De traspié electoral a derrota política POR ALBERTO - TopicsExpress



          

De traspié electoral a derrota política POR ALBERTO AMATO COMPARTIR Votar3Email0 17/08/13 Por obra de una extraña y compleja alquimia, el Gobierno ha convertido un durísimo traspié electoral en una enorme derrota política. No lo hizo para beneficiarse, sino porque no puede evitarlo. La demorada reacción de la Presidenta ante los números del domingo a la noche, el rictus que acompañó su discurso, festejado por los incansables alcahuetes de turno, en el que eludió hablar de los resultados, el patético informe del ministro del Interior sobre el dos por ciento de los votos escrutados y la derivación a la Web para todo aquel que quisiera saber de ahí en más cualquier otro dato, dijeron enseguida que el Gobierno estaba golpeado y groggy después de la elección. Hasta allí, todo bien. A nadie le gusta perder. Y menos elecciones. Todo el mundo se toma su tiempo para admitir la derrota, hasta que debe aceptar lo inaceptable, como decía, en otras circunstancias muy diferentes, un viejo emperador de Japón. Pero las setenta y dos horas de silencio que siguieron al domingo, la reaparición de la Presidenta en Tecnópolis para afirmar que el Gobierno había triunfado en la Antártida con 46 votos a favor sobre 86 emitidos, las insultantes descalificaciones lanzadas a los vencedores desde el atril presidencial y desde cualquier otra tribuna, descalificaciones que se extendieron rápidamente a los votantes y que perviven aún en los medios de comunicación oficiales, agravan la derrota del Gobierno en las urnas y la convierten en un desastre político: no aceptar la derrota electoral implica una derrota moral, una doble derrota. La historia argentina no abunda en elecciones, salvo las de las últimas tres décadas de democracia recuperada. Antes, cada vez que se desoyó la voluntad de las urnas, el resultado fue una tragedia. Nadie acude a la historia con interés por el pasado, sino con perspectiva de futuro, de modo que no viene mal algo de memoria. En abril de 1931, la dictadura del general Uriburu, que siete meses antes había derrocado a Hipólito Yrigoyen, llamó a elecciones en la provincia de Buenos Aires, que ya entonces, y de antes, era estratégica. El gobierno militar creyó que el radicalismo, desorganizado y en desbandada, no iba a ganar. Se equivocó. Ganó Honorio Pueyrredón, ex canciller del derrocado Yrigoyen. Uriburu no aceptó perder, anuló las elecciones e instauró un sistema conocido como “fraude patriótico”, un oxímoron en sí mismo, que cambió para siempre la historia argentina. En marzo de 1962, el entonces presidente Arturo Frondizi autorizó la participación del peronismo, proscripto desde 1955, en las elecciones legislativas y de gobernadores de ese año. Y con sus muchachos, Perón ganó desde Madrid. El poder militar negó la derrota, derrocó a Frondizi, anuló las elecciones y la historia del país volvió a torcerse para siempre y a encarar un rumbo de violencia que todavía nos sacude con sus ramalazos. Aquellos monstruos impidieron elegir, es verdad. Pero algo de aquel espíritu de destrucción campea cada vez que un gobierno intenta alterar, por la vía del discurso o de los hechos, el más claro y elemental principio de la democracia: el que gana, gana; los demás, sufren. Es duro, pero es así. No se trata de ahondar en los exabruptos a quemarropa lanzados con ardor y celo por los voceros del Gobierno. Que el senador Aníbal Fernández diga: “Me importa un carajo lo que sacaron los otros”, no es sólo una muestra más de su decisión de apartarse del estilo de los presocráticos, sino una confirmación de aquella vieja frase del general Dwight Eisenhower, que aseguraba que todo presidente tiene que tener a alguien que diga las cosas feas por él. Eisenhower usaba un término más cuartelero, directo y descriptivo que aquí no se incluye porque puede resultar insultante. Pero si Fernández dice lo que la Presidenta no quiere decir, estamos en problemas. Vivir las derrotas como un desastre implica sobrevalorar las victorias y subestimar las tragedias, pero desconocer la realidad de los votos convierte a un estadista en una especie de perdulario sin remedio: la negación de la realidad no puede ser un recurso político, salvo que alguien se empecine en mantener la nave con un rumbo de colisión y quiera exhibir el mar de contradicciones que genera esa negación. ¿Cómo se explica que un Gobierno que durante una década selló a cal y canto la boca de sus críticos con la contundencia de sus resultados electorales, desprestigie hoy una elección y denigre a triunfadores y a votantes sólo porque le fue adversa? Un hombre, una mujer de Estado, acepta su destino electoral. Richard Nixon, que no era un buen tipo, aceptó su derrota en 1960 (perdió por sólo 112 mil votos entre 69 millones) aun con la sospecha de que John Kennedy le había hecho trampa. Lo mismo hizo Al Gore en 2000, con la certeza de que George Bush y su hermano, en Florida, habían cometido fraude. En 1969, el viejo general De Gaulle aceptó los votos que le dijeron no a un referéndum armado para darle legitimidad. Los estadistas han aceptado su destino aún en la victoria. En 1993, Felipe González fue elegido por cuarta vez presidente del Gobierno español, pero su partido perdió esa vez la mayoría absoluta: “Esta noche quiero deciros que he entendido bien el mensaje de los ciudadanos y este triunfo es para hacer el cambio del cambio”, dijo entonces. Hasta Pinochet, que de estadista no tenía nada, salvemos las horrorosas distancias, aceptó en 1988 el “No” que los chilenos le dieron a su intención de seguir como dictador hasta 1997. La reacción de la Presidenta ante la elección del ahora famoso 11A, se iguala a la del extinto presidente venezolano Hugo Chávez cuando, en diciembre de 2007, un referéndum le dijo no a su intención de reformar la Constitución para eternizarse en el poder: “Es una victoria de mierda y la nuestra una derrota de coraje”, dijo Chávez entonces. Victoria y derrota no precisan apellidos calificativos, les bastan sus nombres. Quien sabía bastante de eso era Winston Churchill. Por estos meses se celebraron setenta y tres años de un desastre militar convertido en victoria: la huida del ejército británico de Dunkerke, Francia, en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial. Churchill elaboró entonces un discurso memorable. Dijo: “La derrota es amarga. Es inútil intentar explicar la derrota. A la gente no le gusta la derrota, ni le gustan las explicaciones que se dan de ella, por elaboradas y plausibles que sean. Para la derrota no hay más que una respuesta. La única respuesta para la derrota es la victoria. Si en tiempos de guerra un gobierno da la impresión de que a la larga no va a poder conseguir la victoria, ¿a quién le importan las explicaciones? ” En 1945, con la guerra ganada y convertido en un gigante político, el electorado le dio la espalda a Churchill y el sistema parlamentario inglés lo impulsó al retiro. Pero volvió a ser electo en 1951, gobernó hasta 1955 y se ganó un lugar en la historia. Aquel guerrero implacable, metido a la fuerza en la piel de un estadista, sabía leer los rumbos del viento.
Posted on: Sat, 17 Aug 2013 11:57:01 +0000

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