DE MI LIBRO "CUENTOS Y LEYENDAS DE TIERRA ADENTRO" Esfuérzate - TopicsExpress



          

DE MI LIBRO "CUENTOS Y LEYENDAS DE TIERRA ADENTRO" Esfuérzate por leerlo hasta el final y deja tu comentario. EL VENADO ENCANTADO (autor: Juan Pablo Espino Villela) “Traigo un machete afilado y que salga al monte el que quiera pelear”. José Antonio Argueta. De las tantas peripecias que pasó por la vida Rubén Noguera, ipalteco de pura cepa, de El Amatillo, para ser más señas, en el lugar exacto donde convergen Ipala con Jutiapa, en la meririta guardarraya del Municipio de Agua Blanca, pues de allí mero, es decir, de El Amatillo, y encaramado en el tren de la I.R.C.A., partió con rumbo Norte el amigo Rubén, de quien les voy a contar esta simpática historia, que no por chistosa deja de ser un tanto exagerada. La crean o no, es cosa que a mí no me quita ni me pone, pues al fin y al cabo sólo trato de repetir como loro lo que el mismo Rubén me contó. “Pues con todo y telengues llegué hasta El Estor, comenzó el compa Rubén su historia, cuando la Exmibal sacaba el níquel que se llevaron los gringos, dejando las tierras yermas y sin esperanza de vida por un tipuchal de años en aquella región. Ya estando en el lugar me hice amigo de un carcheño que se llamaba Pedro Cucul, que hablaba mitad en castilla, pues la otra mitad era una jerigonza que sólo él entendía y al que después de estar jode que jode, me consiguió trabajo en la Compañía con un tal míster Jhonson. Con aquel carcheño nos hicimos tan amigos, que me quedé viviendo muchos años en una montaña de El Estor, después que los gringos acarrearon con todo y mandaron a la gente con sus chuchos a echar pulgas a otra parte. Todos en la comunidad donde vivíamos me habían puesto cariño: que don Rubén aquí, que don Rubén allá, que cómo es Ipala, que por dónde queda, que si era volcán era encantado, que si la laguna era honda, en fin, una tanatada de preguntas que yo contestaba lo mejor que podía y, lo que más les encantaba de mis conversaciones, era cuando les contaba las historias de los hombres de Julumichapa, de El Pañuelo, de El Rosario, de Los Achiotes y de las muchachas bonitas que había en las Ceniceras y de la novia aquella que tenía en Chaparroncito, que lástima grande, me dejó con los colochos por el hijo del Comisionado Militar de San Luis. El mero tatascán de la Aldea, que todos respetaban, y que era algo así como en mandamás del lugar, le ordenó a un indígena de Xayaxché llamado Jorge que me entregara un pedazo de tierra para trabajar, lo que me hizo echar raíces en aquellos lugares, raíces largas y profundas, como las raíces del ceibo o del manuelión”. “En aquellos días, continúo diciendo el amigo Rubén, mientras lanzaba bocanadas de humo y entrecerraba los ojos como para hacer más claras las imágenes que acudían como por encanto a su imaginación, conocí, dijo, a una muchacha mitad india y mitad ladina, pues su nana era una indígena de Sebol y su tata, según las malas lenguas, había sido un vendedor de baratijas allá Gualán. No hubo casorio, sólo nos arrejuntamos y de la tal arrejuntada nos nació un ischoco seclillo al que le pusimos Rubén como yo. Desde chiquito mi muchacho fue listo. ‘Es que es la sangre ipalteca’, decía mi Nana. Tendidos sobre un camalotal estábamos una tarde, cuando el compadre Genaro, que así se llamaba el que nos hizo la caridad de llevarnos el patojo a lo del agua bendita, me dijo que siguiendo el río por la selva virgen había mucho venado para montear; que él tenía dos guatas y cuatro chuchos venaderos y que si la suerte se ponía de nuestro lado, la cosa se iba a poner re que te buena”. “Mire, compadre Rubén, no es porque yo se lo diga, remachaba el compadre Genaro, pero la Minga, esa chucha entelerida que ve usted ahí, si de montear se trata, le rempuja con ganas a todo lo que se le ponga enfrente. Con decirle que la vez pasada se echó reata con un tigre americano y no dejó de acosarlo hasta que lo acorralamos todos los monteadores y le dimos ‘aguacate’ cuando pensaba ganar la montaña. Mi amigo Rubén contaba todo esto mientras en la profundidad de su pensamiento, en la diáfana claridad de sus recuerdos, danzaban las imágenes de la peliculesca aventura, aventura en la que había sido actor y espectador al mismo tiempo. “¡Llevate estos jocotes que te mandaron ayer de Chiquimula!, me gritó la mujer, y le das unos al compadre Genaro. Ah, y no se te vaya a mojar la sal que te puse en el matate para ralear el venado… La mujer me dijo estas cosas con una risita burlona. “¡No te preocupes mi alma!, le contesté yo, que si no hallamos venado, aunque sea un manojo de leña te traigo. “Miren, muchá, dijo el amigo Rubén, dirigiéndose al resto de muchachos que estaban conmigo oyendo sus aventuras, fue llegando a una replanada donde había un cruce de dos caminos, cuando el compadre me dijo: “Calladito compadre, calladito, ahí está el bebedero, mire. Agarre usted el camino de la derecha y yo voy a agarrar el camino de la izquierda. Como los chuchos sólo a mí me siguen, no hay de otra que usted se tiene que ir solito hasta toparse conmigo y si mira al venado primero que yo, rempújele aunque sea sin apuntar. No se le vaya a olvidar que los venados son demasiado listos y si no andamos con cuidado, se nos van al carajo. Camine despacito y vaya con los ojos pelados y fíjese donde pone la pata, no vaya a ser la mala suerte que lo muerda el tamagás y entonces si nos llevó la fregada. Cuando el compadre mentó lo de las culebras, para qué les voy a decir que no sentí miedo, si hasta se me aguadaron las canillas y un escalofrío bastante raro me recorrió toda la caña de la columna vertebral. Con decirles que hasta sentí un piquetazo fuerte y agudo como cuando a uno se le ensarta una espina de pico de gorrión en el pie. Por los ademanes y las muecas que hacía el amigo Rubén, nos dimos cuenta por anticipado que nos estábamos acercando a lo más emocionante de la narración. “Miren, muchá, siguió diciendo, fue yéndose el compadre Genaro con los cuatro chuchos, no tuve más remedio que echarme a la boca el último jocote que llevaba en la bolsa para calmarme los nervios y, mientras iba avanzando buscando un lugar seguro para apersogar la mula, iba chupando la semilla pero bien abusado y mirando para toditos lados. Cuando por fin hallé un lugar que me pareció bonito, apersogué la mula y la dejé cortita para que no se maneara. Me trabé la guata en el hombro, bajé el bastimento que traía prendido en la manzana de la silla y me puse a buscar una rama seca y sin hormigas donde colgar el matate. Como a cuatro metros de donde había dejado la mula, hallé en medio de un zacatal dos ramas bastante cortas y lisas que me parecieron muy raras y que por la prisa de juntarme con el compadre no les puse cuidado. El amigo Rubén se puso pálido cuando llegó a esta parte de la historia. “Yo que cuelgo el matate en la rama y la rama que se me va para encima. ¿Y qué van a creer? Lo que pasó fue que el matate con el bastimento lo fui a colgar en los cachos de un gran venado cariblanco que estaba echado en el zacatal y con lo distraído que soy no lo había visto. Cuando el venado sintió el peso del matate sobre la cabeza, me tiró la primera cornada... y otra, y otra, y otra. Y yo para atrás, para atrás, quitándome las cornadas como mejor podía. En un momentito que me dio un respiro, me destrabé la guata del hombro y le tiré el primer cachimbazo y luego el segundo, y como me quedé sin municiones porque en la huida los había dejado botados, y como la guata era de esas que se ceban por la boca, y como el venado puñetero no dejaba de cornearme, no tuve más remedio que cebarla con la pólvora que llevaba y a falta de plomo, le metí a la guata la semilla de jocote que me venía chupando y cuando el venado se calmó tantito, le zampé un semillazo que lo hizo parar las patas, pero con la misma se levantó y se metió corriendo en el matorral. A los tiros llegó corriendo mi compadre Genaro, seguido por los cuatro chuchos y llevándose la ramazón con el pecho. “¿Pero qué le pasó compadre?, me preguntó ¿Por qué tanta gritería? ¿Se topó con el tigre o lo jugó la siguanaba? ¡Por Dios, hable compadre…! A lo lejos se oía el jai, jai, de la Minga y de los otros chuchos siguiendo al venado zanjón abajo. Cuando por fin pude hablar y le conté al compadre lo que me había pasado, se me quedó mirando bien serio. Se fue cabizbajo hasta donde estaba apersogada la mula, desenvainó mi daga y caminó derechito hasta el cruce de los dos caminos. Se santiguó siete veces y pegó en el suelo siete machetazos en cruz. Luego regresó a donde yo estaba y sin más pérdida de tiempo, me dijo: “Vámonos de aquí, comadre, porque lo que usted acaba de ver es cosa del diablo. Esto ya me lo había contado el mandamás de la aldea. El venado que usted vio es el encanto de la montaña. Voy a llamar a los chuchos y patas para qué las quiero. No vaya a ser mucha la mala suerte y nos vaya a ganar este hijo de las tinieblas. A los meros tres meses y medio de sucedida aquella cosa me vine de vuelta a Ipala. “¡No hay como estar uno en su propia tierra!, sentenció el amigo Rubén, pues uno entre su gente como quiera que sea la va pasando y sin tener que estar suspira y suspira pensando cómo estarán los amigos o los familiares. “Cuando Rubencito creció y tuvo doce añitos, ¿qué van a creer? No dirán que a la atarantada de mi mujer se le metió entre ceja y ceja que quería regresar al Norte a ver a su Nana y que como el niño tenía doce añitos, ya era justo que le diéramos el chance de conocer a su padrino. Y fue tanta la molestadera, que terminó por convencerme. Así que un buen día de Dios nos encaramamos en la “Galilea” y fuimos otra vez a parar al El Estor. “Mi regreso, aunque sólo fue de visita, alegró a mucha gente, aseguró el compa Rubén. “Dichosos los ojos don Rubén, me dijo la dueña de la pulpería cuando me vio. “Dichosos los míos, le dije yo, un tanto apenado, pues aquella morena de ojos oscuros como las noches de la montaña me había caído bien desde el principio. ¡Y de vuelta a contar las mismas historias! Los tatas querían que sus hijos las oyeran. Las viejas, embelesadas con mi mujer, la ponían al tanto de todos los chismes en la cocina. El compadre Genaro me hizo repetir dos veces en la misma noche la historia de Abigail Valdés, el mero tatascán de Jicamapa, el tipo aquel que mucha gente aseguraba que no le entraban las balas porque que tenía pacto con el demonio. Les encantaba oír la pasadita aquella cuando Abigail le pegó a tres soldados en la glorieta de don Tuno, en Ipala o cuando se le fue a la policía y se echó reata con la zona cerquita de los Cimientos. Pero de lo sucedido diez años antes ninguno dijo nada. Durante diez años mantuve esa curiosidad por saber qué había sido aquello. Así que sin pensarlo mucho le dije a mi compadre que quería regresar a la montaña pero yo solito. Al principio, el compadre Genaro trató de detenerme, pero al cabo de un rato me dijo: “Mire, compadre Rubén, cuando a usted se le mete una babosada en la cabeza no hay quien se la saque. Así que si piensa ir, llévese mi escopeta; de la Minga y de los otros chuchos ya no haga cuentas, pues aquella mi chucha tan rete buena para el venado me la mató un cantil cola de hueso y los otros uno por uno se me han ido muriendo. Cabalmente. Con las primeras clarinadas de los gallos salí para la montaña. Serían quizá las once de la mañana cuando unas cuatro leguas arriba divisé la replanada. Todo estaba en silencio. De vez en cuando, un mono saraguate chillaba en la copa de un guayul, o un pico-navaja cruzaba el claro de la replanada, rápido como una centella. Allí estaba el bebedero. Una brisa suave peinaba el zacatal. Como a cuarenta pasos me topé con el cruce de los caminos. Parado en el mismo lugar donde el compa Genaro me dijo que agarrara el camino de la derecha y que él iba a agarrar el camino de la izquierda, me llamó mucho la atención que en el mismo lugar donde yo había apersogado la mula había un árbol de jocote bastante grande. Ver un árbol de jocote en un lugar como aquel era algo curioso porque, que yo sepa, el jocote de castilla sólo se da en San Jacinto, un Municipio de Chiquimula, pero, hallar uno en aquel lugar, era de ponerle cuidado. Apartando las zarzas con la hoja del machete y con la escopeta lista por aquellos de las moscas, me fui acercando poco a poco hasta quedar frente al árbol. En esas estaba yo, cuando de repente, el árbol de jocote empezó a caminar para donde yo estaba y del tronco salía un bugido como de buey cansado y si les digo que no me asusté, es que soy mentiroso. Pero lo cierto es, que cuando ya lo tenía bien cerquita, le comencé a disparar con la escopeta un tiro tras otro. La cargué otra vez y le volví a disparar, hasta que el árbol se detuvo como a cinco metros de donde yo estaba parado. El bugido que salía del tronco del árbol no era otra cosa que el venado que hacía diez años antes había tratado de cornearme. El maldito animal me reconoció y quiso desquitarse de aquel semillazo que le pegué en la frente la vez aquella cuando se me acabaron los plomos de la guata. La semilla del jocote se le enterró en la frente y debido a la llovedera, le creció un árbol sobre la cabeza. Y la cosa no termina ahí, muchá. Después que desmoché el árbol para sacar al venado, ¿qué creen ustedes que encontré?, dijo, con una risita a flor de labio a punto de estallar en carcajada ¡El matate con mi bastimento! ¡Y todavía con las tortillas bien calientitas! Una sonora carcajada estalló en el corredor de la casa de don Nando Aguirre. El sol bostezaba aburrido y somnoliento sobre la cumbre del volcán de Ipala. Un muchacho de la Cima se marchó a galope tendido línea arriba en busca del calor del hogar. Cuatro leguas al Sur, en la estación de bandera de Papalguapa, oímos el pitido del tren. Con cariño y entusiasmo le estreché la mano a mi amigo Rubén. El tren de la Internacional Railroad of Central América (I.R.C.A.), había arribado ya a la Estación de Agua Blanca. Para mí, era la hora de partir. Colgado del pescante de aquel gusano de hierro que echaba humo por la cabeza vi desfilar a mi lado una a una las casitas de El Amatillo donde por muchos años había sido feliz. A lo lejos, Cundito Berganza trataba de lazar un caballo. Alicia y Miriam, mis amigas de entonces, alzando la mano me decían adiós. Mi amigo Rubén no era un mentiroso. Era un hombre sencillo, que con su inventiva, trataba de darle sabor a la vida. El Amatillo, Ipala, Chiquimula, 1,973.
Posted on: Sat, 21 Sep 2013 16:23:59 +0000

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