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Como algunos de ustedes saben, la familia y amigos, hemos constituido la Asociación Amigos de la Casa de Ernesto Sabato, que tiene su propia página en facebook. Nos acompañan una decena de personalidades de la cultura y de los derechos humanos. Acabo de publicar en esa página un texto, que a diferencia de los otros, es muy personal. Quiero compartirlo ahora con ustedes. ALGO PERSONAL Reviso todos los escritos que hemos subido a esta página y veo que, como debe ser, tienen el tono institucional que se pretendía. No es que se rehúya el afecto, que se soslaye la melancolía, ni que se mitigue la alegría por lo que se está logrando. Hemos partido de la convicción de que Ernesto Sabato no le pertenece a su familia: es de todos los que admiran su obra y veneran su ejemplo. Protegemos su legado porque es nuestra obligación, porque debemos compartirlo con todos. Estas palabras, las que siguen, son más personales. Las escribo como su hijo, solo en mi nombre, y siento que puedo hacerlo por el cariño que demuestran todas las respuestas que hemos tenido. Quiero confesarles, entonces, que en mi intimidad el nombre del museo tiene un agregado indispensable: para mí, esto que estamos haciendo se llama La Casa de Ernesto y Matilde Sabato. Es posible que para los miles de admiradores de mi padre, que no han conocido la historia cotidiana de la familia, esto carezca de importancia. También hay razones legales: el proyecto nació y prosperó con el nombre que lleva, y así fue reconocido en todos los trámites que hubo que hacer. Pero lo que me detuvo a incluir su nombre, antes de comenzar el proyecto, fue la certeza de que mi madre no lo hubiera aprobado. Ella siempre se puso a la sombra de mi padre. Era una sombra gigantesca, pero si estaba cerca y oculta fue solo para sostenerlo, e impulsarlo a seguir adelante. Eran otras épocas, en las tantas mujeres aceptaban que su misión en la vida era proteger y estimular a sus maridos, sin que nadie lo advirtiese. Mi madre, que en tantas otras cosas fue una mujer de avanzada, en eso se quedó anclada en una costumbre que hoy es injusta y arcaica. La única crítica que yo puedo hacerle, que le hice cuando vivía, es que se postergase de esa manera. Ella era una escritora maravillosa, y no quiso publicar nada, y recién lo hizo en el ocaso de su vida, y solo porque mi padre la convenció que tenía que hacerlo. Se editaron dos libros suyos, uno de poemas y otro de relatos. Les pido que confíen en mí, no hablo sólo desde el amor cuando les digo que son dos libros que merecen leerse. Cuando abramos la casa, allí estarán, junto a los de mi padre. Con todo el pudor que pueda, tratándose de algo tan íntimo, les cuento porque cuando yo pienso en la casa, incluyo el nombre de mi madre, y a veces hasta lo hago antes del de mi padre. Ellos se casaron apenas se conocieron, por civil y en un trámite que tuvo poco de ceremonia. Supongo que fue una necesidad eso de cumplir con un requisito tan burgués. Mi madre era muy joven, y su familia no aceptaba que se uniese a alguien que no fuera judío. Que el casamiento fuera por civil no necesitaba explicaciones: mi padre entonces era un joven marxista. Lo que pocos saben es que mi padre se casó dos veces. Más de sesenta años después, se volvió a casar con mi madre. Esta vez fue una ceremonia religiosa, muy íntima, reservada solo para la familia, que oficiaron dos obispos amigos: Jorge Casaretto y Justo Laguna. Mi madre era judía. Y sin dejar de serlo se acercó se fue convirtiendo al cristianismo. Mi padre, sin dejar la pasión por la solidaridad que antes lo había acercado al marxismo, comenzó a dudar de su ateísmo. Pero el hecho que cuenta, más que todo, que eso que ocurrió en 1992, consagró el amor que los unió durante toda su vida, y que no finalizó con la muerte de mi madre, seis años después. Esta puede ser solo una historia de amor, de las tantas que han ocurrido y que hoy, lamentablemente, suceden menos. Pero tiene que ver con la casa, porque fue el escenario donde trascurrió la mayor parte de esta historia. Pero no es solo por eso que en mi corazón siento como una injusticia que no se la nombre a Matilde Kusminsky de Sabato. Mi madre fue el alma de la casa. La creatividad, la alegría, que tanta gente, famosa o desconocida, se juntara allí para compartir pasiones por la literatura, por la música, por la pintura, por la Política (así, con mayúscula) fue obra de ella. Que en esa casa se recibieran solidariamente a perseguidos, y se compartiesen sus tristezas y sus miedos, fue mérito de mi padre y también de mi madre, que se preocupaba más por los demás que por ella misma. Dije antes alegría, y fue eso lo más importante para nosotros, y sobre todo para mi padre. La alegría que inundó la casa lo sostenía, lo alejaba de su melancolía, de las depresiones que tantas veces lo hundían. Y luego, algo que muy pocos conocen. Todo lo importante que escribió mi padre fue posible porque mi madre estaba junto a él. Ella lo impulsaba, le corregía sus páginas, le señalaba aciertos y errores, lo levantaba cuando se caía. Yo creo, firmemente, que toda la obra importante de mi padre debería estar firmada por los dos. Como la casa. Ahora les voy a pedir que me permitan la tristeza. Mi padre tuvo muchos golpes en la vida. Pero cuatro fueron centrales. El primero de esos cuatro fue el descenso a los infiernos de la CONADEP. Lo veíamos, todas las noches, cuando volvía de sumergirse en esa ciénaga podrida. Conocer, tan de cerca, la maldad y el horror del que fueron capaces tantos canallas, el dolor tan intenso que sufrió tanta gente, lo demolió y le carcomió el alma y la salud. El segundo y aún más potente de los golpes fue el comienzo de la larga enfermedad de mi madre. Esa persona vital, tan fuerte, tan indispensable, se fue convirtiendo en un ser débil, cada vez más indefenso. Luego vino el horror de la muerte, en un accidente, de mi hermano Jorge Federico. Ocurrió en 1995, y mi padre ya no volvió a ser el que era. Y en 1998 la muerte de mi madre, fue el último capítulo. Mi padre ya se fue yendo cuando comenzaron todas estas tristezas. Y la ausencia definitiva de mi madre terminó de alejarlo. La casa, sin mi madre, dejó de ser lo que era. Se sumergió en la oscuridad, se fue cayendo, fue un fantasma que nos embargaba de pena y de impotencia. Por esto estamos recuperándola, como era cuando la alegría y la creatividad la hicieron espléndida y acogedora. Les ruego que me disculpen estas confesiones. Las escribo de urgencia, y las voy a publicar sin corregirlas. Antes de arrepentirme. Mario Sabato
Posted on: Tue, 23 Jul 2013 18:04:44 +0000

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