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Domingo de Guzmán El Presbítero Domingo, siendo canónigo de Osma, España, se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, mandando a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, en agosto 06 de 1221. Durante siglos, los Padres Dominicos han hecho y siguen haciendo un gran bien a la Iglesia en todo el mundo. Son ahora 6 mil 800 en 680 casas en el mundo. Su fundador nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ya fue declarada beata. Lo educó en la más estricta formación religiosa. A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia, en cuya casa trabajaba y estudiaba. La gente decía que, en edad, era un jovencito, pero en seriedad parecía un anciano. Su goce especial era leer libros religiosos y hacer caridad a los pobres. Por aquel tiempo vino por la región una gran hambre y las gentes suplicaban alguna ayuda para sobrevivir. Domingo repartió en su casa todo lo que tenía y hasta el mobiliario. Luego, cuando ya no le quedaba nada más con qué ayudar a los hambrientos, vendió lo que más amaba y apreciaba: sus libros, que en ese tiempo eran copiados a mano, costosísimos y muy difíciles de conseguir, y con el precio de la venta ayudó a los menesterosos. A quienes lo criticaban por este desprendimiento, les decía: «No puede ser que Cristo sufra hambre en los pobres, mientras yo guarde en mi casa algo con lo cual podía socorrerlos». En un viaje que hizo, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas, en tanto que el método de los misioneros católicos era totalmente inadecuado. Los predicadores llegaban en carruajes elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles; su vida no era ciertamente un modelo de la mejor santidad. De esa manera, las conversiones de herejes que conseguían, eran mínimas. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente. Vio que a las gentes les impresionaba que el misionero fuera pobre, como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero buen ejemplo en todo. Y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total pobreza, y con una santidad de conducta impresionante, empezaron a evangelizar con grandes éxitos apostólicos. Sus armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir a los ignorantes en religión. Cuando algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o de atemorizarlos para que se convirtieran, les dijo: «Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a volver mejores por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio, con la humildad sí se ganan los corazones». Domingo llevaba ya diez años predicando al sur de Francia y convirtiendo herejes y enfervorizando católicos, y a su alrededor había reunido un grupo de predicadores que él mismo había ido organizando e instruyendo de la mejor manera posible. Entonces pensó en formar con ellos una comunidad de religiosos, y acompañado de su obispo consultó al Sumo Pontífice Inocencio III. Al principio el Pontífice estaba dudoso de si conceder o no el permiso para fundar la nueva comunidad religiosa. Pero dicen que en un sueño vio que el edificio de la Iglesia estaba ladeándose y con peligro de venirse abajo, y que llegaban dos hombres, Santo Domingo y San Francisco, y le ponían el hombro y lo volvían a levantar. Después de esa visión, ya el Papa no tuvo dudas en que sí debía aprobar las ideas de nuestro santo. Cuentan las antiguas tradiciones que Santo Domingo vio en sueños que la ira de Dios enviaría castigos sobre el mundo, pero que la Virgen Santísima señalaba a dos hombres que con sus obras iban a interceder ante Dios y lo calmaban. Uno era Domingo y el otro un desconocido, vestido casi como un pordiosero. Al día siguiente, orando en el templo, vio llegar al que vestía como un mendigo, y era nada menos que San Francisco de Asís. Nuestro santo lo abrazó y le dijo: «Los dos tenemos que trabajar muy unidos, para conseguir el Reino de Dios». Y desde hace siglos ha existido la bella costumbre de que cada año, el día de la fiesta de San Francisco, los Padres Dominicos van a los conventos de los franciscanos y celebran con ellos muy fraternalmente la fiesta, y el día de la fiesta de Santo Domingo, los padres franciscanos van a los conventos de los dominicos y hacen juntos una alegre celebración de buenos hermanos. En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de Predicadores, con dieciséis compañeros que lo querían y obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande, que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia. El gran fundador le dio a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos. Por ejemplo estas: - Primero contemplar, y después enseñar. O sea: antes dedicar mucho tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia, y después sí dedicarse a predicar con todo el entusiasmo posible. - Predicar siempre y en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principalísimo de sus religiosos sea predicar, catequizar, tratar de propagar las enseñanzas católicas por todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo. La experiencia le había demostrado que las almas se ganan con la caridad. Por eso todos los días pedía a nuestro Señor la gracia de crecer en el amor hacia Dios y en la caridad hacia los demás y tener un gran deseo de salvar almas. Esto mismo recomendaba a sus discípulos que pidieran a Dios constantemente. Los santos han dominado su cuerpo con unas mortificaciones que en muchos casos son más para admirar que para imitar. Recordemos algunas de las que hacía este hombre de Dios. Cada año hacía varias cuaresmas, o sea, pasaba varias temporadas de a 40 días ayunando a pan y agua. Siempre dormía sobre duras tablas. Caminaba descalzo por caminos erizados de piedras y por senderos cubiertos de nieve. No se colocaba nada en la cabeza para defenderse del sol ni para guarecerse contra los aguaceros. Soportaba los más terribles insultos sin responder una sola palabra. Cuando llegaban de un viaje empapados por los terribles aguaceros, mientras los demás se iban junto al fuego a calentarse un poco, el santo se iba al templo a rezar. Un día en que por venganza los enemigos los hicieron caminar descalzos por un camino con demasiadas piedrecitas afiladas, el santo exclamaba: «La próxima predicación tendrá grandes frutos, porque los hemos ganado con estos sufrimientos». Y así sucedió, en verdad. Sufría de muchas enfermedades, sin embargo seguía predicando y enseñando catecismo sin cansarse ni demostrar desánimo. Era el hombre de la alegría y el buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación». Pasaba noches enteras en oración. Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de nuestro Señor y temas religiosos, entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo. Sus libros favoritos eran el Evangelio según San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria. A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo Testamento o del Antiguo. Los que trataron con él afirmaban que estaban seguros de que este santo conservó siempre la inocencia bautismal y que no cometió jamás un pecado grave. Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios, a principios de agosto de 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón, porque no tenía. El día 06, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes, cuando le decían «que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», dijo: «¡Qué hermoso, qué hermoso!», y expiró. A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice Gregorio IX lo declaró santo y exclamó, al proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo».
Posted on: Thu, 08 Aug 2013 16:51:26 +0000

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