CAPITULO SEGUNDO Unos cinco meses después de que Alfred - TopicsExpress



          

CAPITULO SEGUNDO Unos cinco meses después de que Alfred Monkton llegara a la mayoría de edad, dejé el colegio y resolví divertirme e instruirme un poco viajando por el extranjero. En el momento en que abandoné Inglaterra, el joven Monkton aún vivía como un recluso en la Abadía y, en la opinión de todos, se hundía con rapidez, si es que no había ya sucumbido, bajo la maldición hereditaria de su familia. En cuanto a los Elmslie, se decía que a Ada le había sentado bien su permanencia en el extranjero, y que madre e hija ya habían emprendido el regreso a Inglaterra para reanudar sus antiguas relaciones con el heredero de Wincot. Salí de viaje antes de que regresaran, y vagabundeé por media Europa, casi sin planificar mi rumbo. El azar, que me llevaba a todas partes, me condujo al fin a Nápoles. Allí me encontré con un antiguo condiscípulo, que era uno de los agregados de la embajada inglesa; y allí comenzaron los extraordinarios acontecimientos relacionados con Alfred Monkton que constituyen lo más interesante de la historia que ahora cuento. Pasaba el tiempo ociosamente una mañana con mi amigo el agregado, en el jardín de la Villa Reale, cuando nos cruzamos con un joven, que caminaba solo y que intercambió una inclinación con mi amigo. Creí reconocer los oscuros ojos ansiosos, las mejillas incoloras, la expresión extrañamente vigilante, angustiada, que recordaba en tiempos pasados como características del rostro de Alfred Monkton, e iba a interrogar a mi amigo sobre el tema cuando él me dio sin que le preguntara la información que yo buscaba. -Ese es Alfred Monkton -dijo-; viene de la misma región de Inglaterra que tú. Tendrías que conocerlo. -Lo conozco un poco -contesté-. Estaba comprometido con la señorita Elmslie la última vez que estuve cerca de Wincot. ¿Se ha casado ya con ella? -No; y no tendría que hacerlo nunca. Ha seguido el mismo camino que el resto de la familia; o para decirlo más sencillamente, se ha vuelto loco. -¡Loco! Aunque eso no tendría que sorprenderme, después de los rumores que oí sobre él en Inglaterra. -Yo no hablo de rumores; hablo por lo que ha dicho y hecho ante mí, y ante cientos de otras personas. Te habrás enterado, ¿no? -En absoluto. Hace meses que no sé nada sobre Nápoles o Inglaterra. -Entonces tengo una historia de lo más extraordinaria para contarte. Como es lógico, sabes que Alfred tenía un tío, Stephen Monkton. Bien, hace cierto tiempo, este tío se batió en duelo en Roma con un francés que lo mató de un tiro. Los padrinos y el francés (que salió ileso) huyeron en distintas direcciones, como es de suponer. Aquí no supimos nada sobre los detalles del duelo hasta un mes después, cuando uno de los periódicos franceses publicó un informe sobre él, tomado de los papeles que dejó el padrino de Monkton, que murió de consunción en París. En los papeles figuraba el modo en que se llevó a cabo el duelo y cómo terminó, pero nada más. Desde entonces no pudo hallarse el menor rastro del padrino sobreviviente ni del francés. Todo lo que se sabe del duelo, en consecuencia, es que Stephen Monkton fue muerto de un tiro; acontecimiento que nadie puede lamentar, porque nunca existió un granuja mayor. Siguen siendo misterios impenetrables el lugar exacto donde murió, y qué se hizo del cadáver. -¿Pero qué tiene que ver todo esto con Alfred? -Aguarda un momento, y te enterarás. Poco después de que las noticias de la muerte de su tío llegaran a Inglaterra, ¿qué crees que hizo Alfred? Aplazó el matrimonio con la señorita Elmslie, que en ese momento estaba apunto de celebrarse, para venir aquí en busca del lugar donde enterraron al miserable bribón de su tío. Y no hay poder sobre la tierra que lo convenza de regresar a Inglaterra y a la señorita Elmslie, hasta que haya descubierto el cadáver y lo haya llevado consigo para enterrarlo con los otros difuntos Monkton, en la bóveda que está bajo la capilla de la Abadía de Wincot. Ha derrochado su dinero, ha importunado a la policía, se ha expuesto al ridículo ante los hombres y a la indignación de las mujeres durante los últimos tres meses, tratando de lograr su demencial propósito, y ahora está tan lejos de él como siempre. No da a nadie la menor explicación de su conducta. No se le puede apartar del asunto ni con la risa ni con el razonamiento. Cuando nos cruzamos con él, se dirigía a la oficina del jefe de policía para que envíe nuevos agentes a buscar a través de los Estados romanos el sitio donde fue muerto su tío. Y oye esto: durante todo este tiempo ha declarado que está apasionadamente enamorado de la señorita Elmslie, y que se siente desdichado por la separación. ¡Imagínate! Y después date cuenta de que él mismo se ha impuesto la ausencia, para perseguir los restos de un miserable que era una losa para la familia, y a quien no vio más que una o dos veces en su vida. De todos los «Locos Monkton», como solían llamarlos en Inglaterra, Alfred es el que lo está más. En realidad es nuestra principal distracción en esta aburrida temporada de ópera, aunque, por mi parte, cuando pienso en la pobre muchacha en Inglaterra, me siento mucho más inclinado a despreciarlo que a reírme de él. -¿Entonces conoces a los Elmslie? -Intimamente. El otro día mi madre me escribió desde Inglaterra, después de haber visto a Ada. Esta escapada de Monkton ha agraviado a todos los amigos de la muchacha. Se han esforzado para que rompa el vínculo con él, cosa que al parecer puede hacer si quiere. Incluso su madre, por más sórdida y egoísta que sea, se vio obligada al fin, por pura decencia, a unirse a la opinión del resto de la familia; pero la bondadosa y fiel muchacha no abandonará a Monkton. Se adapta a su demencia, declara que él le dio en secreto un buen motivo para irse; dice que siempre pudo hacerlo feliz cuando estuvieron juntos en la antigua Abadía, y que puede hacerlo aún más feliz cuando se casen; en pocas palabras, lo ama de corazón, y en consecuencia creerá en él hasta el fin. Nada la saca de su postura; ha decidido derrochar su vida en él, y lo hará. -Espero que no. Por loca que nos parezca su conducta, puede tener algún motivo sensato que no podemos imaginar. ¿Su mente parece caótica cuando habla sobre temas comunes? -En absoluto. Cuando logras que diga algo, lo que no ocurre con frecuencia, habla como un hombre cuerdo, bien educado. Si mantienes el silencio sobre la extraña diligencia que lo ha traído aquí, crees estar en presencia del más sereno y cortés de los seres humanos. Pero en cuanto tocas el tema del vagabundo de su tío, la locura de los Monkton brota directamente. La otra noche una dama le preguntó, en broma por supuesto, si había visto el fantasma de su tío. El le dirigió una mirada furiosa, parecía un perfecto demonio, dijo que él y su tío le contestarían algún día juntos la pregunta, si volvían del Infierno para hacerlo. Nos reímos de sus palabras, pero la dama se desmayó ante su expresión, y tuvimos que soportar una escena de histeria y sales. A cualquier otro hombre lo habrían sacado a puntapiés del salón por casi matar a una mujer de un susto; pero «Monkton el Loco», como lo han bautizado, es un lunático privilegiado en la sociedad napolitana, porque es inglés, apuesto, y dispone de treinta mil libras anuales. Va por todas partes bajo la impresión de que puede encontrar a alguien que conozca el secreto del sitio donde se llevó a cabo el misterioso duelo. Si te lo presentan, con seguridad te preguntará si sabes algo sobre el asunto; pero cuídate de seguir con el tema después de contestarle, a menos que quieras asegurarte de hacerle perder los estribos. En ese caso no tienes más que hablarle de su tío, y sin más trámite el resultado te dejará más que satisfecho. Uno o dos días después de esta conversación con mi amigo el agregado, encontré a Monkton en una reunión nocturna. En cuanto oyó mencionar mi nombre su rostro enrojeció; me llevó a un rincón, y haciendo referencia a su fría acogida, años atrás, de mis intentos por hacer amistad con él, me pidió que lo disculpara por lo que denominó una ingratitud imperdonable, con una seriedad y una agitación que me asombraron por completo. Acto seguido me interrogó, como había predicho mi amigo, acerca del sitio del duelo. Un cambio extraordinario sobrevino en él mientras me interrogaba sobre la cuestión. En vez de mirarme a la cara como lo habían hecho hasta entonces, sus ojos se apartaron y se fijaron con intensidad, casi con ferocidad, o en la pared perfectamente vacía que estaba junto a nosotros, o en el espacio vacío entre la pared y nosotros: era imposible determinarlo. Yo había llegado a Nápoles desde España en barco, y se lo dije en breves palabras, como el mejor modo de hacerle saber que no podía ayudarlo en su búsqueda. No siguió con el asunto; y recordando la advertencia de mi amigo, cuidé de llevar la conversación a temas generales. Me miró otra vez de frente, y mientras estuvimos en nuestro rincón, sus ojos no volvieron a dirigirse en ningún momento hacia la pared vacía o al espacio que había junto a nosotros. Aunque más dispuesto a escuchar que a hablar, su conversación, cuando hablaba, no tenía rastros de la menor demencia. Era evidente que había leído, no sólo en general, sino también en profundidad, y podía aplicar sus lecturas con singular felicidad para ilustrar casi cualquier tema en discusión, sin imponer su conocimiento de modo absurdo, ni ocultarlo con afectación. Su comportamiento era de por sí una protesta firme contra un apodo como «Monkton el Loco». Era tan tímido, tan sereno, tan compuesto y gentil en todos sus actos, que a veces me sentía casi inclinado a llamarlo afeminado. En la primera noche de nuestro encuentro tuvimos una larga charla; después nos vimos con frecuencia, y no perdimos una sola oportunidad de mejorar nuestras relaciones. Yo sentía que él se había aficionado a mí; y a pesar de lo que había oído acerca de su conducta con la señorita Elmslie, a pesar de las sospechas que la historia de su familia y su propia conducta habían emplazado contra él, «Monkton el Loco» empezó a gustarme tanto como yo le gustaba a él. Cabalgamos juntos por la campiña en más de una oportunidad, y con frecuencia navegábamos a vela a lo largo de las costas de la bahía. Excepto dos excentricidades de su comportamiento, que yo no podía comprender, pronto me habría sentido tan cómodo en su compañía como en la de mi propio hermano. La primera excentricidad consistía en la reaparición en varias ocasiones de la extraña expresión de sus ojos, que yo había visto por primera vez cuando me preguntó sí sabía algo sobre el duelo. Sin importar de qué hablábamos, o dónde estuviéramos, había momentos en que de pronto apartaba los ojos de mi cara, ya fuera a un lado o al otro, pero siempre hacia donde no había nada que ver, y siempre con la misma intensidad y ferocidad en la mirada. Esto se parecía tanto a la locura -o al menos a la hipocondría- que me daba miedo hacerle preguntas al respecto, y fingía en todo momento no observarlo. La segunda particularidad de su conducta era que mientras estaba en mi compañía nunca hacía referencia a los rumores sobre su misión en Nápoles, y ni una sola vez habló de la señorita Elmslie, o de su vida en la Abadía de Wincot. Esto no sólo me asombraba a mí, sino que sorprendía a quienes habían notado nuestra confianza mutua, y que estaban seguros de que yo debía ser el depositario de todos sus secretos. Pero se acercaba el momento en que el misterio, y algunos otros misterios cuya existencia yo no sospechaba en ese período, iban a revelarse. Una noche lo encontré en un gran baile, dado por un noble ruso, cuyo nombre no podía pronunciar entonces, y no puedo recordar ahora. Yo me había apartado del salón de recepción, del de baile y del de juego hasta llegar a unas pequeñas dependencias en un extremo del palacio, que eran mitad conservatorio, mitad tocador, que habían iluminado hermosamente para la ocasión con linternas chinas. Cuando entré no había nadie. El panorama del Mediterráneo, bañado por la refulgente suavidad de la luna italiana, era tan hermoso que me quedé largo tiempo junto a la ventana mirando y escuchando la música que llegaba tenue desde el salón de baile. Tenía los pensamientos concentrados en los conocidos que había dejado en Inglaterra, cuando me sobresaltó oír mi nombre pronunciado en voz baja. Giré sobre los talones, y vi a Monkton de pie en el cuarto. Una palidez intensa invadía su rostro, y sus ojos estaban apartados de mí con la misma expresión extraordinaria a la que ya he aludido. -¿Te importaría irte temprano del baile esta noche? -preguntó, aún sin mirarme. -En absoluto -dije-. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Estás enfermo? -No, al menos de algo que pueda comentarse. ¿Vendrás donde vivo? -En seguida, si quieres. -No, en seguida no. Yo debo ir a casa sin demora; pero espera media hora antes de seguirme. No has estado antes en casa, lo sé; pero la encontrarás con facilidad, está cerca. Aquí tienes una tarjeta con mi dirección. Necesito hablarte esta noche: de ello depende mi vida. ¡Te ruego que vengas! ¡Por Dios, ven cuando se cumpla la media hora! Prometí ser puntual, y se fue inmediatamente. Casi todos imaginarán sin duda el estado de impaciencia nerviosa y vaga expectativa en que pasé la espera acordada, despues de oír palabras como las que Monkton me había dicho. Antes de que la media hora se hubiese cumplido, empecé a abrirme paso a través del salón de baile. En los primeros escalones de la escalinata de entrada, me crucé con mi amigo el agregado. -¡Cómo! ¿Ya te vas? -dijo. -Sí; y a una excursión muy curiosa. Voy a casa de Monkton, él mismo me invitó. -¡No lo dirás en serio! Juro por mi honor que eres un tipo valiente si confías en estar a solas con «Monkton el Loco» en una noche de luna llena. -Está enfermo, pobre muchacho. Además, no lo considero tan loco como tú pretendes. -No discutiremos sobre eso; pero recuerda lo que te digo: no te ha pedido que vayas a donde nunca se admitió una visita antes, sin un propósito especial. Hago la predicción de que esta noche verás u oirás algo que recordarás durante el resto de tus días. Nos separamos. Cuando llamé al portón de entrada de la casa donde vivía Monkton recordé las últimas palabras de mi amigo en la escalinata del palacio; y aunque me había reído de él cuando las pronunció, empecé a sospechar en ese momento que su predicción se cumpliría.
Posted on: Tue, 25 Jun 2013 03:54:25 +0000

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