Construimos un estadio para los que gustan del futbol de emoción, - TopicsExpress



          

Construimos un estadio para los que gustan del futbol de emoción, posiblemente sin percatarnos de que nos estábamos condenando de por vida. El Vicente Calderón nació para albergar los partidos del atleti y, por el mismo precio, conmover el ánimo y la vista. “Demasié” hasta para los mejores futbolistas. Para los peores, un lastre. Alguno de ellos, superado por las circunstancias, optó por recordarnos que lo mejor para ver un buen espectáculo era ir a la gran vía madrileña. Jugar en el Calderón pesa y conmover cuerpo y mente no está a la altura de cualquiera. Es mas, no te lo garantiza ni Broadway. Por eso el Manzanares, afortunadamente, no es un teatro. El Manzanares es la vida misma. Los atléticos acudimos cada quince días a que nos conmuevan o a conmovernos entre nosotros mismos. Es nuestra cita quincenal con la catarsis. Nos diferencia del resto un matiz: El estadio, como ente, no es sujeto pasivo en la película. Participa. No es que tiemble ni lata más fuerte que ninguno. Es que vive. Y lo hace con una cierta autonomía ajena a lo que sucede en el terreno de juego entre los veintidós actores principales. Es un rasgo muy atlético: ganamos y perdemos todos. Queremos ser protagonistas y nuestro estadio, contagiado de ese espíritu, también es capaz de dar o quitar los tres puntos. Por veinticinco pesetas, cuantos estadios en el mundo pueden presumir de tener vida propia. Y les anticipo, sólo uno y está en el foro. Precisamente en Madrid hay pocas cosas más castizas que La Latina, el paseo de los Pontones o la puerta de Toledo. Todo ello está relativamente cerca del Vicente Calderón y cualquiera de esas calles sería un buen lugar para asentarse. Sin embargo, el callejero nos fue esquivo en su día y en lugar de ubicarnos en pleno paseo Imperial, que viste mucho más, lo fue a hacer en el Paseo de los Melancólicos. El primer paso hacia la conmoción ya estaba dado y, decidida la calle, sólo quedaba asumirla como propia. Hoy no hay atlético de verdad que no sepa que el aclamado paseo que une la glorieta de pirámides con el templo consta de seiscientos veintiséis pasos, traspié arriba, traspié abajo, y está dotado de un pavimento a prueba de pesadumbres. Recorrerlo de llegada es fácil. Cuesta abajo, ligero y con un horizonte esperanzado y colosal al fondo. Por el contrario, a veces duele desandarlo. La derrota tiene pocas salidas y la principal es hacia arriba. Si sale cruz el Paseo de los Melancólicos es el Everest. No hay improperio ni lamentación en el diccionario que no hayan escuchado las paredes adyacentes. Tampoco hay boquete bajo nuestros pies que no esté controlado. Por eso, el atlético de verdad no es el que tiene el numero de socio más bajo, que también, sino el que puede llegar al metro de Pirámides con los ojos cerrados. Y los hay a montones. Transitamos por la calle melancolía sin saber que, por definición, quien la padece no encuentra gusto ni diversión en nada. Hay, sin embargo, melancólicos adictos y se llaman atléticos. O atleticoinómanos como rezaba aquella bandera del año del Doblete. Nuestra particularidad es que encontramos gusto a la nada muchas veces y el que está enganchado a este club sabe que no se quita cuando quiere. Siempre termina recayendo y vuelve a recorrer ese paseo, rodeado de otros tantos adictos, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta saciar su mono. Somos atleticodependientes y necesitamos ir al Calderón. A orillas del Manzanares muchos hemos crecido. Cuando yo comencé a frecuentarlo, el estadio comenzaba a tener sus primeros achaques. Al final le diagnosticaron aluminosis y caló tanto la noticia que raro era el día que no había una noticia sobre una desgracia fruto de esa malformación del cemento. Íbamos al estadio con miedo. Además, eran los años en que el atleti le plantaba cara a los mejores de España y de Europa por lo que había muchas posibilidades de que el estadio se viniera abajo en un contragolpe de Juan Sabas. Fueron los años recoperos y del “força pra vivir” de Donato. Había que agarrarse a algo en esos momentos de duda arquitectónica y el eslogan del hispano brasileño era lo que más a mano teníamos. Recuerdo que aquellas temporadas se podía recorrer el Calderón sin pisar el suelo, de banco a banco de cemento, a pequeños saltos. Yo lo hice alguna vez. Fue la noche del tres a cero al United, con el último de la noche obra de mi ídolo y amigo Manolo (Dios te guarde). Se podía hacer porque el “no hay billetes” costaba colgarlo y muchos preferían ver el partido en la narración de Héctor del Mar y su: “!!Como te queremos, vizcaíno!!!!”. Televisivamente el “cementazo” no era lo más bonito, con esos bancos inferiores casi siempre vacíos, pero le daban un regusto ochentero al estadio que con el tiempo aprendimos a valorar. El cemento estaba reservado para las gradas laterales y de fondo. Si echabas la vista un poco más arriba, a las zonas nobles, te topabas con señoriales bancos de madera. Con respaldo y todo. Eran largos tablones marrón oscuro con apoyabrazos aleatorios e incómodos tornillos en la espalda. No en todas las espaldas, sólo en las que tocaba, y si eras de los agraciados, los noventa minutos contaban como ciento ochenta. Eran eliminatorias a ida o vuelta: o el tornillo o tu espalda. Muchos fuimos testigos de la última gesta del club en el siglo pasado desde uno de esos tablones. El Doblete lo vivimos desde el cemento o desde la madera con la excepción de algunos que lo hicieron a través de una pantalla de metacrilato. Fue la alternativa moderna a las antiguas vallas verdes que durante mucho tiempo nos separaron de nuestros ídolos del Calderón. Una vez fueron retiradas, el último vestigio de aquel fútbol cercado sería esa gran pantalla transparente que separaba la tribuna lateral de los banquillos. Media liga 95/96 la celebramos apoyados en ella. De un lado, los jugadores. Del otro, la muchedumbre. Fue un gran abrazo de gol transparente supervisado desde las alturas por el “Cholo” Simeone, que lo controlaba todo, celebraciones incluidas. Había llegado a lo más alto de aquel abrazo masivo aupado por sus compañeros. Todos gritábamos aupa Atleti. Esa foto está en el salón de todos los que sólo conocemos un estadio atlético. Es la prueba de que cualquier tiempo pasado nos fue mejor en la liga. La conservamos porque el Vicente Calderón cambiaría como cambió nuestra suerte. Llegó el momento del “restyling” y el Manzanares lució más moderno. Por fuera se retiró el rojo y el blanco de las columnas que avisaban a los conductores de la M30 madrileña que estaban pasando por territorio atlético y en su lugar se rodeó todo el estadio de modernos espejos que, imagino, deben darnos el reflejo de lo que somos en cada momento. Como siempre enseñan el cielo concluyo que nuestro lugar está mas cerca de las alturas a pesar de algún que otro descalabro. Al menos así lo interpreto yo. Por dentro, el cambio propició que el cemento y la madera cedieran su lugar a los asientos individuales de plástico azul, rojo y blanco. Adiós aluminosis y “obrigado” Donato por su “Força pra vivir”. Dar carpetazo con algunos añitos de historia nos costaría un partido en el Santiago Bernabéu contra el Celta en el que casi todos nos sentíamos extraños, como engañando a nuestra mujer en la casa de la querida. Fue raro aunque ganamos. Por entonces el equipo sí vencía en la casa del vecino, aunque fuera a otro rival. Algo es algo. Eso si, con el Calderón plastificado llegaron la Champions, Telepizza, Pans and Company, Kizito Musampa y el descenso. O sea, la modernidad. Mercedes Sosa cantaba que todo cambia y la letra de su tema podría valer como himno del Atleti con alguna pequeña modificación. A su estribillo, todo cambia menos nuestro amor, añadiríamos todo cambia menos el frío que sufrimos en invierno en el Manzanares cuando comienzan las segundas partes. Da igual que el partido arranque a las cinco de la tarde que a las diez de la noche. Cuando el colegiado autoriza el inicio del segundo acto, la temperatura baja y es lo mismo ir en manga corta que con “Damart Thermolactyl”. En el Calderón los mas sufridores son primero los huesos y luego las personas. El frío en las segundas partes es el mismo juguemos contra el Parma o contra el Vecindario y no hay cinco estrellas de la UEFA que nos calienten. Tampoco es cuestión de reclamar para tener calefacción en el techo como los vecinos. Al final, este pequeño castigo climatológico nos mantiene alerta, despiertos. En verano o en invierno, nuestras coordenadas pasan por la casa donde vivimos y la casa donde vivimos en rojo y blanco. Últimamente cada vez que visitamos la segunda lo hacemos con una sensación rara, sabiendo que en breve tenemos que vaciarla y devolver las llaves a su dueño porque nos mudamos. Al parecer, nos espera La Peineta, que suena a Martirio y a Luís Aragonés al mismo tiempo. El futuro viene abrazado a la modernidad, dicen, y descansa sobre la historia de otro tiempo, el que nos trasladó del Metropolitano al Manzanares. Ese yo no lo viví. El que está por venir seguro que si y habrá que pasarlo igual que hicieron, hicimos entonces. Para muchos no será fácil. Nos obligará a buscar nuevos lugares comunes en los que reconocernos. Encontraremos un nuevo paseo en el que hallar consuelo y unas nuevas butacas en las que descansar el peso de nuestras batallitas, estas que leen, y nuestros huesos helados. Es ley de vida, todo cambia. Cambió el Calderón y nosotros lo hicimos al mismo tiempo, y llegará la hora de ocupar otras calles y adaptarnos a otros fríos. Perderemos una referencia física, pero muchos sabremos que en el Paseo de los Melancólicos, a seiscientos veintiséis pasos de la Glorieta de Pirámides, traspié arriba, traspié abajo, siempre estará nuestra casa.
Posted on: Tue, 23 Jul 2013 18:47:04 +0000

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