Cuántas veces en el sosiego de su abrazo amplio dijo mi pena su verso cansado! Jornada (De La calle de la tarde,1925) Aurora Lámpara enredada en un camino de horizontes. Después, al mediodía, en el aljibe se suicida el sol. La tarde hecha jirones mendiga estrellas. Las lejanías reciben al sol sobre sus brazos incendiados. La noche se persigna ante un poniente. Amanece la angustia de una espera y aún no es la hora. Poniente doble (De La calle de la tarde, 1925) Oscurece. El silencio De las cosas ya cansadas Pone apuro en las tinieblas. Aguardo –entre las sombras– Corona de palabras tuyas Para ceñir la espera. ¡Sueños de otros lugares! Afuera oscurece. Adentro, en el corazón que es grande Como el tiempo, Otro poniente nace. ¡Poniente del corazón! Cumplida ya la luz Como mi espera. Somos un mismo poniente, Adentro, y afuera… Cuadernos de infancia (fragmento) Ed. Losada, Buenos Aires, 9º Ed. 1994. (Primera edición 1957) Habíamos fabricado grandes sombreros de papel, y de pie, las cinco delante de un espejo, cada una detenida frente a su rostro, contemplábamos el efecto de la sombra sobre los ojos, el resplandor distinto que la luz de la ventana adquiría en nuestros cabellos, contra el papel de diario. La puerta se abrió, de pronto, y una corriente de aire los hizo vacilar sobre nuestras cabezas. Una de mis hermanas dijo: - “La primera que pierda su sombrero, se morirá antes que las otras…” Inmóviles frente al espejo, los brazos entrelazados para no cometer ninguna trampa, jugamos a quién sería la primera en morir. Un miedo horrible me fue invadiendo, lentamente. La puerta abierta dejaba entrar un aire rápido y peligroso que de un momento a otro, podría despojarme de mi sombrero. Pensé en Irene, en Marta, en Georgina, en Susana, en mí misma, y mientras las miraba de reojo, sonriéndome con ellas, una muerta de veinte años se acostaba sobre el rostro de cada una de mis hermanas; una muerta joven y perfecta, con una sola flor sobre la almohada. El viento agitaba los grandes triángulos de papel, sin llegar a derribarlos. Georgina, con los ojos absortos en alguna visión terrible, parecida a la mía, exclamó bruscamente: - “No me gustan estos juegos”- y, apartándose del espejo, se sacó el sombrero y lo arrojó, apelotonado, contra el suelo. Durante un tiempo, la hilera de cabezas frente al espejo me entregaba imágenes probables y tristes, rostros velados para siempre, y me pareció que hubiese sido mejor aguardar a que el viento señalara la muerte más próxima, para ser más dulces, más tiernas, con la hermana que debía morir primero. Era la segunda noche que, desde mi cama, oía abrir la puerta que daba al jardín y los mismos pasos cautelosos que se alejaban de mi ventana. Como si esa salida misteriosa, por la puerta más cercana a la calle, entrañase un peligro, un mundo nuevo e ignorado en la vida de alguna de mis hermanas, yo permanecía despierta esperando que regresaran. Incapaz de adivinar quién era, esa noche me propuse comprobarlo, y después de aguardar a que los pasos se perdieran en el fondo del jardín, me levanté con la mayor cautela, y envuelta en una manta oscura, salí al patio iluminado por la luna llena. Los grandes paraísos de la calle Tronador trazaban enormes senderos de penumbra sobre los muros de la casa. Avancé agazapada, procurando que mi sombra no se alargara demasiado, hasta guarecerme detrás de una palmera desde donde se dominaba el fondo y ambos lados de la casa. A pesar de que la luna me permitía seguir los menores recodos del camino, no vislumbré a nadie en ninguna parte. Supuse que los pasos se hubieran encaminado hacia la calle, pero comprobé que el candado del portón se hallaba en su sitio habitual. De pronto descubrí que una forma se movía en la parte más clara del jardín. Apoyaba contra un árbol, envuelta en un amplio poncho que había pertenecido a mi padre, después de mirar el cielo unos instantes, abrió los brazos para desembarazarse de él. Desnuda, silenciosa, inmóvil, su cuerpo se destacó contra la porción oscura del grueso tronco. Sin un estremecimiento, como si esperase algo, permaneció en esa actitud minutos. Cuando se inclinó para recoger el poncho, regresé apresuradamente a mi cuarto, y ya en la cama oí su pasos sigilosos, la puerta que se cerraba suavemente. A la noche siguiente, oculta tras la palmera, la vi, de nuevo, reclinaba contra un árbol, desnuda por completo, resplandeciente de luna. Pero no había transcurrido un minuto cuando percibí que un hombre se acercaba, silbando, por la calle Tronador. Al llegar al límite de nuestra verja, el silbido se detuvo. Amedrentada, estuve a punto de gritarle que se cubriese, por más que era imposible verla desde la calle. Pero ella también había oído, y, apresuradamente, recogió su poncho para regresar a la casa. Aunque demoré el sueño muchas veces, la escena no volvió a reiterarse. Un día que buscaba un libro en el dormitorio de Marta, descubrí, entre sus cosas, un método para adquirir belleza. Algunas hojas dobladas señalaban una receta que consistía en salir, desnuda, en una noche de luna llena. Bastaba hallarse algunos minutos en contacto completo con su luz fría, para lograr una seducción irresistible. Era evidente que, al sumergirse tres veces consecutivas en ese baño de luna, ella esperaba intensificar su efecto. Detrás de las palabras…. -No sabes -me dijo- las posibilidades que se mueven detrás de las palabras. No sabes cómo cambia la palabra lámpara a la luz del día, delante de mucha gente, o cuando estamos solos, esperando. Especialmente cuando estamos solos. Entonces decimos lámpara, o terciopelo, o carretera, y la palabra varía, asemejándose a muchas cosas que no son lámpara, ni terciopelo, ni carretera. Es como si la arrojáramos al agua y los círculos la fueran dispersando, dándole movimiento. Hasta es posible llegar a tenerle miedo. Yo lo he ensayado con mi nombre. A veces, en mi cuarto, pronuncio mi nombre en voz baja, cambiando de tono hasta que parece acudir desde sitios recién descubiertos para encontrarse conmigo. Ensáyalo con tu nombre y verás. Me dispuse a olvidar lo que me decía, porque siempre me hablaba de cosas semejantes. Pero esa noche -ya acostada- decidí probar mi nombre a solas. Primero lo dije en voz baja, como si yo misma me interrogara: -¿Norah? Pronunciado por mí, mi nombre cambiaba de sentido, no parecía un nombre. Seguí llamándome: -¡Norah! ¡Norah! Mi nombre emergía de mí y regresaba, porque era yo quien me llamaba sin lograr responderme. Me pareció que mi nombre salía a vagar para volver a guarecerse, inútilmente, en esa olvidada región de donde sólo acudía cuando alguna voz lo recordaba. Apagué la luz y persistí en pronunciarlo con una voz apremiante y baja, la que empleamos para llamar a alguien sin que los demás se enteren. Era como si cuchicheara conmigo misma, remotamente, desde un espejo: -¡Norah! ¡Norah! Mi nombre se agrandaba, se internaba en zonas desconocidas, regresaba de golpe, al fondo de mí misma. De pronto, sentí miedo, segura de que me había engañado, de que me había ocultado misteriosos desenlaces. Me pareció que pronunciar mi nombre a solas era como anunciar un peligro o, peor aun, como si algo, en la oscuridad, me rozara la mano.
Posted on: Sat, 05 Oct 2013 23:16:48 +0000

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