Carta del Cardenal Dionigio Tettamanzi, arzobispo de Milán, a los - TopicsExpress



          

Carta del Cardenal Dionigio Tettamanzi, arzobispo de Milán, a los esposos en situación de separación, divorcio y nueva unión. NOTA PRELIMINAR Presentamos a nuestros lectores la carta que el Cardenal Dionigi Tettamanzi, arzobispo de Milán, ha dirigido a "los espo­sos en situación de separación, divorcio y nueva unión". Son muchos los cristianos que viven esta realidad, que los aflige profundamente al no poder participar en la vida sacramental de la Iglesia. Sin embargo, como lo expresa el Cardenal Tettamanzi, de ninguna manera están excluidos del amor de Cristo ni separados de la comunidad cristiana. Estoy seguro que este llamado, llegará a los corazones de nuestros hermanos y hermanas, para que busquen en su corazón hacer la voluntad de Dios, sean sostenidos en la esperanza y perma­nezcan unidos en la caridad de Cristo con todos los que pro­fesan en la Iglesia su fe. Agradecemos profundamente al Cardenal Tettamanzi la autorización para publicar el texto. Mons. Martín de Elizalde OSB Obispo de Nueve de julio. Carta: Queridos hermanos y hermanas: Desde hace mucho tiempo tengo el deseo de dirigirme a uste­des, del modo más directo y personal. Quiero pedirles permiso para entrar en su casa como un hermano y pedirles que me concedan un poco de su tiempo. Lo hago ahora con esta carta, que quiere ser simple y familiar, como un pedido para que me permitan sentarme junto a ustedes para dialogar, y que espero les resulte agradable y pueda continuar en el tiempo. Los que son creyentes y sienten que son miembros de la Igle­sia reconocen en el Obispo a un padre y a un maestro. Y yo, como Obispo, me considero muy cercano también de aquellos bautizados que, tal vez, ya no se consideran creyentes o piensan que están ex­cluidos, por incomprensiones o desilusiones, de la gran comunidad de los discípulos del Señor. Quisiera entonces encontrar a unos y otros, y abrir con uste­des un diálogo para compartir un poco las alegrías y las penas de nuestro camino común; intentando escuchar algo de las vivencias cotidianas de ustedes, dejarme interpelar con algunos de sus cuestionamientos; para confiarles los sentimientos y los deseos que alimento para ustedes en mi corazón. Esto es así: leyendo estas páginas, ustedes entreabren la puerta de su casa y me permiten en­trar. Pero yo también, al escribir estas páginas, me abro a ustedes con el deseo de una confianza recíproca. LA IGLESIA ESTÁ CERCA DE USTEDES En primer lugar les digo que no podemos considerarnos extra­ños los unos de los otros: ustedes, para la Iglesia y para mí, Obispo, son hermanos y hermanas amados y queridos. Mi deseo de dialo­gar con ustedes brota del afecto sincero y de la certeza que hay en ustedes necesidades y sufrimientos que les parece que son a menu­do postergadas o ignoradas por la Iglesia. Les digo entonces que la comunidad cristiana tiene en consideración la situación que uste­des viven. Es verdad que algunos de ustedes han tenido algunas experien­cias duras en la relación con la realidad eclesial: no se sintieron comprendidos en una situación difícil y dolorosa; no encontraron tal vez a quien estuviera listo para escuchar y ayudar; han oído acaso pronunciar palabras que sonaban como un juicio sin miseri­cordia o una condena sin apelación. Y pudieron alimentar la impre­sión que la Iglesia los abandonaba o los rechazaba. Lo primero que quiero decirles, sentado junto a ustedes, es: “¡La iglesia no los ha olvidado! Y mucho menos los rechaza o considera indignos”. Recuerdo las palabras de esperanza que dirigió Juan Pablo II a las familias procedentes de todo el mundo en ocasión de su Jubileo en 2000: "Frente a tantas familias deshechas, la Iglesia no se siente llamada a expresar un juicio severo y distante, sino más bien a in­troducir en los pliegues de tantos dramas la luz de la palabra de Dios, acompañada con el testimonio de su misericordia". Si han encontrado ustedes en su camino hombres o mujeres de la comunidad cristiana que los han herido de cualquier modo con su actitud o sus palabras, les quiero expresar mi pena y confiar a todos y a cada uno al juicio y a la misericordia del Señor. Como cristianos sentimos por ustedes un afecto particular, como el de un padre que mira con más atención y cuidado al hijo que se encuentra en dificultad y sufre, o como el de los hermanos que se sostienen y apoyan con mayor delicadeza y profundidad, después que por mu­cho tiempo no pudieron comprenderse y hablarse abiertamente. LA HERIDA DE USTEDES ES TAMBIÉN NUESTRA Quisiera ser capaz ahora de escuchar sus pedidos y sus re­flexiones. También nosotros, hombres de Iglesia, sabemos que el fin de una relación matrimonial no ha sido para la mayoría de ustedes una decisión fácil, y mucho menos algo para ser tomado con ligereza. Ha sido más bien un momento de sufrimiento en la vida de ustedes, un hecho que los ha cuestionado profundamente sobre la causa del fracaso de aquel proyecto en el cual habían creído y en el que hab­ían puesto tantas energías. La decisión de dar este paso deja ciertamente heridas que se cierran con dificultad. Hasta puede insinuarse la duda sobre la posi­bilidad de llevar a término algo grande, que se había esperado con ansia realizar. Surge inevitablemente la pregunta sobre las eventua­les responsabilidades de cada uno; se hace agudo el dolor por sentirse traicionados en la confianza puesta en el compañero o la com­pañera elegida para toda la vida; se apodera de uno el sentimiento de insuficiencia respecto de los hijos comprometidos en un sufri­miento del cual ellos no son responsables. Conozco lo que son esas inquietudes y les aseguro que expresan un dolor y una herida que tocan a toda la comunidad eclesial. El término de un matrimonio es también para la Iglesia moti­vo de sufrimiento y fuente de graves interrogantes: ¿Porqué permite el Señor que sea destruido aquel vínculo que es la "gran señal" de su amor total, fiel e indestructible? ¿Cómo debimos o pudimos estar tal vez cerca de estos esposos? ¿Hemos cumplido junto a ellos un camino de verdadera preparación y de verdadera comprensión del significado del pacto conyugal con el cual están recíprocamente ligados? ¿Los hemos acompañado con delicadeza y atención en su itinerario de pareja y de familia, antes y después del matrimonio? Estas preguntas y este dolor los comparti­mos con ustedes y nos afectan profundamente, porque tocan algo que nos resulta muy cercano: el amor, como el sueño y el valor más grande en la vida de todos y de cada uno. Pienso que como esposos cristianos podrán comprender en qué sentido todo esto nos toca profundamente. Ustedes pidieron celebrar su pacto nupcial en la comunidad cristiana, viviéndolo como un sacramento, el gran signo eficaz que hace presente en el mundo al amor mismo de Dios. Un amor total, indestructible, fiel y fecundo, como lo es el amor de Cristo por nosotros. Y al celebrar el matrimonio de ustedes la comunidad cristiana ha reconocido esta nueva realidad y ha invocado la gracia de Dios para que este signo permaneciera como luz y anuncio gozoso para los que se encuen­tran con ustedes. Cuando este vínculo se deshace la Iglesia se encuentra en cierto sentido empobrecida, privada de un signo luminoso que deb­ía ser para ella motivo de alegría y de consuelo. La Iglesia no los mira entonces a ustedes como a extraños que han fracasado en la conservación de lo pactado, sino que se siente partícipe de esa pena y de los cuestionamientos que los atañen tan íntimamente. Podrán comprender entonces, junto a los sentimientos de ustedes, cuales son los nuestros. FRENTE A LA DECISIÓN DE SEPARARSE Ahora quiero encontrarme con ustedes e intentar reflexionar junto con ustedes sobre los muchos acontecimientos y las muchas pruebas que los han llevado a interrumpir su experiencia conyugal. Solamente puedo intentar imaginarme que, antes de tomar esa decisión, ustedes experimentaron días y días en los que debió ser difícil vivir juntos; nerviosismo, impaciencia e intolerancia, des­confianza recíproca, a veces incluso falta de transparencia, sentirse traicionados, desilusión con una persona que demostró ser diferente de como se la había conocido al principio. Estas experiencias, coti­dianas y repetidas, terminan convirtiendo al hogar, no ya en un sitio donde se encuentra afecto y alegría, sino en una cárcel oprimente que parece que quita la paz del corazón. Se termina levan­tando la voz, tal vez, hasta se falta al respeto, se vuelve imposible la concordia. Se siente que no es posible continuar viviendo juntos. No, la decisión de interrumpir la vida matrimonial no puede ser considerada nunca una decisión fácil, que no causa dolor. Cuando dos esposos se separan, llevan en el corazón una herida que ha de marcar, con mayor o menor peso, su vida, la de sus hijos y la de todos los que los aman a ellos mismos (padres, hermanos, parientes, amigos). También la Iglesia comprende esta herida de ustedes. Y la Iglesia sabe que hay casos en los cuales no solo es licito, sino que puede ser incluso inevitable decidirse por la separación: para de­fender la dignidad de las personas, para evitar traumas más profun­dos, para custodiar la grandeza del matrimonio, que no puede trans­formarse en un intercambio insostenible de asperezas recíproca. NO A LA RESIGNACIÓN Ante una decisión tan seria es importante, sin embargo, que no ganen la resignación y la voluntad de cerrar rápidamente esta pági­na. Ojalá que la separación se convierta en cambio en una ocasión para mirar con más distancia y tal vez con más serenidad la vida conyugal. No es oportuno - como nos enseña un sabio principio de la vida espiritual - tomar decisiones definitivas cuando el ánimo está agitado por la inquietud o las tormentas. No todo está necesariamente perdido: tal vez hay energías todavía para comprender lo que ha sucedido en la propia vida de pareja y de familia; tal vez se pueda todavía desear y buscar una ayuda sabia y competente para encaminar una nueva etapa de vida juntos; o tal vez solamente hay espacio para reconocer honesta­mente las responsabilidades que han comprometido de manera de­cisiva aquel pacto de amor y de entrega estipulado con el matrimo­nio. Siempre hay responsabilidades. Y si a menudo las atribuimos fácilmente al ambiente, a la sociedad, a la casualidad, en verdad todos sabemos que estas responsabilidades son también nuestras. También hay gestos, palabras, costumbres y opciones que, hechos al principio sin malicia y solo por superficialidad, han tenido peso y determinaron el fin de la vida en pareja. Cuantos esposos se en­cuentran solos y experimentan esta situación como una injusticia que les es impuesta: "¡Yo no tengo la culpa! ¡Yo no quería esto! ¡Yo hice todo lo posible!" LA PALABRA DE LA CRUZ A cuantos, a la luz de la verdad, comprenden que tuvieron una precisa responsabilidad, incluso grave, dilapidando el tesoro de su matrimonio, quisiera fraternamente pedirles que acojan la llamada del amor misericordioso de Dios, que nos juzga con ver­dad, nos llama a la conversión, nos sana con la propuesta de una vida nueva. Reconocer esta responsabilidad propia no significa vivir en un inútil y perjudicial sentido de culpa. Quiere decir más bien abrir la vida a aquella libertad y novedad que el Señor nos permite experimentar cuando retornamos a Él con todo el corazón. Todo aquello que es posible hacer todavía para poner remedio a las consecuencias negativas que afectan a la familia, para cambiar su vida... todo esto tiene que ser hecho con valentía y determinación. Para aquellos esposos, en cambio, que han sentido más bien como una injusticia impuesta a ellos la crisis de su matrimonio, quiero decirles que, como cristianos, no pueden olvidar la palabra doloroso pero vivificante de la Cruz. Desde aquel lugar terrible de dolor, de abandono y de injusticia el Señor Jesús reveló la grandeza de su amor como perdón gratuito y ofrecimiento de sí mismo. Como Obispo, y sobre todo como cristiano, no puedo olvidar esta Palabra, y siento la necesidad de ofrecerla discretamente a ustedes como una palabra que, aún haciendo sangrar el corazón y la vida, no carece de fruto y no está desprovista de sentido. Y si tienen para llevar en cada celebración eucarística aunque sea solamente su esfuerzo por comprender y perdonar, tienen en realidad un gran tesoro para ofrecer, juntamente con Cristo, en el memorial de su Cruz: el abandono humilde de nuestra pobreza. En las páginas dolorosas de la vida de ustedes los niños se encuentran a menudo entre los protagonistas inocentes pero no menos involucrados. También lo son los hijos más grandes, que ven derrumbarse sus certezas afectivas en la edad delicada de la adolescencia y a menudo vislumbran con mayor dificultad la realización, en un mañana, de su sueño de amor. Mas no debe faltarnos la esperanza: cada día vemos cerca nuestro los ejemplos heroicos y admirables de padres que, habien­do quedado solos, hacen crecer y educan a sus hijos con amor, sa­biduría, atención y dedicación. Agradezco a estas madres y padres que nos dan a todos nosotros un gran ejemplo. Les agradezco y los admiro, y espero ciertamente que nuestras comunidades sean un sostén para ellos en sus eventuales necesidades. Al mismo tiempo quiero recomendar a todos los padres y madres separados que no vuelvan más difícil la vida de sus hijos, privándolos de su presencia y de la estima debida al otro cónyuge y a las familias de que proceden. Los hijos tienen necesidad, de acuerdo también con las garantías legales, de su padre y de su madre, y no de disputas inútiles, celos y actitudes duras. Cuanto he dicho hasta aquí acerca de la situación de separación, vale con más razón para quien hizo la opción, a veces im­puesta y casi inevitable, del divorcio y la opción del divorcio segui­do de una nueva unión. Vale también para quien no se ha visto comprometido en una separación o divorcio, pero vive en pareja con una persona separada o divorciada. Pensando también en estas personas quisiera hacerme una última pregunta, que me llega muy hondo al corazón y deseo compartir muy sinceramente con ustedes. ¿HAY LUGAR PARA USTEDES EN LA IGLESIA? ¿Qué lugar tienen en la Iglesia los esposos que viven la sepa­ración, el divorcio, una nueva unión? ¿Es verdad que la Iglesia los excluye de su vida para siempre? Aunque la enseñanza del Papa y de los Obispos en esta materia es claro y ha sido formulado muchas veces, escuchamos todavía este juicio: "¡La Iglesia ha excomulgado a los divorciados! ¡La Iglesia expulsa a los esposos que están separados!". Este juicio está tan arraigado que a menudo los mismos esposos en crisis se apartan de la vida de la comunidad cristiana, por el temor de ser rechazados o juzgados. Quiero permanecer fiel a mi propósito de hablarles con simpli­cidad fraterna y sin alargarme demasiado, y les propongo de nuevo el punto decisivo de esta reflexión que es la palabra de Jesús, a la cual, como cristianos, debemos permanecer fieles. En esta palabra encontramos la respuesta a nuestra pregunta. LA PALABRA DEL SEÑOR SOBRE EL MATRIMONIO Jesús habló también acerca del matrimonio, y lo hizo con una radicalidad tal que sorprendió hasta a sus primeros discípulos, mu­chos de los cuales eran probablemente hombres casados. Jesús afir­ma que el vínculo esponsal entre un hombre y una mujer es indiso­luble (cfr. Mt 19, 1-12), porque en el vínculo del matrimonio se muestra el designio originario de Dios sobre la humanidad, es decir el deseo de Dios que el hombre no esté solo, que viva una vida de comunión duradera y fiel. Esta es la vida misma de Dios que es Amor, un amor fiel, indestructible y fecundo de vida, que se mues­tra, como un signo luminoso, en el amor recíproco entre un hombre y una mujer. Y de esta manera, afirma Jesús, "no son dos, sino una sola carne: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (v. 6). Desde aquel día la palabra de Jesús no deja de provocarnos y tam­bién inquietarnos. Ya entonces los discípulos quedaron escandali­zados por la perspectiva de Jesús, protestando que, si el matrimonio es una llamada tan alta y exigente, tal "no convenga casarse" (v. 10). Pero Jesús nos apremia y nos da confianza: "El que pueda entender, que entienda" (cfr. v. 11), entienda que esta exigencia no se puso para atemorizarnos, sino más bien para proclamar la grandeza a la que está llamado el Hombre según el plan de Dios crea­dor. Esta grandeza es exaltada cuando el pacto conyugal es celebra­do en la Iglesia como sacramento, signo eficaz del amor esponsal que une a Cristo con su Iglesia. Jesús no nos pide lo imposible, se nos ofrece a sí mismo como camino, verdad, vida del amor. Las palabras de Jesús y el testimonio como Él vivió su amor por nosotros son la referencia única y constante para la Iglesia de todos los tiempos, que nunca se sintió autorizada para disolver un lazo matri­monial sacramental celebrado válidamente y expresado en la unión plena, también íntima, de los esposos, que se volvieron justamente "una sola carne". Es en esta obediencia a las palabras de Jesús que se encuentra la razón por la cual la Iglesia considera imposible la celebración sacramental de un segundo matrimonio después que se interrumpió el primer vínculo esponsal. EL PORQUÉ DE LA ABSTENCIÓN DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA Del sentido de la palabra del Señor deriva también la indica­ción que hace la Iglesia acerca de la imposibilidad de acceder a la comunión eucarística, para los esposos que viven establemente un segundo vínculo matrimonial. ¿Por qué? Porque en la Eucaristía tenemos el signo del amor esponsal indisoluble de Cristo por noso­tros: este es un amor que es contradicho por el "signo roto" de los esposos que han concluido una experiencia matrimonial y viven un segundo vínculo. Se comprende entonces que la norma de la Iglesia no expresa un juicio sobre el valor afectivo y sobre la calidad de la relación que une a los divorciados vueltos a casar. El hecho que a menudo estas relaciones sean vividas con sentido de responsabilidad y con amor en la pareja y hacia los hijos, es una realidad que la Iglesia y sus pastores no pueden dejar de ver. No se trata entonces de hacer un juicio sobre las personas y sobre su vida, sino una norma necesaria, porque estas nuevas uniones en su realidad objetiva no pue­den expresar el sentido del amor único, fiel, indiviso, de Jesús por la Iglesia. Es claro que la norma que se refiere al acceso a la comunión eucarística no concierne a los cónyuges en una crisis matrimonial o que están simplemente separados: según las disposiciones espiri­tuales debidas, pueden participar regularmente de los sacramentos de la confesión y de la comunión eucarística. Lo mismo se debe decir de aquellas personas que han debido aceptar injustamente el divorcio, pero que consideran el matrimonio celebrado religiosa­mente como el único de su vida y quieren permanecer fieles a él. Es equivocado, en cambio, sostener que la norma que regula la posibilidad de recibir la comunión eucarística significa que los cónyuges divorciados vueltos a casar estén excluidos de la vida de fe y de caridad efectivamente vivida dentro de la comunidad eclesial. EN EL CORAZÓN DE LA VIDA DE FE EN EL SIGNO DE LA ESPERANZA La vida cristiana tiene su culminación en la participación plena a la Eucaristía, pero no puede reducirse solamente a esa cima. Co­mo en una pirámide, aunque se encuentre privada de su vértice, la masa sólida no cae, sino que permanece. Comulgar en la Misa es de gran importancia para los cristianos, y de gran significado, pero la riqueza de la vida de la comunidad eclesial, que está formada por muchísimos elementos compartidos por todos, sigue estando a dis­posición y al alcance también de quienes no pueden acercarse a recibir la santa comunión. La participación misma a la celebración eucarística en el Día del Señor incluye la escucha atenta de la Pala­bra de Dios y la invocación comunitaria al Espíritu, para que nos haga capaces de revivirla con fidelidad en la espera del Señor que llega. Es justamente la espera de la Venida del Señor y del encuentro definitivo con Él, que se encuentra en el corazón de la fe cristiana, como nos lo enseña la Iglesia en su celebración litúrgica inmediata­mente antes de la comunión eucarística: "aguardando que se cum­pla la feliz esperanza y venga nuestro salvador Jesucristo". De hecho, Él ha venido ya, pero debe venir todavía y manifestar en plenitud la gloria de su reino de amor. Nosotros ya somos hijos de Dios, pero lo que realmente somos no se ha manifestado todavía en todo su esplendor. Les pido que participen con fe en la celebración eucarística, aunque no puedan acercarse a recibir la comunión. Ello será para ustedes un estimulo para intensificar en sus corazones la espera del Señor que ha de venir y el deseo de encontrarlo en persona con toda la riqueza y la pobreza de nuestra vida. No lo olvidemos nunca: la Misa comporta siempre por su naturaleza propia una "comunión espiritual" que nos une al Señor y, en Él, nos une a los hermanos y hermanas que están participando de su mesa. En su reciente Carta el Papa Benito XVI, después de confirmar la imposibilidad de recibir a la comunión eucarística a los divorciados que se han vuelto a casar, continúa diciendo que ellos, "sin embargo, a pesar de su situación, siguen perteneciendo a la Iglesia, que los acompaña con especial atención, con el deseo que puedan cultivar, en lo posible, un estilo cristiano de vida por medio de la participación en la Santa Misa, aún sin recibir la Comunión, la escucha de la Palabra de Dios, la Adoración Eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo confiado con un sacerdote o un maestro de vida espiritual, la dedicación a una caridad viva, las obras de penitencia, el compromiso de educar a los hijos" (Sacramentum caritatis, n. 29). Les pido a ustedes, esposos que, divorciados, han vuelto a casarse, que no se alejen de la vida de fe y de la vida de la Iglesia. Les pido que participen en la celebración eucarística del Día del Señor. También se dirige a ustedes la llamada a una vida nueva, que el Espíritu nos da. También se encuentran a la disposición de ustedes muchos medios de la Gracia de Dios. La Iglesia espera igualmente de ustedes una presencia activa y una disponibilidad para servir a cuantos tienen necesidad de su ayuda. Pienso en pri­mer lugar en la gran misión educativa que como padres muchos de ustedes están llamados a desarrollar y al cuidado de relaciones positivas con las familias de origen. Pienso además en el simple testimonio, aunque sea con sufrimiento y límites, de una vida cris­tiana fiel a la plegaria y a la caridad. Y pienso también como ustedes, a partir de su concreta experiencia, pueden ayudar a otros hermanos y hermanas que pasan por momentos y situaciones se­mejantes o cercanas a las de ustedes. Repito, pensando en la situación de algunos de ustedes lo que escribió Juan Pablo II: "Hay que reconocer también el valor del testimonio de aquellos esposos que, habiendo sido abandonados por su pareja, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han contraído una nueva unión: estos esposos también dan un testimonio auténtico de fidelidad, del cual tiene el mundo de hoy tanta necesidad. Por eso, deben ser alentados y ayudados por los pastores y los fieles de la Igle­sia " (Familiaris consortio, n. 20). Con todos ustedes, haciendo mías las palabras de los Obispos de las demás Iglesias de Lombardía, pido al Espíritu Santo que "nos inspire los gestos y signos proféticos que vuelvan claro para todos, que nadie se encuentra excluido de la misericordia de Dios, que nadie es abandonado jamás por Dios, sino que es siempre bus­cado y amado. La conciencia de ser amados vuelve posible lo im­posible" (Carta a las familias, 28) el señor que está entre nosotros es cercano a todos ustedes Concluyo esta carta, con la que intenté poner mi corazón junto al de ustedes, queridos esposos que atraviesan situaciones difíciles, de crisis, de separación o que se han vuelto a casar civilmente des­pués del divorcio. No tengo la pretensión de haber comprendido todo lo que está en el corazón de ustedes, ni de haber dado una respuesta a las muchas preguntas que tendrán para hacer. Creo sin embargo que hemos podido iniciar un diálogo para llegar a enten­dernos con más verdad y amor recíproco. Espero que pueda ser un diálogo que se prolongue, con la simplicidad y el amor que me han guiado al escribir esta carta. Un medio privilegiado podrá ser aquel del diálogo con sus sacerdotes. Los invito a buscarlos, a conversar con ellos, a tener confianza en ellos. Para algunos de ustedes no resultará fácil reconstruir una relación serena con la Iglesia si antes no hablan con libertad y sinceridad con un sacerdote de su confian­za. No les pidan a los sacerdotes que les indiquen soluciones fáci­les o atajos superficiales. Busquen en sus sacerdotes al hermano, para que los ayuden a comprender y a vivir con simplicidad y fe la voluntad de Dios: sepan ellos escuchar con ustedes la palabra de Dios, que es exigente pero siempre vivificante; ellos los ayuden a continuar, también estos momentos, en la comunión con la Iglesia. En una perspectiva de diálogo siempre, les deseo con todo el corazón que puedan encontrar también parejas y familias cristia­nas que, ricas en humanidad y en fe, sepan acogerlos a ustedes, escucharlos y caminar juntos por el camino que todos nosotros estamos llamados a recorrer en la vida: el camino del amor a Dios y al prójimo. Les agradezco que me hayan recibido realmente en su casa. Ruego con ustedes al Señor para que nos conceda estar siempre, todos juntos, como hermanos y hermanas en la misma Iglesia, y tener la certeza consoladora y estimulante que "el Señor está cerca de quien tiene el corazón herido" (Salmo 34,19), y que su amor está siempre entre nosotros. + Dionigi Card. Tettamanzi Arzobispo de Milán Milán, Epifanía del Señor 2008 (Traducido del italiano con autorización del Autor)
Posted on: Fri, 27 Sep 2013 15:53:41 +0000

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