Capítulo 13 Pocas cosas estimulan tanto el ingenio como la - TopicsExpress



          

Capítulo 13 Pocas cosas estimulan tanto el ingenio como la necesidad y la desesperación, y yo necesitaba desesperadamente algo de dinero. Tuve una idea y sin pensarlo dos veces me encaminé al concesionario donde había comprado la flota de vehículos de la que fue mi hacienda. Como de costumbre me recibió el propietario, un inglés apellidado Harker. Después de saludarnos cortésmente le hice saber mi intención de adquirir un auto que tuviera los asientos reclinables; dije que mi esposa estaba embarazada y requería una posición cómoda durante los viajes. Harker tenía exactamente lo que yo necesitaba. –Es un Glass alemán, económico y con asientos que se convierten en cama –ofreció, satisfecho. –Es perfecto. Si no tiene inconveniente me lo llevo ahora mismo. ¡Vaya! –exclamé, palpando el bolsillo de la chaqueta con simulada sorpresa– he dejado la chequera en casa. ¡Qué contratiempo! Pensaba hacer varias compras esta tarde... Harker, tal como yo esperaba, ofreció inmediatamente una solución. –No se preocupe, con usted he hecho buenos negocios. Si me firma un pagaré, asunto resuelto. –Le agradecería mucho que me prestase algo en efectivo y lo añada al pagaré. Así podría continuar mis compras, no todos los comercios tienen su solvencia, señor Harker. –Por supuesto, sólo dígame cuánto necesita –acordó Harker. Me dio el dinero y firmé los documentos que me presentó. Yo actuaba aparentando tranquilidad y desenfado. En momentos como esos siempre recordaba la expresión del rostro de Stefan y trataba de imitarla. Con el auto y el dinero abandoné la tienda. Todo había salido bien, aunque confieso que estaba avergonzado. Después de una buena comida me sentí mucho mejor. Ya oscurecía cuando conduje hasta una zona llamada Las Casuarinas, solitaria porque apenas estaba urbanizada. Estacioné el auto en un lugar que me pareció seguro, recliné el asiento hasta convertirlo en cama y me dormí profundamente. Desperté muy pronto, entumecido, vestido de calle y sin posibilidad de asearme; una sensación desagradable. Es duro para quien lo ha tenido todo, empezar de nuevo en circunstancias tan difíciles. No me sentía orgulloso de mi engaño a Harker, pero mi intención era encontrar trabajo, pagar el auto y recuperar mi posición. El hombre comprendería mi estado de necesidad. Tenía aún algo de dinero pero, si no encontraba medios de vida rápidamente, era sólo cuestión de días que quedase en la indigencia. Volví al centro, compré un diario y entré en una cafetería. Mientras buscaba en las ofertas de trabajo algún empleo acorde con mis aptitudes, reparé en un hombre menudo, de edad indefinible, que me observaba desde otra de las mesas. Tenía los rasgos característicos de los oriundos de Medio Oriente: nariz larga y curvada, el rostro delgado y ojos penetrantes. Me pareció que deseaba entablar conversación conmigo, porque me miraba cada vez más abiertamente. Cuando lo miré, por fin habló: –Hola, ¿qué haces? –preguntó, como si me conociera. Lo dijo en un tono tan familiar que por un momento creí que se dirigía a otra persona y giré el rostro buscando alguien más, pero estábamos solos. –Nada especial –contesté escuetamente. –¿Es tuyo ese auto? –añadió, señalando mi nuevo Glass, aparcado frente al cafetín. –Sí –respondí. Me pasó por la cabeza que podría ser alguien enviado por Harker, ya al corriente de mis problemas. Pero la idea era absurda y la deseché inmediatamente. –Veo que buscas trabajo –señaló con la mano el diario sobre la mesa, abierto por las ofertas de empleo–. ¿Te gustaría trabajar conmigo? –¿De qué se trata? –pregunté, empezando a interesarme en la conversación. –Soy comerciante y necesito moverme de un sitio a otro, pero no tengo coche ni sé conducir. Estoy buscando alguien que me lleve donde sea necesario, por todo el país. Además del sueldo pago comida y alojamiento. –¿Y qué es lo que vendes? –inquirí. –De todo, desde chucherías hasta artefactos eléctricos y telas. Compro aquí, vendo allá... –¡Ah! Ya sé. Yo tenía un amigo que hacía lo mismo –observé, recordando a Stefan. El hombre se levantó y se acercó a mí. –¡Magnífico! –exclamó– , entonces ya conoces el negocio. Me llamo Miguel –dijo en voz baja, tendiendo su mano. Pronto me acostumbré a la extraña pronunciación que tenía del español. –Waldek Grodek –me presenté, estrechándosela. Su mano era fina y suave, de largos dedos, parecía la de una mujer. –Entonces... ¿aceptas? –Sí, claro. ¿Cuándo empiezo? –decidí, sin pensarlo más. No estaba en condiciones de rechazar ninguna oferta. –Ya hemos empezado –respondió Miguel, dándome una palmada en la espalda. Cuando hablaba siempre lo hacía en plural. Pagó la cuenta de los dos y salimos en dirección al auto. Me guió a través de la ciudad hasta un pequeño almacén donde guardaba sus mercancías. Cargamos el maletero y los asientos traseros con rollos de tela y un montón de cajas que contenían los objetos más diversos. Cuando ya no cabía ni un alfiler, Miguel indicó que iríamos hacia el norte. Era una ruta que yo conocía bien. Paramos en casi todos los pueblos buscando negocios, especialmente los de confección, y allí iba él con sus telas. Yo me quedaba aguardando; a veces lo ayudaba a llevar las mercancías, sin intervenir para nada en sus asuntos. Lo primero que él hacía al entrar en un pueblo era preguntar por la jefatura de policía. Si no la había, se sentía en su territorio. El árabe acostumbraba comprar telas nacionales, a las que con un sello y tinta especial, marcaba en el orillo «Made in England». Después las vendía como tela inglesa. Me alarmé al principio porque eso sin duda era un fraude, pero con el tiempo me fui acostumbrado a sus métodos poco ortodoxos. Las tiendas compraban sus telas sin poner reparos y la carga iba bajando poco a poco a medida que avanzábamos hacia el norte. Llevábamos unos siete días de viaje cuando, camino a Lambayeque, vimos en la cuneta un cura que esperaba el autobús. Miguel lanzó un grito. –¡Para, para! Retrocedamos, vamos a recoger a ese pobre padrecito que está en el camino. Me sorprendió su amabilidad, él nunca daba una puntada sin hilo, pero pisé el freno y retrocedí hasta la parada donde estaba el sacerdote. Miguel bajó rápidamente del auto y con exagerada reverencia saludó al religioso, invitándolo a subir. Éste, agradecido por el favor, no se hizo rogar y nos indicó que iba muy cerca, sólo un poco más adelante. En el corto trayecto la conversación con el cura versó sobre asuntos aparentemente banales. Así nos enteramos de que se dirigía hacia un monasterio que quedaba en Piura; también de que su primo, un sacerdote que anteriormente había sido el padre ecónomo de ese monasterio, fue trasladado a una iglesia al sur, en Arequipa. Para mí esos datos no tenían la menor importancia, pero para Miguel eran una valiosa información. Después de dejar al cura en su parroquia, fuimos a visitar al nuevo padre ecónomo de la proveeduría de Piura. Gracias a la información conseguida Miguel sabía su nombre y apellido; preguntando por él nos dejaron entrar en el aparcamiento sin objeciones. Esperé fuera mientras él entró en la oficina para hablar con el cura. Al poco rato salió, entusiasmado; yo sabía que eso sólo podía significar que había cerrado un buen negocio. A toda prisa fuimos a la ciudad más cercana, donde compró 176 metros de tela negra, de fabricación nacional. Buscamos un lugar tranquilo, entonces con su sello giratorio marcó «Made in England» a lo largo del borde de toda la pieza. Esperamos una media hora para que la tinta secase bien, después volvió a enrollar la tela perfectamente, como sólo un árabe sabe hacerlo y regresamos a la proveeduría. El padre ecónomo sonrió satisfecho al ver la tela con el orillo indicando su noble origen. Miguel la empezó a desenvolver para medirla de manera que no hubiera desconfianza, pero lo hizo tan hábilmente que le sobraron seis metros que él ofreció generosamente a mitad de precio. El cura creía que estaba haciendo un negocio extraordinario. Yo apenas podía contener la risa, estaba colorado y sentía la cara ardiendo. –¿Qué le sucede a su ayudante? –preguntó el padre, al verme tan congestionado. –¡Ay padrecito! –improvisó rápidamente Miguel–, está enfermo, le dan ataques de locura, ya en el barco todos lo conocen. Cuando se pone rojo como ahora, necesitamos varios marineros para sujetarlo, se pone furioso y rompe todo lo que encuentra. Por favor, termine de firmar el cheque, no vaya a tener aquí alguno de sus ataques. El cura me miró achicando los ojos y luego se apresuró a extender el cheque y nos despidió con prisas. Nos fuimos de allí tan rápidamente como pudimos. Ya en el auto, fuera de la vista del cura, ambos estallamos en carcajadas. –Vayamos rápidamente al banco a cobrar el cheque, no me fío un pelo de estos santurrones –dijo Miguel sin alzar la voz. Mientras conducía hacia la ciudad le pregunté: –¿Cómo conseguiste convencerlo para que te comprase tanta tela? –Muy fácil, sólo un poco de amabilidad y un poco de información. Ya que sabíamos el nombre de su antecesor, le dije que él me había encargado la tela para hacer sotanas. Y ahora, cuando las traigo en barco desde Inglaterra, me encuentro otra persona en su lugar. ¿Qué harías tú si fueses nuevo en un cargo y llegase algo que hubiera encargado tu antecesor? –¿Sin ningún documento y sin ningún aviso? –pregunté, algo escéptico. –Eso le extrañó al principio, pero le dije que en asuntos de iglesia la palabra de un sacerdote es todo lo que necesitamos–, aclaró él. Ambos volvimos a reír, recordando al cura y sus sotanas. Los sastres eran sus peores enemigos, ellos sabían distinguir bien las telas. En una ocasión Miguel vendió su famosa tela «Made in England», a un hombre que la llevó a un sastre. Éste descubrió el engaño, el hombre lo denunció y Miguel fue llevado a la prefectura de policía, acusado de vender tela nacional como importada. Lejos de amilanarse, él ejecutó una de sus mejores actuaciones. –No entiendo –dijo al jefe de la policía–, vendemos las telas para que se vistan bien, damos trabajo al sastre para que gane dinero, nos denuncian por ello y ustedes nos arrestan. ¿Cree usted que eso es justo? No hacemos daño a nadie, por el contrario, les ayudamos. Yo me sentía incómodo porque Miguel siempre me involucraba con su manía de hablar en plural. –Así es la gente, siempre inconforme –asintió el hombre rascando su cabeza, abrillantada por aceites o tal vez algo peor. –Actuamos siempre de buena fe, señor comisario –prosiguió Miguel–. ¿Aceptaría usted un corte de «casimir inglés»?, vea: pura lana «Made in England». No crea a esos sastres envidiosos, lo único que desean es vender sus propias telas de inferior calidad. El policía terminó aceptando el corte, convencido de que era de «pura lana inglesa», y lo dejó libre. Mejor dicho, nos dejó libres. En ocasiones compraba pequeñas cantidades de horrendas telas de colores chillones, que rara vez vendía. –¿Por qué compras esas telas tan feas? –pregunté un día. –Waldek, para que la gente distinga lo hermoso tiene que ver lo horrible al lado, ¿comprendes? También le gustaba contarme historias, creo que es una cualidad innata en los árabes, cuentos que siempre contenían una enseñanza. Como éste: Un hombre que durante toda su vida había sufrido a causa de su baja estatura, cayó al mar desde la cubierta de un barco, pero no se ahogó. Cuando recuperó el conocimiento vio que estaba en algún lugar bajo el mar, pero podía respirar, el sitio era agradable y rodeado de flores. De pronto oyó una voz: –Bienvenido seas a mi reino. Antes de entrar en él te concederé un deseo, el que tú quieras, sólo uno, piénsalo bien, dímelo y lo haré realidad. El hombre no lo pensó mucho, deseó ser alto y así lo dijo en voz alta. –Deseo medir un metro y noventa centímetros de estatura, –Así sea – dijo la voz. - Ya puedes entrar en nuestro mundo El hombre notó que su cuerpo se estiraba y que era más alto que antes, pero cuando entró en la ciudad vio con sorpresa que todos allí medían tres metros de altura. –¿Qué significa? –pregunté. –Piénsalo, Waldek, piénsalo... –respondió él. Andando con él me sucedieron muchas anécdotas; era incansable, ocurrente y no paraba de hablar. En una ocasión pasamos por un pequeño pueblo, donde vimos unas indiecitas sentadas al borde de la carretera. Miguel bajó del auto y las puso a raspar ladrillos a cambio de unos pocos billetes. Quedó en regresar después para recoger el ladrillo molido. Más adelante llegamos a una ciudad donde compró pequeños sobres de plástico y una pistola térmica para sellarlos. Luego en una casa especializada en escapularios y objetos religiosos, compró algunas cruces y medallitas. Yo me limitaba a observar; sabía que como siempre, todo encajaría en alguno de sus rocambolescos planes. De regreso al pueblo, hizo llenar cada uno de los sobres con un poco de ladrillo molido, una medalla y una cruz, y después, sellarlos. Cuando las mujeres hubieron terminado, les pagó y seguimos viaje hacia otro pueblo próximo a la selva peruana. Como siempre, lo primero que hizo fue preguntar por la prefectura de policía. Enterado de que allí no había puesto policial, se puso manos a la obra. Se dirigió a una plaza de paso concurrido, teatralmente puso en el suelo una tela de saco y esparció sobre ella los pequeños sobres de plástico. Se nos acercaron algunos curiosos, y Miguel iba regalando un sobrecito a cada uno de ellos, indicando que contenía tierra santa, a la vez que les daba algún consejo. Pronto la gente empezó a congregarse a nuestro alrededor, para ver de qué se trataba. Con ademanes teatrales él alcanzó uno de los sobres a un tipo de aspecto descuidado y le dijo: –Esta tierra santa que pisó el Señor te ayudará a dejar la bebida y a no maltratar a tu mujer. Ella es tu mejor apoyo. –¡Gracias, señor! ¿Cómo sabe usted tantas cosas de mí? –¿Señor? –increpó Miguel, indignado–. ¡Padre has de llamarme! Soy sacerdote. Visto de seglar porque vengo de Tierra Santa... es un largo viaje. Estaba enfermo y he sanado. Agradezcan a este hombre de buen corazón que me haya traído a este pueblo olvidado para ofrecerles esta tierra milagrosa –añadió, señalándome. Aunque yo trataba de mantenerme al margen, Miguel siempre me involucraba en sus trapicheos. La gente parecía convencida de lo que él decía, le besaban la mano y de paso a mí también, pedían nuestra bendición y él les complacía bendiciendo a diestro y siniestro. Todos deseaban uno de aquellos sobrecitos de «tierra santa». –No puedo regalar todos los sobres, son lo único que tengo, ustedes han de comprender que he de cubrir mis necesidades y el viaje me dejó sin un centavo. ¡Bendita sea su generosidad! Denme lo que puedan por ellos. Para mi asombro todos los allí presentes comprendieron sus razones y querían pagar por la tierra de ladrillo. En general le pagaban más de lo que él hubiera podido pedir, como si con ello se ganasen el cielo. –¡Quiero una, padrecito! –dijo una mujer gorda. –Tu marido te engaña, mujer, pero no le culpes, él está enamorado de ti. Tienes que cambiar tu carácter, ya verás como todo se arreglará entre ustedes, guarda el sobre en un sitio de tu cuerpo bien oculto, donde nadie lo vea. –¡Gracias, padre! ¡Es usted un santo! –exclamó la gorda, después de entregar su generoso donativo. –Esa enfermedad que tienes debes tratarla, hija mía, ve a un doctor y deja de tomar esas hierbas que te aconsejó tu comadre, que te están matando –le dijo a una mujer muy flaca, con cara de enferma. Yo me preguntaba cómo podía saberlo, empecé a creer que tal vez tenía ciertos poderes. –Tiene razón, padrecito, quiero esa tierra santa, ¿cuánto cuesta? –inquirió la mujer. Estoy seguro de que hubiese pagado cualquier cantidad que le hubiera pedido. –¡La tierra santa no tiene precio! Ya lo dije, es la voluntad. En poco rato se agotaron los sobres y salimos de allí tras las últimas bendiciones. Esa tarde, además de hacer un buen negocio, Miguel se divirtió mucho. Disfrutaba con sus puestas en escena. Yo no aprobaba su forma de proceder, pero trabajaba para él llevándolo de un lado a otro y era consciente de que colaboraba en cierto modo en su fraude. De un modo u otro, el árabe siempre ganaba dinero. Me enseñó trucos para hacer que la gente se interesara por algo que no necesitaba o no desearía comprar, pero yo no tenía madera para ese tipo de trabajo, nunca participaba. Siempre me decía que yo era demasiado ingenuo. Hacía tres meses que yo andaba de un lado a otro con ese árabe loco y había hecho unos ahorros, porque Miguel corría siempre con todos los gastos y me pagaba religiosamente, así que pensé que era momento de dejar ese trabajo que a la larga sólo me podía traer problemas. Se lo dije y él insistió una vez más: –Waldek, amigo, con esa pinta que tienes ¡yo me haría pasar por marinero y vendería todo el contrabando que pudiera! –No, Miguel, esto no es para mí. No puedo engañar a la gente con la facilidad con que tú lo haces y lo más probable es que termine preso. Además, tengo cosas pendientes que no pueden esperar. He de regresar a Lima. –Está bien, sé que no has nacido para esto. Tienes una profesión y buena presencia, has de sacarles provecho. Espero que te haya servido de algo andar conmigo, porque en este mundo nada ocurre sin motivo, así que haz lo que tengas que hacer. Fue lo último que me dijo Miguel. Siempre lo recordaré con una sonrisa en los labios; también con un profundo agradecimiento, porque me ayudó cuando más lo necesitaba. Cuando lo conocí yo tenía miedo de mi propia libertad, me sentía inseguro y siempre miraba a mi espalda por si algún policía enviado por Juana o su familia anduviera detrás de mí. Los meses que trabajé para el árabe fueron como un bálsamo que ayudó a cicatrizar mis profundas heridas. Me dio un fuerte abrazo y me palmeó la espalda, yo subí a mi auto y por el retrovisor vi su gesto de despedida con la mano hasta que lo perdí de vista. Mientras conducía de regreso a Lima tuve mucho tiempo para pensar. No quería volver a equivocarme, estaba harto de vivir de modo precario y ya no era tan joven como para volver a empezar una y otra vez. Ahora lo haría todo bien, primero conseguiría un empleo acorde con mis conocimientos y después reharía mi vida sin depender de nadie. Pero antes que nada, debía pagar a Harker. Al día siguiente fui al concesionario. Temía que Harker estuviese muy enojado conmigo y esperaba poder tranquilizarlo antes de que se pusiese desagradable, pero el inglés demostró ser un caballero. Me saludó cortésmente, sacó de un cajón mi pagaré y preguntó: –Ahora, ¿qué hacemos con esto, señor Grodek? –Creí notar una velada amenaza en su pregunta. Me sonó a ¿me va a pagar o he de denunciarle? El hombre tenía toda la razón. Pero, por otra parte, en los diez años que tuve la hacienda le había comprado muchos vehículos por valor de una pequeña fortuna; me debía una atención. –No imagina cuánto lamento este asunto. Como ya sabrá, han cambiado las cosas. Si le parece bien liquidaré mi deuda en varios pagos. Aquí tiene el primero de ellos. – Puse sobre el escritorio un fajo de billetes, casi todo lo que había ahorrado mientras estuve con Miguel. –Está bien –dijo Harker, cogiendo y contando el dinero–, le haré un recibo. Me extendió el documento y ambos nos levantamos. Convinimos un nuevo pago cada mes hasta liquidar la deuda. Al despedirnos me dijo: –Señor Grodek, yo ya sabía que usted tenía problemas cuando vino hace tres meses, las noticias vuelan, sobre todo cuando la gente se dedica a esparcirlas. Pero vi que necesitaba lo que me pedía y que era mejor no hacer preguntas. Hace muchos años que nos conocemos, sabía que podía confiar en usted. Le digo esto para que no tenga mala conciencia, en realidad no me engañó. Sólo es un negocio más. Y espero que no sea el último –añadió, sonriendo. Me despedí con un fuerte apretón de manos y salí a la calle. Casi estaba sin dinero, pero estaba contento por haberme quitado un gran peso de encima. Otra vez necesitaba un empleo con urgencia. Leí de nuevo las ofertas de trabajo del periódico y me presenté a varias de ellas, sin resultado. A los cinco días empecé a desanimarme, el dinero menguaba rápidamente. Ya no me podía permitir pagar una habitación, tendría que volver a dormir en el auto y el tiempo pareció dar un salto atrás, estaba igual que tres meses antes. Anocheciendo, entré al café de siempre, pero esta vez sólo para pedir un vaso de agua. Un hombre joven que parecía formar parte del cafetín me miró. Lo había visto casi todas las noches durante esos días. Era apuesto y vi de reojo que llevaba buenas ropas, pero yo había aprendido a ser desconfiado. El joven estaba recostado al otro extremo de la barra y me observaba. Pasado un momento, se acercó. –¿Qué hacés? –preguntó. –Aquí... pasando el tiempo –dije. Por su acento noté que era argentino. –Me llamo Roberto de la Marca –se presentó. –Waldek Grodek –correspondí, sin mucho interés. –Vos no sos peruano, ¿o sí? –preguntó. –Soy peruano, pero nací en Polonia –respondí a pesar de que empezaba a fastidiarme tanta curiosidad. –Y... perdoná la pregunta, pero ¿vos a qué te dedicás? –Por ahora, a nada. ¿Y tú? –Algo por aquí, algo por allá... –comentó vagamente. –Busco trabajo. Soy ingeniero –añadí, pensándolo mejor. Nunca se sabe cuándo puede abrirse alguna puerta. –¿Sos ingeniero? –el argentino parecía sorprendido–. Tenés buena pinta; vos sabés hablar varios idiomas me imagino, los polacos son así, ¿no? No sé de dónde pudo sacar esa idea, pero le seguí la corriente. –Pues sí, hablo polaco, alemán, inglés y español. –¡La pucha! Entonces podés encontrar laburo fácil. –Como intérprete, supongo... –¡No, por supuesto que no! ¿No tenés parientes en la nobleza? Todos los polacos son medio aristócratas. ¿Sabés que las norteamericanas pagan una fortuna por casarse con un conde? Tratá de pensar... ¿vos no serás pariente de alguno? ¡Qué tonterías dice!, pensé. Me vino a la cabeza el palacio de los condes Radziwil, donde pasé unas cuantas vacaciones con mi tía, que era ama de llaves. También recordé que en una ocasión mamá me había enseñado un título que había heredado de la familia de su madre. Nunca le dio importancia porque el título, según decía mamá, no servía para comer. Mejor no hubiese dicho nada, cuando se lo mencioné, Roberto se puso eufórico. –¡Sabía que vos tenés algo especial! Tu porte, tus modales... en fin, debemos hacer algo. ¿No tenés cómo comunicarnos con tu familia? –empezaba a hablar en plural, como Miguel. Era indudable que yo tenía un imán para los tipos raros. –Ni lo pienses, no deseo hablar más de este asunto. –Me estaba cansando de ese argentino loco. Cogí el diario que había dejado sobre la barra, con intención de salir. –¿Dónde te dirigís? –No tengo rumbo fijo –dije, impaciente– fue un placer conocerte. –Estamos en lo mismo. Hay una exposición de arte no muy lejos de aquí. Te invito. –Roberto no parecía captar mi intención de dar por terminada nuestra conversación. –No deseo ver ninguna obra de arte en este momento –aclaré, verdaderamente harto. Mi desagrado era más que evidente pero Roberto continuó, imperturbable. –Pero, ¡¿qué decís vos?!... ¡Nadie va a ver el arte! –exclamó–, lo importante es que allí sirven bocadillos y tragos, todo gratis. Además, hay música y termina siempre en una buena fiesta. ¿Sabés música? Los polacos siempre saben. –Toco el piano –dije. Roberto parecía tener un manual de todo lo que se supone que hacíamos los polacos. Pero la frase «bocadillos gratis» captó mi atención, pensé que quizás no fuese mala idea ir a esa galería de arte. –¡Excelente! –Roberto estaba más que complacido. Y me pareció que su satisfacción llegó al máximo al enterarse de que yo tenía auto. En la galería había gran cantidad de gente, la mayoría intelectuales o con aires de serlo, algunos actores y algún que otro interesado en arte. Me pareció que aquello era, sobre todo, un lugar de encuentro en un ambiente sofisticado. Observé que muchos estábamos allí para comer y beber gratuitamente. Con naturalidad me acerqué a la mesa y comí un par de bocadillos. Miré alrededor y llamó mi atención una mujer alta y rubia, que conversaba animadamente en un pequeño grupo. Por un momento cruzamos nuestras miradas y me sonrió. Roberto, que al entrar se había esfumado entre el gentío, reapareció y me arrastró con él. –Vení, Waldek, te voy a presentar una mina alucinante, es amiga mía. Lo seguí, obediente, y para mi sorpresa me encontré frente a la mujer rubia que había visto momentos antes. Roberto nos presentó, su nombre era Helga. El argentino volvió a desaparecer tan rápido como había aparecido. –Es un placer –saludé, estrechando su mano. Noté que ella percibió que había despertado vivamente mi interés. –Lo mismo digo –respondió Helga. Tenía una voz agradable, cálida, poco común. De cerca era más bella, imponente sería la palabra adecuada–, ¿También pintas? No me parece haberte visto antes por aquí –dijo, buscando tema de conversación. –No. Me dedico a la música –me encontré diciendo. Pensé que debía presentarme como un artista, allí todos lo parecían. –Adoro la música. ¿Qué estás tomando? –preguntó Helga, y sin esperar a que respondiera me llevó de nuevo hacia la larga mesa, repleta de canapés y diferentes tipos de bebidas. Me sirvió un whisky. Al ver que yo miraba con mayor afecto los bocadillos ella puso varios de ellos en un plato y me los ofreció. Cogió uno y empezó a mordisquearlo, dándome confianza. Empecé a comerlos, tratando de disimular que me moría de hambre. Su sonrisa era preciosa. Tenía dientes pequeños y se le formaban hoyuelos en las mejillas, parecía una muñeca. Me miraba con sus ojos profundamente azules y yo me preguntaba qué habría visto ella en mí. Hablaba español con acento alemán. Quizás fuese alemana; no estaba seguro porque sus facciones eran demasiado delicadas para serlo. –Además de la música, ¿qué haces? Es muy difícil vivir del arte si no eres famoso. –Soy ingeniero industrial. Tenía una hacienda de algodón pero la tuve que entregar a cambio de mi libertad –dije, sorprendiéndome a mí mismo. No acostumbro contar mucho de mí, pero había algo en ella que me inducía a ser franco. –¿Estuviste preso? –Peor; estuve casado –respondí–. Es una larga historia que quizás no quieras escuchar. –Te equivocas, me gustaría escucharla, pero no aquí. Tal vez podamos escaparnos más tarde. Waldek, ¿de dónde eres? –Soy polaco. Eres alemana, ¿verdad? –Sí, de Karlsruhe. –¿Llevas mucho tiempo en el Perú? –dijimos los dos en alemán al mismo tiempo. A partir de ahí la conversación siguió en alemán, yo me encontraba más cómodo hablándolo y seguramente ella también. Me contó que había pertenecido a la Gestapo. Al finalizar la guerra logró llegar al Perú casándose con un diplomático peruano en Alemania. Me dijo que estaba divorciada y trabajaba para la Interpol. Me extrañó que lo dijera con tanta naturalidad como si me conociera de toda la vida. Dudo que contase cosas tan delicadas a cualquiera. –Waldek, eres un hombre joven y apuesto. –Sentí que me empezaba a sonrojar. No estaba acostumbrado a recibir esa clase de piropos y menos de una mujer como ella. –Además de haber estado preso en una hacienda de algodón –recalcó con ironía– ¿trabajas en algún sitio? –Por el momento estoy desempleado, no he podido encontrar trabajo. Estuve ayudando a un árabe que vendía su mercancía en las provincias, pero definitivamente eso no era para mí –dije, un poco avergonzado de mi situación. –¿No encuentras trabajo? Tú, un profesional europeo... –¿Y de raza superior? –completé, observando su reacción. –No era eso lo que iba a decir... –respondió Helga, mirándome fijamente. Pude adivinar lo que pensaba. –No creo en la raza superior –aclaré– para mí todos los seres humanos son iguales. –Para mí también –dijo Helga–; los chinos son chinos, los indios son indios, los negros son negros y los blancos son... blancos. –No me digas que eres racista –exclamé, casi sin pensarlo. En realidad no deseaba discutir con ella, me caía bien. Me arrepentí mientras lo decía. –No creo en la tesis de la raza superior, si a eso te refieres. Fue un argumento que utilizó Hitler para unificar el pensamiento en Alemania. En lo que creo es en que todos los blancos, son blancos. –Y por lo tanto, superiores; aunque algunos seamos eslavos –añadí, mordaz, continuando su frase. Deseé haberme mordido la lengua. Me estaba comportando como un cretino. –Mejor cambiamos de tema, es demasiado profundo para tratarlo ahora –dijo Helga inteligentemente. –Tienes razón –asentí aliviado. Capté en su mirada que intuía que yo había sufrido bajo el yugo nazi, pero no me pareció momento de hablar de ello. Un par de horas después me ofrecí a llevarla a su casa. Fuimos bordeando la costa por el malecón de Miraflores, contemplando el paisaje nocturno de las playas limeñas. Nuestra conversación fluía sin esfuerzo, Helga tenía sentido del humor y aquella noche empecé a sentirme de modo diferente. Respiré profundamente llenando mis pulmones con aire marino, tan extasiado me hallaba que no recordé que iba escaso de gasolina. De pronto el motor se detuvo. –Helga, no hay gasolina... y tampoco tengo dinero –dije, abochornado. –Waldek, eso se puede solucionar, no te preocupes. Al auto se le puede echar gasolina pero ¿y a ti? Te noto deprimido, algo muy grave para un hombre tan joven. Debes reaccionar –dijo animándome. No respondí, tenía la cabeza agachada. Era verdad, me sentía desmoralizado y aquella hermosa mujer parecía saberlo. –No tienes dónde alojarte, ¿me equivoco? –No –respondí, sin levantar los ojos. –Puedes quedarte en mi casa. ¿Qué dices? –No debería aceptarlo –no sé si habló el orgullo o la prudencia. –No empieces a ponerlo difícil, Waldek. Me podría desanimar –advirtió Helga. La miré por fin. Parecía una diosa, inalcanzable, y allí estaba ofreciéndome algo más que su casa. Me sentí minúsculo, insignificante, avergonzado por la situación. Hubiese querido huir. Pero en ese momento comprendí que el ofrecimiento de Helga era quizás mi última oportunidad. Yo estaba enfermo, hundido por la vida que había llevado en los últimos años y Helga, como Mónica hizo antes cuando tuve paludismo, podía curarme. Sólo necesitaba un poco de tiempo, una tregua. Debía aceptar. –Helga, no sé cómo agradecerte... –No hables más y vayamos a buscar gasolina –interrumpió ella. Se apeó del auto y fuimos cogidos de la mano hasta la estación de servicio más cercana. Las ironías de la vida hicieron que una antigua nazi apareciera en mi vida para devolverme la esperanza. El simple gesto de tomar su mano hizo el cambio. No sé cómo supo que yo no tenía casa. Tal vez advirtió que en al auto había demasiadas cosas o quizás su olfato de policía se lo había indicado, nunca se lo pregunté. Empezamos a vivir juntos y Helga se enamoró de mí. Ella me atraía, pero era una mezcla de gratitud y compañerismo. A su lado volví a sentirme como un hombre y recuperé mi autoestima, empecé a ser como el Waldek de antes, el que no temía nada y era audaz. Ella era cuatro años mayor que yo; lo que más llamaba mi atención era el contraste entre su rostro angelical y sus imponentes senos. Para mí toda ella era perfecta, apasionada, educada y excelente ama de casa. Sin embargo, no me enamoré. Le era fiel, la quería pero no la amaba. No sabría decir por qué. Ella lo sabía pero me aceptaba así. Helga era muy reservada en lo referente a su trabajo. Y yo no hacía preguntas. Viajaba con relativa frecuencia para llevar a cabo ciertas misiones, como explicaba sin dar más detalles. Unos días antes de viajar a Europa, hizo una reunión en casa. Entre los invitados había un hombre al que todos trataban con especial deferencia, supuse que era alguien importante. –Waldek, quiero que conozcas a un buen amigo, el señor Franz Keller –me presentó Helga. –Waldek Grodek. Mucho gusto en conocerlo, señor –le dije en alemán. Al verlo, sentí un déjà vu. –El gusto es mío –respondió Keller. –Disculpen, he de atender unos amigos –dijo Helga y nos dejó solos. –Así que usted es Waldek, al fin lo conozco. Tengo muy buenas referencias suyas –dijo el hombre. Su mirada era escrutadora. Un tanto incómodo, saqué una cajetilla de cigarrillos Camel. Parece tonto, pero los cigarrillos sirven para disimular ciertos estados de ánimo, por lo menos, es mi caso. Le ofrecí uno. Keller lo tomó y después de encenderlo continuó: –Debe ser usted muy bueno para haber causado en Helga tan favorable impresión. –Soy bueno en mi oficio, en lo demás no sabría qué decir... Helga es encantadora –articulé. Fue un momento extraño. No se me ocurría nada inteligente qué decir. –Eso me gusta en una persona, que sepa reconocer su propia valía. Demuestra seguridad en lo que hace –comentó Keller–, exactamente, ¿qué es lo que usted sabe hacer tan bien? –Soy ingeniero mecánico, o como dicen aquí, ingeniero industrial. Estudié en Polonia y Alemania del Este. –En casi toda Sudamérica faltan buenos ingenieros mecánicos. Se invierte mucho dinero en montar una fábrica, y algunos creen que todo seguirá en las mismas condiciones toda la vida. Pero luego algo se daña, se paraliza una línea de producción ocasionando grandes pérdidas y entonces lamentan que jamás prestaron atención al mantenimiento. La maquinaria envejece. Al final resulta más costoso reparar que mantener. Ese es mi negocio, el mantenimiento.– Keller sonrió, satisfecho de su escueta explicación. –Interesante –medité en voz alta. –Necesito gente que sepa hacer bien su trabajo –agregó–. Mi empresa comenzó reparando maquinaria pero ahora realizamos el mantenimiento de la mayoría de los fabricantes de medicinas del país. También instalamos maquinaria y equipos de aire acondicionado. Quiero ofrecer más servicios pero me falta el personal adecuado. Necesito alguien de confianza que sea ingeniero mecánico y que tenga don de mando –se lamentó Keller. Estuve a punto de ofrecerme para el empleo en ese momento pero no me atreví, a pesar de que me lo estaba poniendo en bandeja. Seguía sintiéndome intimidado por el alemán. –¿Qué te parecería trabajar conmigo? –ofreció, por fin. –Soy la persona que necesita, señor Keller –dije con franqueza. Yo no sabía mentir y no era momento de falsas modestias. Keller podría desanimarse. –Me gusta la gente decidida. ¿Puedes empezar mañana? Era domingo pero no me importó. Lo habría hecho en aquel mismo momento si me lo hubiera pedido.
Posted on: Sun, 28 Jul 2013 21:18:41 +0000

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