Democracia, divino tesoro No se trata, ni mucho menos, de emular al inmortal poeta nicaragüense, primero porque es inimitable, y segundo porque sería un ripio. El famoso poema está escrito en versos eneasílabos, medida bastante insólita en poesía, y el título de este escrito es decasílabo. Por si fuera poco, resulta que la democracia, me refiero a la nuestra, no está teniendo mucho de divino y, por ende, menos aún de tesoro. De donde se deduce que las tres palabras “ut supra” son una pequeña broma de mal gusto. Dejémoslo en democracia a secas. Según los cánones y las definiciones enciclopédicas, la democracia es un tipo de gobierno que se alcanza por la mayoría de votos, un gobierno donde, en teoría, participa el pueblo y donde todos los hombres y mujeres somos iguales ante la ley. Absolutamente iguales. Y si alguien tiene la más mínima duda al respecto que levante el dedo. Tú no pagas las multas de tráfico, por ejemplo, y te lo pueden sacar de la cuenta corriente, si la tienes. Un diputado comete un delito de mucha más envergadura y la inmunidad parlamentaria de la que goza requiere un suplicatorio para que pueda ser procesado, en otras palabras, para que la ley pueda meterle mano. Total, que no puede pedirse mayor igualdad. O como dijo Groucho Marx, con su proverbial sentido del humor: “Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros….”. A más de uno nos gustaría viajar en el túnel del tiempo, como en las novelas de ciencia ficción, y aterrizar en la antigua Grecia para comprobar cómo eran las dictaduras y democracias de hace más de veinte siglos. Posiblemente ni las unas ni las otras se parecerían a las actuales. Aristóteles solía decir, unos trescientos y pico años antes de Cristo, que prefería una dictadura llevadera a una mala democracia. Sin pretender que las opiniones del gran filósofo de Estagira tuvieran que ser forzosamente artículos de fe, preciso es reconocer que no se trataba de ningún analfabeto y que sabía más o menos, más bien más que menos, lo que se llevaba entre manos. Ni que decir tiene que la democracia, en sí, no es en modo alguno causante de los males que nos aquejan. Desde el gravísimo problema del terrorismo al tráfico de influencias y corrupciones a altos niveles, pasando por ciertas actuaciones judiciales, la violencia familiar, la drogodependencia, la podredumbre, el robo a mano armada o de bolígrafo, los abusos de poder y un largo etcétera, el abanico no puede ser más amplio. Ni que decir tiene, repito, que la democracia no está en la raíz de todos esos males; está, naturalmente en los hombres que la componemos. Y es que los hombres, cuando tenemos en las manos una libertad que no hemos sabido ganar a pulso, tampoco sabemos qué hacer con ella. La libertad, por lo visto, nos viene grande, como un traje enorme para un enano, que le sobran mangas y perneras por todas partes. En nuestro país, actualmente, gobierna la democracia por mayoría; anteriormente gobernó, también por mayoría, el partido de la oposición. Solamente falta que alguien me diga que los males recién enumerados también ocurren por mayoría. No quisiera dejar constancia de la opinión que, en muchos casos, me merece la mayoría para no herir susceptibilidades, pero tampoco quiero dejar en el tintero que Hitler, por ejemplo, fue refrendado por el pueblo alemán casi por mayoría absoluta, y no hace falta decir lo que pasó luego porque lo saben hasta los niños de pecho. Tampoco quisiera pasar por alto, con el permiso de los “progres”, es decir, de los cretinos de turno, el caso de la antigua Yugoslavia, donde el mariscal Tito, al que tildaban de tirano, gobernó durante muchos años con mano dura. Y es que no podía andarse con demasiados miramientos si quería mantener a raya a varias etnias, todas ellas con ganas de gresca. Durante esa, al parecer, horrorosa dictadura, Yugoslavia recibía turismo de todo el mundo y su deporte casi siempre de primera calidad. Pero se muere Tito, se acaba la dictadura, llega la ansiada, bendita democracia... ¿Y qué ocurre? Pues que gente que jamás había oído hablar de Bosnia Herzegovina, por ejemplo, se entera de que millones de personas son masacradas sin compasión, sencillamente por motivos étnicos, por pertenecer a otra raza, a otra religión…. Y hablando de mayorías, y echando ya el carro por el pedregal, se podría poner el ejemplo de un rebaño de cien ovejas gobernado por un perro y un pastor. Las ovejas son mayoría, por poco que uno sepa contar, pero no pintan absolutamente nada. Ellas pacen tranquilamente, roen hasta la última brizna de hierba, dan lana y leche y ahí se acabó su cometido. El perro, con un simple ladrido, las hace ir de un sitio para otro, y por encima está el pastor que puede atizar patadas a las ovejas e incluso al perro, si se pone tonto. La verdad es que de las tres clases de criaturas que forman el conjunto, uno preferiría ser el pastor, o en todo caso el perro, pero nunca una de las cien ovejas. O mejor aún, ni siquiera eso. Tal como están las cosas, quizá uno se sentiría más feliz siendo un pajarillo que, piando alegremente desde la copa de un árbol, observara sin ninguna preocupación a las ovejas, al pastor y al perro. Angel Cazorla
Posted on: Sat, 30 Nov 2013 08:10:37 +0000