Capítulo 17 Ginebra, Suiza – Septiembre, 2001 Y allí estaba - TopicsExpress



          

Capítulo 17 Ginebra, Suiza – Septiembre, 2001 Y allí estaba yo, casi sesenta años después de mi cautiverio, reclamando mi indemnización. Ya oscurecía cuando miré por última vez los dos edificios que tenía frente a mí, que apenas destacaban sobre el gris del cielo. Me levanté del banco y paré el taxi que me llevó a un hotel. Subí a mi habitación y aunque no tenía hambre pedí un refrigerio. Después estuve repasando las notas que había empezado a escribir en Polonia y comprobé, con alguna sorpresa, que mi estado de ánimo era absolutamente tranquilo, a pesar de estar desafiando a los viejos fantasmas que siempre temí. Dormí plácidamente toda la noche. De regreso al día siguiente a la Oficina de Repatriación y Refugiados de las Naciones Unidas, fui atendido por una empleada distinta. Al acercarme me dijo algo en francés, que no entendí. –Sorry, I don’t speak French –dije en inglés. La mujer no dio muestras de haber comprendido. –Ich kann nicht Französich –repetí en alemán. Ella siguió con cara de pasmo. –Señorita, tengo entendido que en Suiza el alemán es idioma oficial. ¿Usted no estudió en alguna escuela? –pregunté de nuevo en alemán, bastante disgustado. –En Ginebra hablamos francés –me respondió en un alemán masticado. Como yo sospechaba, me entendía. –¿Pero Ginebra no está en Suiza? –pregunté, exasperado. –Está bien... intentaré recordar –dijo, como haciéndome un favor. –El gobierno alemán está pagando indemnizaciones a los que trabajamos en los campos de concentración –expliqué, sin saber si me estaba entendiendo. Me sentía ridículo. –¡Ah!... –dijo ella, con cierto fastidio– el pago por los trabajos en régimen de esclavitud. Tendría usted que hacer esas gestiones en su país natal. –En Polonia me dijeron que debía hacerlas aquí. Lo que estoy gastando en viajes, hoteles y comida, es más de lo que voy a recibir, si es que recibo algo. Vengo desde Venezuela –dije, definitivamente indignado. La expresión de la muchacha me hacía dudar si era poco despabilada o bien no estaba entendiendo nada. ¡Dios mío!, ¿quién organizaba aquello? Una pazguata que sólo hablaba francés para atender a los antiguos presos de los campos de concentración. ¡Como si hubiese habido muchos franceses en ellos! Se comunicó por teléfono con alguien, en francés. No entendí una palabra, excepto mi nombre. Me indicó que esperase y momentos después se acercó una señora con unos formularios en la mano. –Buenos días, señor, soy Marina Schmidtt –dijo resueltamente en español– me encargaré de tramitar su solicitud. –Waldek Grodek –me presenté, alargándole la mano. Por fin encuentro vida inteligente, pensé. –¿Viene usted de Venezuela? –me preguntó con una agradable sonrisa. –Sí, resido allí. Fui a visitar a mi familia en Polonia y me enteré del pago de las indemnizaciones. Me indicaron que debía venir aquí. –Soy peruana –explicó la mujer. –Yo viví en el Perú –dije, gratamente sorprendido. –¡No me diga! ¿Cómo fue que salió de allá? Déjeme adivinar... Por Velasco, ¿no es cierto? –Efectivamente –confesé–, era imposible vivir así. –Mi familia se vino cuando expropiaron nuestras tierras. –Yo pude salir de allá antes de que expropiasen mi negocio, tuve suerte. Y lo vi venir –añadí, con un guiño. –Los peruanos de esa época estamos repartidos por todo el mundo –comentó, riendo– aquí me casé y tuve mis hijos. Déjeme comprobar si los datos de su solicitud son correctos –añadió, revisando mi expediente. Por fin alguien se preocupaba por mi caso. Repasó las hojas una a una, asintiendo con la cabeza. Después me pidió que la acompañara. –Debemos certificar la firma ante el notario, yo haré de traductora –Me miró y volvió a sonreír. Terminadas las gestiones estuvimos conversando un buen rato. Llamó su atención lo joven que yo era cuando pasé aquella terrible experiencia y mostró interés por mi situación. Le conté que había empezado a escribir mis memorias y prometí dárselas a leer algún día. Hasta me invitó a café y pastelillos. Fue la única persona amable que encontré en aquella oficina. «Pago por los trabajos en régimen de esclavitud. Aquellas palabras aún resonaban en mis oídos cuando por fin abandoné el edificio». Las sentí duras, humillantes, especialmente por la indiferencia con que fueron dichas. Pienso que en la ACNUR deberían trabajar personas con gran sensibilidad. Era indudable que aquella señorita no tenía la menor idea de lo que fueron los campos de concentración nazis ni le preocupaba saberlo. Esa misma noche partí, de nuevo por ferrocarril, hacia Francfort. El recorrido duró unas siete horas. El viaje en tren, con sus sonidos familiares, me resultó reconfortante. Hasta el día siguiente no salía mi vuelo para Nueva York, así que dediqué la tarde a pasear por la ciudad en la que había pasado tan buenos momentos en mi juventud. Caminando por las calles de Francfort, por los mismos lugares por los que anduve con mi entrañable amigo Stefan hacía tantos años, pude reconocer los mismos edificios, la misma estación de tren, las mismas avenidas... La ciudad había cambiado poco. Europa siempre significó para mí la permanencia. El día amaneció lluvioso, pero en cuanto el avión atravesó el techo de nubes apareció un sol radiante. Cerré los ojos tratando de dormir, pero los pensamientos se agolpaban en mi cerebro. Pensé en la familia que quedó en Polonia. Mi madre, tan anciana, superviviente de tantos sufrimientos. También ella tendría mucho que contar, me dije. Mi hermana y mi sobrina, saliendo a flote tras tantos años de opresión. Ahora vivían bien; Polonia había salido del régimen comunista y se estaba volcando a la democracia. Pronto formaría parte de la Unión Europea. Yo habría ido hasta el fin del mundo huyendo del comunismo pero el comunismo me había perseguido por todas partes; primero el Perú, después Venezuela... A medida que Polonia recuperaba la normalidad, Venezuela la iba perdiendo. Parecía que algún extraño resorte del destino jugase conmigo como el gato con el ratón. Por un momento me planteé la posibilidad de volver a Polonia. Pero no sería fácil, estaba demasiado lejos, era otra forma de trabajar, sería como empezar desde cero y ya no tenía edad para eso. Me iría a Estados Unidos, donde debí ir desde el principio. Un país que nunca podría caer en las garras del comunismo. Cerraría las empresas en Venezuela y conservaría las de Panamá y Puerto Rico, aunque no fuesen tan rentables. Pensé en mi hijo. Aunque físicamente nos parecemos, reconozco que él es un hombre más tranquilo, más sereno que yo. Tal vez sea porque le tocó vivir otra clase de vida. Por suerte, su esposa resultó ser una buena compañera. Me sentí orgulloso de él. Ya era hora de que dirigiese los negocios, estaba bien preparado. Di una mirada a mi agenda y vi la cita que tenía para el día siguiente: J. Clark, agencia inmobiliaria – 11 septiembre, 8:45 a.m. Siempre he pensado que la comida de los aviones no alimenta, pero entretiene, creo que ésa es su función. Después del tentempié el sueño me venció y me quedé dormido hasta que me despertaron los avisos de aterrizaje, poco antes de llegar al aeropuerto de Newark. Busqué un hotel próximo a la zona financiera de Manhattan, donde debía encontrarme con Joana Clark. El taxi me condujo por el túnel Holland que atraviesa el río Hudson y me dejó frente al hotel Windsor. Estaba en el barrio chino, no era exactamente lo que yo tenía pensado pero el taxista me lo recomendó con insistencia y hasta me acompañó al mostrador de recepción, con mi equipaje. Supongo que tendría algún interés, pero el Windsor no estaba mal, la atención era magnífica y quedaba relativamente cerca de la zona financiera de modo que me avine a alojarme allí. Los martes nunca me gustaron. Mis pequeñas supersticiones me han acompañado toda la vida, pero tenía una cita y salí a encontrarme con Joana Clark, la agente inmobiliaria. Tomé por Park Row Street, casi a la salida del hotel y me dirigí a pie hasta la zona financiera. El día era claro, prometía ser soleado. Respiré el aire fresco de la mañana y me encaminé con paso decidido. Me gusta andar, afortunadamente mi salud es fuerte a pesar de que no me cuido demasiado. No me vendría mal caminar unas cuantas manzanas. Las torres gemelas lucían imponentes, dos edificios sin más adorno que su propia geometría. De 420 metros de altura aproximadamente, eran el sueño de cualquier arquitecto y en aquel momento una de ellas era también el mío. Tenía planeado alquilar allí unas oficinas para centralizar mis operaciones. Estaba eufórico, deseando cerrar el trato con Joana, que me esperaba en el piso 82 para mostrarme lo que sería la nueva sede de MFK. Cuando llegué, Joana me estaba esperando. Las oficinas acababan de ser remodeladas, eran magníficas y tenían una increíble vista hacia el Hudson y la autopista del West Side. Se podía divisar Greenwich Village y casi toda la isla de Manhattan. Yo miraba extasiado el inacabable paisaje pero Joana se empeñó en mostrarme el resto de las dependencias, así que a pesar mío dejé los ventanales y fui tras ella. De pronto, oímos un estruendo ensordecedor seguido de un estremecimiento del edificio. Instintivamente me alejé de las ventanas, la mayoría de cuyos vidrios se rompieron. Algún tipo de líquido chorreaba por el exterior, goteando abundantemente entre los vidrios rotos. Pronto el olor a humo y queroseno lo invadió todo. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, pero comprendí que había que salir de allí sin perder un segundo. Cogí a Joana por el brazo y la empujé hacia el corredor que comunicaba con los ascensores. Un tumulto se agolpaba ya frente a ellos. «¡Un terremoto!», gritaban algunos. Yo estaba seguro de que aquello no era un terremoto, allí no hubo más movimiento que el producido por un impacto o una explosión. Por absurdo que pareciera, yo pensaba que nos habían bombardeado. Un hombre uniformado que parecía ser un guardia de seguridad trataba de calmar a la gente y poner orden sin mucho éxito. –Schody bezpieczeñstwa publieznego! Gdzie sa schody bezpieczeñstwa?! –le grité lo más alto que pude, para hacerme oír entre el gentío. Lo sacudí por los hombros con fuerza y volví a gritarle. –¡Todos debemos salir de aquí! ¿Dónde están las escaleras de emergencia? –de pronto caí en cuenta de que estaba hablando en polaco. Volví a repetir la pregunta en inglés. El hombre dio media vuelta y corrió hacia un lado, giró una esquina del pasillo y nos hizo una seña a todos los que corríamos tras él. Nos agolpamos en la entrada de la escalera sin ningún orden, todos querían bajar a la vez y nadie conseguía moverse. Respiré hondo y lancé el discurso más importante de mi vida. Mi voz salió como un rugido, desde mi estómago. –¡Alto! ¡Alto! –Quedaron en silencio–. ¡En orden, uno por uno! ¡Y rápido! ¡No debemos perder tiempo! ¡Abajo, abajo! La gente comprendió que un poco de orden era imprescindible y la mayoría moderó su impaciencia. Un río de personas empezó a correr, escalera abajo. En el breve momento en que se hizo silencio me pareció oír gritos que procedían de la parte superior. Eran llamadas de auxilio. Subí por la escalera intentado localizar el origen de los gritos pero enseguida el calor se hizo insoportable. Las puertas contra incendios estaban tan calientes que era imposible no sólo tocarlas, sino incluso acercarse a ellas. No se podía pasar por allí. Comprendí que aquella gente estaba atrapada, no tenía salvación. El olor a combustible y el humo estaban por todas partes, haciendo difícil la respiración. Bajé los peldaños de tres en tres hasta alcanzar el tropel de gente que descendía. Busqué a Joana, era una de las últimas. En cada piso se unía más gente a los que íbamos bajando desde los pisos superiores y cada vez el descenso se hacía más lento, mientras la desesperación de todos crecía por momentos. Joana Clark estaba a mi lado tratando de decirme algo, la mujer se estaba disculpando por lo que sucedía. –¡No sé cómo ha podido pasar esto! –gritó– ¡Aquí nunca ocurre nada, este edificio es uno de los más seguros! Me pareció que ella no se percataba de la gravedad de la situación. Le pedí que se quitara los zapatos para moverse con más facilidad. Ninguno de nosotros sabía lo que estaba sucediendo, cualquier idea parecía imposible. No era un terremoto, eso para mí era evidente. Yo seguía pensando en una bomba o un misil, pero la idea era descabellada. ¿Quién podría haber bombardeado las torres gemelas de Nueva York? ¿Los extraterrestres? Aquello no tenía sentido pero la situación era real y no había tiempo de pararse a pensarlo. Habría transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, seguíamos empujándonos unos a otros escalera abajo, cuando se oyó otro estruendo similar, aunque más lejano. Muchos empezaron a gritar y yo deduje que por imposible que pareciese, definitivamente nos estaban atacando. En la escalera había cada vez más humo y se hacía difícil respirar, muchos empezaban a tener síntomas de asfixia y a sentirse sin fuerzas. Recordé las tácticas de emergencia que aprendí con los Boy Scouts. Arranqué a Joana su pañuelo del cuello y lo partí en dos, me puse de espaldas en una esquina de la escalera y oriné sobre las dos mitades. No sé como pude hacerlo, en los momentos de mayor angustia uno es capaz de pensar y hacer las cosas más desesperadas. Tampoco comprendo cómo Joana se cubrió sin chistar la nariz y la boca con su mitad, igual que hice yo con la mía. Cosas inexplicables que sólo pueden suceder en situaciones extremas. Ella estaba tan aterrorizada que hubiese hecho cualquier cosa que yo le hubiera pedido. El amoniaco de la orina serviría de filtro, por lo menos era lo que yo había aprendido. Cerca del piso 20 vimos una cuadrilla de bomberos que subía en contra de la corriente. Tenían los rostros desencajados, parecían extenuados subiendo con sus equipos a cuestas. Los acosamos con preguntas. –¿Qué sucede? ¿Nos están bombardeando? –pregunté. –Un avión de pasajeros se estrelló contra la torre– dijo uno de ellos, pero no se preocupen, tengan calma... trataremos de apagar el fuego. No creí que pudieran apagar el fuego causado por un avión con el equipo que llevaban. Pensé en el combustible que contenían esas naves y entendí el olor y el líquido chorreando por las ventanas. Habíamos bajado ya sesenta pisos y el humo todavía era insoportable, eso indicaba que el fuego estaba bajando, propagado por el combustible. Pronto todo sería una tea ardiente, si no lo era ya. –No creo conveniente que deban subir –dije a los bomberos–. Arriba hay un horno, no podrán hacer nada. Hubo dos explosiones, ¿la segunda también fue un avión? –No lo sé, nosotros estábamos subiendo cuando la oímos –respondió uno de ellos–. Hemos de seguir, hay mucha gente arriba... –Vi en sus ojos la desesperanza. Parecían comprender lo inútil de sus esfuerzos. Joana se desvaneció y bajé los últimos diez pisos con ella cargada a mi espalda. Al llegar al suelo, inmediatamente unos bomberos la socorrieron con oxígeno. Se recuperó y trató de dar unos pasos pero apenas pudo ponerse en pie, creo que estaba más grave de lo que parecía. Me dijeron que la llevara hacia el estacionamiento de ambulancias y así lo hice. Cuando la dejé en manos del personal sanitario, aún seguía tratando de darme excusas. La tranquilicé y me fui de la zona, dejando espacio a los que llegaban con más heridos. Miré hacia arriba, quería ver el lugar donde se había incrustado el avión en la torre, pero desde donde estaba no lo podía divisar. Sólo se veía el humo negro que salía a borbotones, unos pisos por encima de donde yo había estado. Los daños eran enormes, los bomberos que subían no podrían hacer nada. –¿Qué fue la segunda explosión? –pregunté. –Otro avión –contestó un bombero que parecía estar al mando. –Llame a sus hombres, la torre se va a colapsar. Llámelos o los estará condenando a la muerte –insistí, desesperadamente. –Arriba hay tomas de agua –me explicó. El hombre se encontraba en un dilema entre su deber y la vida de sus compañeros. –No hay nada qué hacer, todo el edificio está en llamas. Tal vez el hueco de los ascensores sirvió de vía para el combustible, la torre se debe estar fundiendo por dentro. Acabo de bajar de ahí, es un horno –insistí. El hombre se comunicó con los del interior, ordenándoles bajar. Mientras tanto, la policía estaba acordonando la zona y alejando a todo el que no tuviese nada que hacer allí. Me retiré unos treinta metros, desde esa distancia tenía una mejor vista de las torres. La segunda parecía aún más afectada. El avión se había empotrado más abajo que en el primer edificio. No podía creer lo que estaba viendo. Era muy inverosímil que un avión de pasajeros chocase con uno de los rascacielos. Pero, ¿dos? Creo que ya todos comprendíamos que aquello no podía ser un accidente. Eran las diez de la mañana y los bomberos seguían entregados a la tarea de rescate más que a la de apagar el fuego. Salían con gente desmayada mientras otros subían a la segunda torre, la torre sur. Yo sabía que todo era en vano. Los que quedaron atrapados por encima del fuego estaban condenados a morir. Algunos se arrojaban al vacío, fueron cientos, era una lluvia continua. Traté de volver a hablar con los bomberos, pero no pude acercarme, habían cercado la zona y, además, nadie escuchaba a nadie, el caos era total. Poco después un nuevo estruendo, esta vez diferente, empezó a dejarse oír. Fue progresivo, como una ola en una tempestad, y mucho más ensordecedor que el de los impactos. El suelo empezó a temblar, aquello sí parecía un terremoto. Vi entonces que la torre sur estaba cediendo. No podía creerlo, pero se venía abajo. Empecé a correr desesperadamente por West Broadway en dirección a Tribeca, doblé la esquina de Barclay y seguí corriendo hasta que encontré refugio en el dintel de una puerta. Necesitaba tomar aliento. El suelo trepidaba cada vez más y el ruido ensordecedor no era comparable a nada que yo hubiera oído antes. Una nube de polvo lo cubrió todo oscureciendo el día. La torre sur se había desplomado con toda la gente dentro, incluyendo los bomberos y policías que intentaban el rescate. Tardé varios minutos en reaccionar. Todo quedó cubierto, rebozado por todas partes por una gruesa capa de polvo blanquecino. No veía nada, apenas podía respirar. Todos estábamos conmocionados; bomberos, policías, la gente, todos. Cuando pude, salí de mi refugio para sacudir el polvo que me cubría completamente. Parecía que lo peor ya había pasado. La puerta donde me había refugiado era de una cafetería. Los que estaban dentro seguían la noticia por televisión. El polvo que me había entrado en la boca me impedía tragar y hasta respirar, entré en el bar y recuerdo que alguien me dio un vaso de agua. Vi en la pantalla que la otra torre seguía en llamas. Estuve un buen rato mirando, como hipnotizado, las imágenes de la pantalla. Mostraban una y otra vez los aviones chocando contra las torres. Ya se empezaba a decir lo evidente, que eran ataques terroristas. También dijeron que otro avión a las 9:43 había sido estrellado contra el Pentágono, mientras que un cuarto avión, a las 10:10 había caído a once kilómetros de Pittsburgh. Estaba sentado en la barra frente al televisor, mirando como ardía la torre de la antena, la torre norte en la que yo había estado, cuando contemplé con estupor que empezaba a desmoronarse como un castillo de naipes. Otra vez el suelo tembló al caer la inmensa mole. Yo lo estaba viendo por televisión y al mismo tiempo sentía el ruido pavoroso que lo llenaba todo, el temblor de la tierra como un terremoto y veía como afuera todo se iba oscureciendo de nuevo. Parecía estar viendo una película y al mismo tiempo formar parte de ella, una pesadilla que se repetía interminablemente. Tuve la sensación de que todo era irreal, que el mundo que yo conocía se empezaba a hacer pedazos. No recuerdo cómo salí del bar ni qué hice después. Cuando recuperé la razón me vi caminando por el centro cívico junto a otras personas igualmente desoladas. Deambulábamos sin saber qué hacer, como fantasmas cubiertos por una densa capa de polvo y cenizas. Nadie podía entrar o salir de la isla de Manhattan. Los puentes Lincoln y Tapance estaban cerrados. El metro suspendió su servicio. Poco antes de las once de la mañana vi en el televisor de un comercio que el presidente Bush se dirigía a la nación desde Florida. Confirmaba que los ataques habían sido perpetrados por terroristas. Más tarde supe que existía una red de terroristas islámicos llamada Al Qaeda. Su jefe era Osama Bin Laden, un líder religioso que había planificado un ataque masivo llevado a cabo por pilotos suicidas que a cambio de la muerte y la destrucción, esperaban ser premiados por su dios con el paraíso. Al otro lado del mundo la gente vitoreaba feliz, a este lado el llanto y la desesperación nos embargaban. Sentado en el borde de un pequeño muro, contemplando aquella tragedia inigualable, me vinieron a la mente todos los momentos de locura que había vivido a lo largo de mi vida. Pensé que el ser humano no ha variado mucho desde la época de las cavernas. Quizás sí, para peor. ¿Quién podría hablar de civilización ante una barbarie así? Hasta aquella mañana yo creía conocer el mal, la guerra y el horror. Pero estaba equivocado, la maldad del ser humano puede llegar más allá de lo imaginable. No había un dios que nos salve o condene, ni había ningún medio para estar seguro en ninguna parte, en ninguna circunstancia, ni regla inequívoca que seguir. ¿Qué me protegió aquella mañana? La suerte, el instinto... ¿Sería el mismo instinto que empuja a los hombres a matarse unos a otros? Para mí era suficiente. Ya estaba harto de creencias y fanatismos, y también de huir de los problemas buscando un refugio ideal. El refugio ideal no existe, porque no hay lugar donde el mal, la ambición y el fanatismo no puedan llegar. Mi utopía se desvaneció en ese momento. Decidí regresar a Venezuela y seguir allí. Si del mal no se podía huir, la única posibilidad era combatirlo en su origen.
Posted on: Sun, 15 Sep 2013 02:24:47 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015