Debo haber chapado un virus, no sé si en Cusco o a mi regreso, - TopicsExpress



          

Debo haber chapado un virus, no sé si en Cusco o a mi regreso, porque todo el día de hoy lo vengo pasando con unos dolores de cuerpo como si hubiera fornicado con una osa polar; además que al mediodía tuve unas líneas de fiebre y no hay cosa en el mundo peor para mí que ese síntoma que me hace recordar a cuando de chico me enfermaba y nadie me hacía caso y entonces tenía que exagerar los síntomas para llamar la atención y lo único que producía eran carcajadas, de modo que hasta ahora no sé si las enfermedades deben producir en los demás risa, atención, compasión o nada. Mi padre, Abelardo León de la Fuente, fue uno de los patas más geniales que la humanidad haya conocido. Claro, menos yo, pero ese ya es otro asunto. Voy a que se trataba de un hombre genial, inteligente, arbitrario, fantasioso y antisocial como solo lo pueden ser los de la Fuente. Gente que detesta a su clase social, no empata con ella, la evita, la cuestiona y busca en el mundo popular a sus verdaderos amigos. En el caso de mi padre, los galleros, puesto que fue un gran aficionado a los gallos de pelea, a los de a pico, no a los navajeros; y por tanto, el grupo con el que se juntaba a aquí y en Pacasmayo no era el de los galleritos de Chabuca Granda ni de José Antonio, José Antonio, sino el de chacareros rudos y borrachosos, con un estupendo sentido del humor y una bastedad humana rayana con lo lumpenesco, sin llegar a ello. Pero también sufría, y sobre todo, sufría mi padre. Como no podía expresar sus dolores emocionales con nadie (era militar y los hombres no hacen esas mariconadas), su cuerpo terminaba reclamando por él, y entraba en unos ciclos de hipocondría terribles para él y para el resto del mundo. Me imagino que algo parecido a eso estoy haciendo con el supuesto virus que supuestamente me traje de Cusco o supuestamente, contraje aquí. Uno de los males de los que más se valió mi padre en vida para manifestar sus dolores anímicos sin necesidad de mencionarlos, era una supuesta lesión a la columna, que lo haría delirar de dolor. Entonces se metía a la cama y dormía el día entero bajo los efectos de poderosos somníferos, muy ricos al comienzo pero que al despertar le dejaban una resaca de órdago y todo se ponía peor. Una vez mandó hacer a un carpintero una especie de horca que se clavaba a la pared con una polea y tenía un banquito, de modo que te sentabas y te colgabas, graduando la intensidad del jalón, sobre la idea de que su mal radicaba en que se le habían pegado las vértebras lumbares y que esa horca las habría de separar. El espectáculo de verlo así, colgado, elevándose sobre el banquito mientras granputeaba por el dolor que le producía la máquina de su invención, era un verdadero circo para nosotros, sus hijos. Mi hermana Pilar, la que hoy cumpliría 67 años de no haber muerto en abril de un cáncer devastador, siempre fue muy buena y tolerante con todo el mundo, aún con gente portadora de neurosis tan pesadas como la de mi pobre viejo. Un día, conmovida hasta sus límites por la columna de mi padre y el guignol ese de la horca y el banquito, se puso a averiguar si en la Amazonía habría de existir algún curandero capaz de ayudarlo. Ojo, que estoy hablando de los años setenta, cuando toda esta faramalla de la medicina alternativa no existía y recurrir a un curandero selvático para tratarse de un mal lumbar, sonaba en Lima a viaje de aventuras de Tintin. Hasta que no sé cómo Pilar logró contactar al curandero de la comunidad de San Andrés, una bastante turística que está cerca de la ciudad de Iquitos, a media hora de navegación por el Nanay, si es que no me equivoco. Pilar llegó con el curandero a un acuerdo y fijaron una fecha. La parte más difícil parecía haber sido resuelta pero no, faltaba lo peor, convencer a don Abelardo para meterse a un vuelo desde Lima a Iquitos, pasar una noche en esa ciudad y luego abordar un peque peque para que un chamán kukama kukamiya lo tratara de una enfermedad imaginaria. Pero Pilar no era de las que dejaba las cosas a la mitad. Y así comenzó el trabajo de persuasión con mi padre, bajo el principio de que la gota horada la roca. Cada vez que pasaba a su lado, le recordaba la oportunidad que se abría con el curandero de San Andrés; o cuando Abelardo estaba ahorcado en su propia máquina, se sentaba a su costado para decirle que nada habría de perder probando un tratamiento que ningún daño le haría. Al final, y creo que porque Abelardo adoraba a Pilar, atracó, y una mañana gris de Lima se embarcaron en un vuelo hacia Iquitos, adonde llegaron en pleno día luminoso. Contaba Pilar que en todo ese tiempo el viejo no hacía sino especular con la imagen del curandero, que si sería un caníbal, un estafador, un antiperuano (?), pero Pilar, que lo sabía llevar muy bien, lo arrastró a ver el atardecer al malecón Tarapacá, para que la sensibilidad estética de mi padre, estrangulada por su pasado militar, se desplegara como una garza gris contra los naranjas y lilas de esa puesta en escena de lo más kitsch y asombroso de la naturaleza. Al día siguiente Pilar y mi padre subían a un peque peque en el puerto de Nanay, en silencio total. Cualquier palabra podría arruinar el momento y hacer que Abelardo se escapara corriendo hasta el aeropuerto y no parase hasta su horca de Lima. Pero no fue así. Navegaron en una mañana sin sol por el Nanay hasta llegar al embarcadero de San Andrés, ese día felizmente libre de turistas. Unas señoras con los pechos al aire de solo verlos, les señalaron la maloquita en la que el curandero atendía. Pilar entró primero, suponemos que pagó por la sesión que habría e venir y luego se acomodó en un oscuro rincón para observar la ceremonia. Mi padre, encorvándose para pasar por el hueco de ingreso, hizo su aparición y se sentó encuclillado frente al curandero. Este, con voz solemne le preguntó qué le pasaba. Abelardo, tembloroso frente a la terapéutica holística que suponía se le vendría encima, hizo un relato pormenorizado de sus males de la columna, de la horca, de sus noches espantadas y sus madrugadas trasegadas de angustia y miedo. El curandero lo miró fijamente y le dijo: "Anda regrésate a Iquitos y ahí en su farmacia de la calle Próspero que te inyecten un Voltarén". Y se acabó la sesión holística. Contaba Pilar que un su vida había escuchado las lisuras que soltó mi padre en el peque peque de regreso, en la estadía de una tarde en Iquitos, en el vuelo de Fauccett de regreso a Lima. Sin embargo, algún bien le debió haber hecho el curandero kukama kukamiya a don Abelardo, porque quizás, debido al temor al ridículo -algo que era muy fuerte en él- nunca más volvió a colgarse de la horca ni a quejarse del dolor a la columna. En cambio, hasta su muerte, no hubo día en que no fuera a la botica a inyectarse un Voltarén. ¿Será que es lo que tengo hoy que hacer para erradicar de mi cuerpo el virus que me ha tenido metido en la cama el día entero?
Posted on: Wed, 21 Aug 2013 22:19:18 +0000

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