BUENO BUENO! AQUI LES DEJO LA TERCERA PARTE DE.... PERDIDA! - TopicsExpress



          

BUENO BUENO! AQUI LES DEJO LA TERCERA PARTE DE.... PERDIDA! ESPERO QUE LES GUSTE! DEJEN SU COMENTARIO! NICK DUNNE El día de Abrí de par en par la puerta de mi bar, me sumergí en la oscuridad y respiré hondo por primera vez en todo el día, inhalando el aroma a cerveza y cigarrillos; especiado el del bourbon derramado, acre el de las palomitas rancias. Únicamente había una clienta en el bar, sentada al extremo más alejado de la barra: una anciana llamada Sue que había ido todos los jueves con su marido hasta que este falleció hacía tres meses. Ahora iba todos los jueves sola, sin apenas trabar conversación. Se limitaba a sentarse con una cerveza y un crucigrama, preservando un ritual. Mi hermana estaba detrás de la barra, llevaba el pelo recogido con horquillas de empollona y tenía los brazos rosados de meter y sacar las jarras de cerveza en el lavavajillas. Go es esbelta y de cara extraña, lo cual no quiere decir que no sea atractiva. Sus rasgos simplemente requieren un momento para cobrar sentido: la mandíbula ancha, la naricilla respingona, los ojos oscuros y globulares. Si estuviésemos en una película de época, los hombres silbarían al verla, se echarían hacia atrás el sombrero de fieltro y exclamarían: «¡Eso sí que es una mujer de bandera!». El rostro de una reina de las comedias alocadas de los treinta no siempre se ajusta a esta era nuestra de princesitas de cuento de hadas, pero sé de buena tinta, a raíz de los años que hemos pasado juntos, que a los hombres les gusta mi hermana, un montón, lo cual me coloca en esa extraña posición fraternal de sentirme a la vez orgulloso y preocupado. -¿Se sigue fabricando el embutido con pimiento? -dijo Go a modo de saludo, sin levantar la vista, simplemente sabiendo que era yo. Sentí el mismo alivio que solía sentir cada vez que la veía: puede que las cosas no fueran a las mil maravillas, pero todo saldría bien. Mi melliza, Go. Tantas veces he repetido esa frase que las palabras han acabado por perder su sentido real para convertirse en un mantra tranquilizador: «Mimellizago». Nacimos en los setenta, cuando los mellizos aún eran algo anómalo, algo ligeramente mágico: primos del unicornio, parientes de los elfos. Incluso compartimos una pizca de telepatía. Go es realmente la única persona en todo el mundo junto a la que me siento yo mismo por completo. Cuando estoy con ella no siento la necesidad de explicarle mis motivos. No clarifico, no dudo, no me preocupo. No se lo cuento todo, ya no, pero le cuento más que a cualquier otra persona, con mucha diferencia. Le cuento hasta donde puedo. Pasamos nueve meses espalda contra espalda, protegiéndonos mutuamente. Pasó a ser una costumbre para toda la vida. Nunca me importó que fuese chica, algo extraño para un chaval tan inseguro como yo. ¿Qué puedo decir? Siempre fue una tía enrollada. -¿El embutido con pimiento? Creo que sí. -Deberíamos comprar -dijo Go, arqueando una ceja en mi dirección-. Siento curiosidad. Sin preguntar, me sirvió una PBR de barril en una jarra de limpieza discutible. Cuando me vio inspeccionando el borde manchado, Go se acercó la jarra a la boca y lamió la mancha hasta borrarla, dejando un reguero de saliva. Después volvió a dejar la jarra frente a mí, sobre la barra. -¿Mejor, mi príncipe? Go cree a pies juntillas que siempre obtuve un trato privilegiado por parte de nuestros padres, que fui el chico que habían planeado, el hijo único que se habrían podido permitir, y que ella llegó sibilinamente a este mundo agarrada a mi tobillo, como una extraña indeseada. (Para mi padre, una extraña particularmente indeseada). Está convencida de que, durante toda nuestra infancia, nuestros padres dejaron que se las apañara sola, una lastimera criatura de prendas de segunda mano y boletines escolares sin firmar, presupuestos reducidos y remordimiento general. Puede que su visión esté en cierto modo justificada; apenas puedo soportar admitirlo. -Sí, mi escuálida y pequeña sierva -dije, aleteando las manos en actitud regia. Me encorvé sobre mi jarra. Necesitaba sentarme y beberme una cerveza o tres. Seguía teniendo los nervios a flor de piel desde la mañana. -¿Qué te pasa? -dijo Go-. Pareces inquieto. Me arrojó un poco de espuma, más agua que jabón. El aire acondicionado se puso en marcha, alborotándonos las coronillas. Pasábamos más tiempo del necesario en El Bar. Se había convertido en la casa en lo alto del árbol que nunca tuvimos de pequeños. El año anterior, durante una noche de cogorza, abrimos las cajas almacenadas en el sótano de nuestra madre, mientras esta aún seguía viva, pero poco antes del final, cuando andábamos necesitados de consuelo, y repasamos nuestros juegos y juguetes entre aahs, oohs y sorbos de cerveza de lata. Navidades en agosto. Tras el fallecimiento de mamá, Go se mudó a nuestra vieja casa y lentamente fuimos trasladando nuestros juguetes, de manera poco sistemática, a El Bar. Un buen día, una muñeca Tarta de Fresa ya sin aroma aparecía sobre un taburete (mi regalo para Go). Otro, un diminuto El Camino de Hot Wheels al que le faltaba una rueda amanecía sobre una balda en la esquina (un regalo de Go para mí). Se nos ocurrió organizar una noche semanal dedicada a los juegos de mesa, a pesar de que la mayoría de nuestros clientes eran demasiado viejos para sentir nostalgia por el Tragabolas y el Juego de la Vida, con sus diminutos coches de plástico por llenar de diminutas esposas de plástico y diminutos bebés de plástico, todos igual de mentecatos. No consigo recordar cómo se ganaba. (Pensamiento profundo del día patrocinado por Hasbro.) Go rellenó mi jarra, rellenó la suya. Tenía el párpado izquierdo ligeramente caído. Eran exactamente las 12.00 del mediodía y me pregunté cuánto tiempo llevaría bebiendo. Había tenido una década tormentosa. A finales de los noventa, mi inquisitiva hermana, con su cerebro de ingeniero espacial y sus ánimos de jinete de rodeo, había dejado la universidad para mudarse a Manhattan, donde fue una de las primeras en explotar el fenómeno puntocom. Estuvo dos años ganando una pasta gansa y después sufrió el estallido de la burbuja de internet en 2000. Go siguió impertérrita. Estaba más cerca de los veinte que de los treinta; no pasaba nada. A modo de segundo acto, terminó la carrera y se incorporó al mundo de traje gris de la banca de inversiones. Nivel medio, nada exagerado, nada censurable, pero volvió a quedarse sin empleo - nuevamente de golpe- con la crisis financiera de 2008. Yo ni siquiera sabía que había abandonado Nueva York hasta que me llamó desde casa de nuestra madre anunciando: «Me rindo». Le rogué de todas las maneras posibles que regresara, pero solo obtuve un silencio irritable a modo de respuesta. Nada más colgar, llevé a cabo un angustiado peregrinaje hasta su apartamento en el Bowery, donde encontré a Gary, su adorado ficus, muerto y amarillento en la escalera de incendios, y supe que Go nunca iba a volver. El Bar parecía haberla animado. Llevaba los libros de contabilidad, servía cervezas y de vez en cuando le metía mano a la jarra de las propinas, pero por otra parte trabajaba más que yo. Nunca hablábamos de nuestras viejas vidas. Éramos Dunne, nuestras vidas habían terminado y nos sentíamos extrañamente satisfechos con ello. -Entonces, ¿qué? -dijo Go, su modo habitual de iniciar una conversación. -Eh. -Eh, ¿qué? Eh, ¿mal? Tienes mal aspecto. Me encogí de hombros afirmativamente; Go me estudió el rostro. -¿Amy? -preguntó. Era una pregunta fácil. Volví a encogerme de hombros, esta vez con resignación, un «¿Qué le vamos a hacer?». Go me dedicó una expresión divertida, apoyando ambos codos sobre la barra y colocando las manos bajo la barbilla, inclinándose para llevar a cabo una incisiva disección de mi matrimonio. Un panel de expertos de una sola persona, esa era Go. -¿Qué pasa con ella? -Un mal día. Simplemente es un mal día. -Pues no dejes que te lo amargue -dijo ella, encendiendo un cigarrillo. Fumaba exactamente uno al día-. Las mujeres están locas. Go no se consideraba parte de la categoría «mujeres», palabra que siempre utilizaba en tono despectivo. Soplé para devolverle el humo de su cigarrillo. -Hoy es nuestro aniversario de bodas. El quinto. -Guau -dijo mi hermana, echando la cabeza hacia atrás. Había sido dama de honor, vestida de color violeta de la cabeza a los pies («la guapísima señora de pelo negro envuelta en amatista», la había llamado la madre de Amy), pero no tenía memoria para las fechas-. Joder. Tío. Parece que fue ayer. -Me echó más humo a la cara, un indolente juego de tú llevas el cáncer-. Organizará una de sus... uh... cómo se llaman, no son gincanas... -Caza del tesoro -dije. A mi esposa le encantaban los juegos, principalmente los juegos mentales, pero también los de verdad, los divertidos, y para nuestro aniversario siempre organizaba elaboradas cazas del tesoro en las que cada pista indicaba el escondite de la siguiente, y así sucesivas veces hasta llegar al final, que era mi regalo. Era lo mismo que hacía su padre por su madre en cada uno de sus aniversarios, y no se crean que no soy consciente del intercambio de papeles, que no pillo la indirecta. Pero yo no me crié en casa de Amy, me crié en la mía, y el último regalo que le hizo mi padre a mi madre fue una plancha que dejó sobre la encimera de la cocina. Sin envolver. -¿Quieres que hagamos una apuesta a ver lo mucho que se cabrea contigo este año? -preguntó Go, sonriendo por encima de su jarra de cerveza. Las cazas del tesoro de Amy tenían un inconveniente: que yo nunca desentrañaba las pistas. En nuestro primer aniversario, cuando todavía vivíamos en Nueva York, adiviné dos de siete. Fue el año que mejor se me dio. Esta fue la primera salva: El sitio en cuestión es un poco anticuado, pero en él me diste un buen beso, un martes del otoño pasado. ¿Alguna vez participaron de niños en un concurso de deletrear? ¿Recuerdan ese segundo de incertidumbre en el que te dedicas a peinar tu cerebro justo después de que hayan anunciado la palabra, preguntándote si serás capaz de deletrearla? Era la misma sensación: ese pánico al vacío. -Un bar irlandés en un sitio no tan irlandés -me espoleó Amy. Yo me mordí un costado del labio y empecé a encogerme de hombros, escudriñando nuestra sala de estar, como si la respuesta fuera a aparecer allí. Amy me concedió otro largo minuto. -Estábamos perdidos bajo la lluvia -dijo al fin, en un tono de voz que sonaba a ruego en dirección al mosqueo. Terminé mi encogimiento. -McMann’s, Nick. ¿No te acuerdas, cuando nos perdimos bajo la lluvia en Chinatown intentando encontrar el restaurante de dim sum y se suponía que estaba cerca de la estatua de Confucio, pero resulta que hay dos estatuas de Confucio y acabamos por casualidad en aquel bar irlandés, completamente empapados, y nos tomamos un par de whiskys y me agarraste y me besaste y fue...? -¡Claro! Deberías haber mencionado a Confucio en la pista, así sí que lo habría adivinado. -El quid no era la estatua. El quid era el sitio. El momento. Sencillamente me pareció especial. -Pronunció aquellas últimas palabras con un soniquete infantil que en otro tiempo me había parecido atractivo. -Porque fue especial -dije yo, atrayéndola hacia mí para besarla-. Este morreo acaba de ser mi recreación especial de aniversario. Vamos a repetirlo en McMann’s. En McMann’s, el camarero, un enorme y barbado chico-oso, sonrió al vernos entrar, nos sirvió sendos whiskys y dejó sobre la barra la siguiente pista. Cuando estoy triste y siento pesar es el único sitio donde me apetece estar. Resultó ser la estatua de Alicia en el País de las Maravillas en Central Park, la cual, según me había contado Amy -porque me lo había contado, ella sabía que me lo había contado muchas veces-, aligeraba sus penas cuando era niña. Yo no recuerdo ninguna de aquellas conversaciones. Estoy siendo sincero, sencillamente no las recuerdo. Tengo una pizca de TDA y además siempre me he sentido un tanto deslumbrado por mi esposa, en el sentido más puro de la palabra, el de perder claridad de visión, especialmente al mirar una luz brillante. Me conformaba con estar cerca de ella y oírla hablar, y no siempre importaba lo que estuviera diciendo. Debería haber importado, pero no era así. Para cuando acabó la jornada y llegamos al verdadero intercambio de regalos -los tradicionales regalos de papel para el primer año de casados-, Amy había dejado de hablarme. -Te quiero, Amy. Sabes que te quiero -dije, siguiéndola a través de los numerosos grupos de obnubilados turistas, inmóviles en mitad de la acera, boquiabiertos y ajenos a todo. Amy serpenteó entre las multitudes de Central Park, sorteando corredores de mirada invariable y patinadores de glúteos endurecidos, padres arrodillados y bebés que se tambaleaban como borrachos, siempre por delante de mí, con los labios apretados, acelerando hacia ninguna parte mientras yo intentaba alcanzarla, agarrarla del brazo. Finalmente se detuvo, mostrándome un rostro imperturbable mientras intentaba explicarme, conteniendo mi exasperación con una pinza mental: -Amy, no entiendo por qué necesito demostrarte mi amor recordando exactamente las mismas cosas que tú, exactamente de la misma manera que las recuerdas tú. Eso no significa que no esté encantado de vivir contigo. Un payaso cercano hinchó un globo con forma de animal, un hombre compró una rosa, un niño lamió un helado de cono y en aquel momento nació una auténtica tradición, una que nunca olvidaría: Amy con su proclividad al exceso y yo con la mía a todo lo contrario, indigno incluso del esfuerzo. Feliz aniversario, gilipollas. -Es un suponer, pero... ¿cinco años? Se va a cabrear muchísimo -continuó Go-. Así que espero que le hayas comprado un regalo bueno de verdad. -Lo tengo en la lista de pendientes. -¿Cuál es el símbolo para los cinco años? ¿Papel? -Papel es el primer año -dije. Al término de aquella primera e inesperadamente dolorosa caza del tesoro, Amy me obsequió con un elegante juego de papel de escritorio con mis iniciales grabadas en lo alto, de textura tan cremosa que esperaba que se me humedecieran los dedos. A cambio, yo le regalé una chillona cometa de papel comprada en un todo a cien, imaginando el parque, picnics, cálidas brisas veraniegas. A ninguno de los dos nos gustó nuestro regalo; ambos hubiéramos preferido el del otro. Fue como un cuento de O. Henry pero al revés. -¿Plata? -preguntó Go-. ¿Bronce? ¿Hueso de ballena? Ayúdame. -Madera -dije-. No hay manera de hacer un regalo romántico en madera. Al otro extremo de la barra, Sue dobló pulcramente su periódico y lo dejó sobre la barra junto a la jarra vacía y un billete de cinco dólares. Los tres intercambiamos sonrisas silenciosas a su marcha. -Ya lo tengo -dijo Go-. Vete a casa, échale un polvo de leyenda y luego la golpeas con la polla y gritas: «¡Toma madera, zorra!». Nos echamos a reír. Después a los dos se nos encendieron las mejillas en el mismo lugar. Era el tipo de broma grosera y nada fraternal que a Go le encantaba arrojarme como una granada. También era el motivo de que, en el instituto, siempre corriesen los rumores de que nos acostábamos en secreto. Incestillizos. Manteníamos una relación demasiado estrecha: chistes privados, susurros huidizos en plena fiesta. Estoy bastante seguro de que no hará falta decirlo, pero como cualquiera que no sea Go podría malinterpretarme, lo haré: mi hermana y yo nunca nos hemos acostado juntos ni se nos ha pasado por la cabeza hacerlo. Simplemente nos llevamos francamente bien. En aquel momento, Go estaba gesticulando como si estuviera azotando a mi esposa con el rabo. No, Amy y Go nunca iban a ser amigas. Las dos eran demasiado territoriales. Go estaba acostumbrada a ser la chica alfa en mi vida, Amy estaba acostumbrada a ser la chica alfa en la vida de todos. Para tratarse de dos personas que vivían en la misma ciudad -la misma ciudad en dos ocasiones distintas: primero en Nueva York, ahora en Carthage- apenas se conocían la una a la otra. Iban y venían por mi vida como actrices de teatro bien sincronizadas; una salía por la puerta al tiempo que la otra entraba, y en las raras ocasiones en las que coincidían en la misma habitación, ambas parecían en cierto modo confundidas por la situación. Antes de que Amy y yo empezásemos a ir en serio, nos prometiéramos, nos casáramos, vislumbraba retazos de los pensamientos de Go en frases ocasionales. «Es curioso, no consigo terminar de ficharla, me refiero a su verdadera personalidad.» Y: «Simplemente no pareces el mismo cuando estás con ella». Y: «Hay una diferencia entre querer de verdad a una persona y querer la idea que te has hecho de ella». Y finalmente: «Lo importante es que te haga verdaderamente feliz». Eso cuando Amy me hacía verdaderamente feliz. Amy también me obsequiaba con sus impresiones de Go: «Es muy... de Missouri, ¿verdad?». Y: «Has de estar del humor adecuado para hablar con ella». Y: «Necesita que estés siempre pendiente de ella, pero por otra parte imagino que, claro, no tiene a nadie más». Tras acabar todos juntos en Missouri, yo había esperado que ambas enterraran el hacha de guerra y aprendiesen a vivir con sus desacuerdos. Ninguna de las dos lo hizo. Sin embargo, Go era más divertida que Amy, de manera que se trataba de una batalla desequilibrada. Amy era inteligente, corrosiva, sarcástica. Amy podía enervarme, desarrollar una argumentación afilada y penetrante, pero Go siempre me hacía reír. Es peligroso reírte de tu esposa. -Go, creía que habíamos acordado que nunca volverías a mencionar mis genitales -dije-. Que dentro de los límites de nuestra relación fraternal, no tengo genital alguno. Sonó el teléfono. Go le dio otro sorbo a su cerveza y contestó, puso los ojos en blanco y sonrió. -¡Claro que está, un momento, por favor! Después formó con los labios la palabra «Carl». Carl Pelley vivía en la acera de enfrente de nuestra casa. Jubilado desde hacía tres años. Divorciado desde hacía dos. Fue entonces cuando se mudó a nuestra urbanización. Había sido vendedor ambulante -accesorios para fiestas infantiles- y yo percibía que, tras cuatro décadas viviendo en moteles, no se sentía cómodo en casa. Aparecía en el bar prácticamente a diario con una maloliente bolsa de Hardee’s, quejándose de su mala economía, hasta que le ofrecíamos una primera ronda a cuenta de la casa. (Aquella fue otra de las cosas que averigüé sobre Carl en El Bar, que era un alcohólico funcional pero irredento.) Tenía el detalle de aceptar cualquier cosa de la que «pretendiésemos librarnos», y lo decía en serio: durante todo un mes, Carl no bebió otra cosa que una partida de Zimas polvorientas, aproximadamente de 1992, que habíamos encontrado en el sótano. Cuando una resaca obligaba a Carl a quedarse en casa, buscaba cualquier motivo para llamar: «Vuestro buzón parece muy lleno hoy, Nicky, a lo mejor has recibido un paquete». O: «Parece que va a llover, quizá deberías cerrar las ventanas». Los motivos eran lo de menos. Carl solo necesitaba oír el entrechocar de cristales, el gorgoteo de una bebida al ser servida. Cogí el teléfono y agité una cubitera cerca del receptor de modo que Carl pudiera imaginar su ginebra. -Eh, Nicky -sonó la aguada voz de Carl-. Siento molestarte. Solo he pensado que deberías saberlo... La puerta de vuestra casa está abierta de par en par y el gato ha salido a la calle. Eso no debería ser así, ¿verdad? Proferí un gruñido impreciso. -Me acercaría a echar un vistazo, pero hoy no me encuentro demasiado bien -dijo Carl con pesadez. -No te preocupes -dije yo-. De todos modos ya es hora de que vaya volviendo a casa. Era un trayecto de quince minutos en coche, todo recto siguiendo la carretera del río. Conducir hasta nuestra urbanización me provocaba en ocasiones escalofríos, debido al número de casas oscuras y boquiabiertas que veía en el camino, hogares que nunca habían conocido habitante alguno u hogares cuyos propietarios habían sido desahuciados para dejar la casa alzándose triunfalmente vacía, deshumanizada. Cuando Amy y yo nos mudamos, todos nuestros escasos vecinos cayeron de inmediato sobre nosotros: una madre soltera de mediana edad con tres hijos que nos trajo un guiso; un joven padre de trillizos con un pack de seis latas de cerveza (a su mujer la dejó en casa con los trillizos); una anciana pareja de cristianos que vivía un par de casas más allá y, por supuesto, Carl, el de la acera de enfrente. Nos sentamos en el porche trasero y admiramos el río, y todos ellos se quejaron de las hipotecas de interés variable y del cero por ciento y sin entrada, y todos recalcaron que Amy y yo éramos los únicos con acceso al río, los únicos sin hijos. «¿Solo ustedes dos? ¿En esta casa tan grande?», preguntó la madre soltera, repartiendo una tortilla de vaya usted a saber qué. -Solo nosotros dos -confirmé con una sonrisa, y asentí agradecido mientras me llenaba la boca con huevo semilíquido. -Qué solitario parece. En eso tenía razón. A los cuatro meses, la señora de la tortilla perdió la batalla contra la hipoteca y desapareció de la noche a la mañana con sus tres hijos. Su casa ha permanecido vacía desde entonces. La ventana del salón todavía exhibe pegado al cristal un dibujo infantil de una mariposa, con los brillantes colores de rotulador desgastados por el sol. Una noche, no hace mucho, pasé por delante con el coche y vi a un hombre con barba, desaliñado, oteando desde detrás del dibujo, flotando en la oscuridad como un pez triste en un acuario. Me vio y se refugió de inmediato en las profundidades de la casa. Al día siguiente, dejé una bolsa de papel marrón llena de bocadillos en el escalón de entrada; permaneció bajo el sol intacta durante una semana, descomponiéndose húmedamente, hasta que volví a cogerla y la eché a la basura. Silencioso. El complejo permanecía en todo momento perturbadoramente silencioso. Estaba llegando a casa, consciente del ruido del motor del coche, cuando vi que, efectivamente, el gato estaba sobre los escalones de la entrada. Todavía fuera, veinte minutos después de la llamada de Carl. Aquello era raro. Amy adoraba al gato, el gato había sido desuñado, el gato no tenía permitido salir de casa, jamás de los jamases, porque el gato, Bleecker, era cariñoso pero extremadamente estúpido, y a pesar del chip implantado en algún lugar entre sus rollizos y peludos pliegues, Amy sabía que si alguna vez salía nunca volvería a verlo. Encaminaría sus torpes pasos derecho hacia el Mississippi -didel-di-dum- y flotaría hasta llegar al Golfo de México y las hambrientas fauces de un tiburón toro. Pero resultó que el gato ni siquiera era lo suficientemente inteligente como para ir más allá de los escalones. Bleecker aguardaba sentado al borde del porche, como un obeso pero orgulloso centinela, el recluta Esforzado. Mientras aparcaba en el camino de entrada, Carl se asomó a la puerta y noté que tanto el gato como el anciano me observaban salir del vehículo y dirigirme hacia la casa por el sendero flanqueado de peonías rojas de aspecto orondo y jugoso que pedían ser devoradas. Iba a colocarme en posición de bloqueo para interceptar al gato cuando vi que la puerta principal estaba abierta. Carl me había avisado, pero verlo era otra cuestión. No era una apertura de salgo-a-tirar-la-basura-y-vuelvo-en-un-minuto. Era una apertura completa, de par en par, ominosa. Carl seguía al otro lado de la calle, aguardando mi respuesta, y como en una terrible performance me sentí interpretando el papel de Esposo Preocupado. Me detuve en mitad de la escalera, frunciendo el ceño, después ascendí rápidamente los peldaños restantes de dos en dos, pronunciando el nombre de mi esposa. Silencio. -Amy, ¿estás en casa? Subí corriendo a la primera planta. Ni rastro de Amy. La tabla de planchar estaba preparada, la plancha todavía encendida, un vestido aguardaba a ser planchado. -¡Amy! Mientras bajaba corriendo las escaleras, alcancé a ver a Carl todavía enmarcado por la puerta abierta, observando con las manos en las caderas. Entré bruscamente en la sala de estar y me detuve en seco. La alfombra resplandecía con pedazos de cristal. La mesita del café estaba destrozada, las rinconeras caídas y los libros desparramados por el suelo como en un truco de naipes. Incluso la pesada y antigua otomana estaba volcada, alzando sus cuatro diminutas patas hacia el techo como un animal muerto. En mitad de todo aquel desorden destacaban un par de tijeras bien afiladas. -¡Amy! Eché a correr, bramando su nombre. A través de la cocina, donde se estaba quemando una tetera, escaleras abajo, donde el cuarto para invitados del sótano seguía completamente vacío, para salir finalmente al exterior por la puera trasera. Atravesé con celeridad el patio hasta alcanzar el esbelto embarcadero que sobresalía sobre el río. Miré por un costado para ver si estaba en nuestro bote de remos, donde la había encontrado otro día, amarrada al muelle, dejándose mecer por la corriente con el rostro vuelto hacia el sol, los ojos cerrados. Mientras observaba los deslumbrantes centelleos del río y su hermoso rostro inmóvil, Amy abrió repentinamente sus azules ojos y me miró sin pronunciar palabra. Yo tampoco le dije nada a ella y regresé a casa solo. -¡Amy! No estaba en el agua ni estaba en la casa. Simplemente no estaba. Amy había desaparecido.
Posted on: Sat, 28 Sep 2013 04:30:51 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015