EL ARDOR PROVIDENCIAL Decimoséptima entrega CAPÍTULO - TopicsExpress



          

EL ARDOR PROVIDENCIAL Decimoséptima entrega CAPÍTULO VIGÉSIMO Ana quiso llegar al cerro de La Bufa a comprar su botella de agua. Yo compré los periódicos locales para enterarme de lo que había pasado el día anterior en el Mercado González Ortega y nos sentamos en las gradas de acceso a los monumentos ecuestres de Francisco Villa, Pánfilo Natera y Felipe Ángeles. No leí las notas, sino sólo los encabezados, buscando la información que me interesaba. Un evento de tal magnitud debía estar en la primera plana y a ocho columnas, pero en ninguno encontré mención alguna. Los periódicos sólo contenían lo habitual: el gobernador en algún evento social, la oposición buscando espacios para no perder sus cotos de poder, los maestros oponiéndose por sistema a ser evaluados, algunas marchas y más cadáveres encontrados en alguna colonia de la periferia. -¿Qué buscas?- preguntó Ana. -Ayer hubo una balacera en el Centro que hizo correr a la gente al interior de la Catedral, pero no veo que los periódicos digan nada de eso. -No creo que haya habido balacera. Nos hubiéramos enterado. Dejé los periódicos en un cesto de basura. Paseamos un poco por los alrededores y paramos a descansar en el mirador cercano al observatorio meteorológico. Desde allí se puede apreciar que la construcción de Zacatecas se amoldó perfectamente al recorrido natural del agua, como si la ciudad fluyera desde las Lomas de Bracho, primero lentamente, hiciera una represa de casas en la parte más honda, y luego siguiera un curso como de río. Vi a la ciudad tratando de trepar a los cerros más altos, impedida por su propio peso, porque aunque se ha llegado a construir en las laderas de los cerros, siempre parece que tanto las casas como las personas, tienden a bajar y no a subir. El aire fresco nos despejó un poco la mente, aunque avivó el fuego de nuestras almas. “El ardor providencial del alma de las plantas”, pensé. Vi entonces que todo el conjunto citadino era un espíritu petrificado dentro del cual había vida latente. Así que del interior, la vida brotaba en burbujas que manifestaban su movilidad en el ir y venir constante, como si, impedidos para salir fuera de la represa, los habitantes no tuvieran más remedio que volver sobre sus pasos para iniciar de nueva cuenta su recorrido desde el norte, al igual que la sangre debe moverse dentro de un cuerpo, o la savia de las plantas que fluye contra las leyes de la gravedad, siempre hacia arriba y es capaz de ascender a alturas insospechadas. Nos quedamos a comer en uno de los restaurantes al aire libre que tienen vista hacia el rumbo de Vetagrande, aunque este pequeño poblado no se ve, perdido como está entre cerros. La vista, sin embargo, es maravillosa. Se alcanza a distinguir una porción de la ciudad iluminada por el cielo azul cobalto (sin nubes ese día) espectacular, así como una extensa zona verde, de ese verde que en Zacatecas carece de brillo, pero es claro y tiene la fuerza de una vida más adaptada al desierto que a la montaña. La espesura arbolada se pierde de pronto y se convierte en un páramo de tierra ocre y luego inicia la escalada de nuevo hacia el verde profundo de los cerros cercanos, manchados de bermellón. Mi compañera estaba muy relajada y parecía fresca, como si hubiese acabado de salir de una prolongada sesión de vapor, o recién bañada luego de brindarse a la Madre Tierra en un Temazcal. Su cuerpo exhalaba el aroma del té de Eloísa y me pareció, en ese momento, mucho más hermosa que siempre. La recordé el día que entró en la tienda por primera vez, y aunque no había pasado todavía mucho tiempo, tuve la sensación de que la conocía de muchos años atrás. Me sentí a gusto compartiendo con ella la mesa en ese sitio. -¿Qué pasó allá?- le pregunté. Sin perder la concentración en sus alimentos me respondió: -Nada. Sólo me dieron ganas de llorar, y ya. No quiero hablar de eso ahora. -De acuerdo- concedí. -¿Qué pasó con Juan Carlos? ¿Lo viste? ¿Te dijo algo más?- preguntó con curiosidad, pero quizás por cambiar el tema. Le platiqué con detalles lo que había sucedido en la Catedral, incluso la violenta irrupción de la multitud. No se extrañó que Juan Carlos fuera mi pariente, pues ya lo habíamos pensado. Ella me había seguido hasta Vetagrande a buscar a Eloísa sin saber ni siquiera por qué debíamos hacerlo, lo que demostró su confianza en mí. Le aclaré, entonces, que parte de la charla con Juan Carlos había incluido esa instrucción y ya la habíamos cumplido. -Hay algo más- le dije-. Juan Carlos me entregó unos documentos que, según él, completan la información del libro. -¿Por qué? -Por que no tiene la esperanza de que el libro vuelva a aparecer y es necesario rearmarlo para mantener vivo el convenio. -Y ahora tú eres el guardián del secreto, ¿no es cierto? -No me siento cómodo con eso todavía, pero sí, parece que es así. Quiso ver los documentos. Le dije que los había dejado en una maleta que estaba encargada con el dueño del hostal, junto con mis efectos personales, ya que los últimos días me había convertido en un nómada al arbitrio del destino, y pensaba volver esa noche a la habitación del hostal (la había dejado pagada), en donde había estado muy cómodo. Prometí que los llevaría a la tienda, para ponerlos en lugar seguro y para que allí realizáramos el trabajo de armado. -Si quieres participar, desde luego- agregué con cautela. -Te dije que estoy contigo en esto y mira… -hizo una pausa-… luego de lo que pasó hoy (y te repito que no quiero hablar de eso) me siento más comprometida. -Gracias- expresé con sinceridad. -No; gracias a ti, le trajiste luz a mi vida. Se levantó entonces, fue adonde estaba yo y me besó en la boca. La caricia tuvo la virtud de señalarme un serio compromiso con el secreto del convenio, y una cercanía con una parte de mí que estaba dormida y que yo pensaba que quizás nunca iba a despertar. Fuera de ese período de hibernación continuamos con los alimentos para luego degustar un café, que el dueño del lugar dijo era de Coatepec, Veracruz, tostado y molido en Zacatecas. Deambulamos por los puestos de artesanías. Ana se concentró en las piedras. Al término del recorrido había formado una pequeña colección de cuarzo, amatista, ópalo, jade, ágata, aguamarina, Alejandrita, aventurina, coralina, espinela, feldespato, granate, jaspe, lapislázuli, ónix, ojo de tigre, turquesa y una imitación de ámbar, de la cual se deshizo en un bote de basura al darse cuenta del fraude. -Ya iremos algún día a Chiapas a conseguir uno verdadero- señaló con entusiasmo. Hicimos el recorrido del museo de la Toma de Zacatecas. En el atrio del templo quiso detenerse ante cada uno de los escudos de las cofradías y me explicó que en la fiesta de septiembre, durante nueve días los gremios realizan peregrinaciones desde la Catedral hasta el Cerro, a través de un camino en el que se han señalado las estaciones del Viacrucis. Esta actividad anual renueva la vida de la ciudad y la gente se amolda a la tradición que tiene una intención religiosa, pero que culmina siempre con la visita obligada a la feria, en donde se envuelven en un rito pagano (no menos solemne) que completa el círculo místico que mantiene la cohesión social y ratifica el hermanamiento de facto que todos los zacatecanos de la ciudad se profesan. Retornamos a la explanada. El sol estaba coronando los cerros al poniente y el cielo se había oscurecido ya sobre el valle de Guadalupe. No quisimos desaprovechar los últimos momentos de luz y permanecimos a la espera del ocaso, en el que el cielo de Zacatecas se torna anaranjado y violeta, luego exhala un último suspiro, como señal para que las luces de la ciudad se enciendan y se ilumine la barranca con la vida nocturna. Quedaban algunos turistas y trabajadores de las tiendas y los servicios. Cerca de la entrada del templo distinguí a cuatro hombres, uno de los cuales nos observaba con mucha atención. Dos de ellos vestían pantalones vaqueros, botas y chamarras de piel, mientras que los otros dos llevaban pantalones de mezclilla holgados y sudaderas. Me llamó la atención lo dispar del grupo y noté que algo no estaba bien con esa presencia ahí. Sin decirle nada, tomé de la mano a Ana y nos fuimos caminando sin prisas hasta el auto. Volví la vista y mis sospechas se confirmaron. En el momento en que empezamos a andar, los cuatro hombres también lo hicieron y nos estaban siguiendo; ellos con más prisas que nosotros. Apresuré el paso. Ana notó mi desazón y preguntó: -¿Qué pasa? -Creo que son los que tienen el libro. Será mejor que nos vayamos. Ana apretó fuerte mi mano e intentó acelerar la marcha, pero la detuve pidiéndole calma. Lo más probable es que ellos no se hubieran dado cuenta de que los vimos y no valía la pena generar una alerta que los motivara a agredirnos. Haríamos como si, ya cansados de estar en el cerro, nos estuviéramos yendo, como lo hacía cualquiera. Caminamos hasta el auto. Una camioneta de doble cabina, color blanco, de modelo reciente obstruía la salida del auto de reversa, pero el carro de adelante se había marchado, lo que nos facilitaba una maniobra rápida. Encendí el auto e inicié la marcha. Vi por el retrovisor a los hombres que a toda prisa se subían a la camioneta, hacían una brusca maniobra de reversa para dar vuelta a su vehículo que estaba orientado hacia la explanada y luego emprendieron una carrera tras nosotros. Llegué a la primera curva prolongada sin disminuir la velocidad y salté sin detenerme un tope en la carretera. Ana estaba asustada y temblaba. Escuchamos disparos tras nosotros: una ráfaga que duró unos cinco segundos. Ambos nos agachamos instintivamente, Ana casi hasta el piso del auto. No me detuve. Probablemente habrían disparado al aire, porque ya se habían dado cuenta de que los notamos y esperaban que los disparos nos espantaran y nos detuviéramos. Seguí conduciendo. Las pronunciadas curvas nos proveían, por el momento, de protección, ya que, al igual que nosotros, ellos también requerían realizar maniobras para no salirse de la cinta asfáltica. Poco antes de llegar al entronque con el camino a Vetagrande, volvimos a escuchar disparos; primero uno a uno, como de una arma corta, y luego una ráfaga más intensa que la anterior. Uno de los disparos entró por el medallón y se incrustó en el estéreo del carro. Ana gritó. Yo sentí un fuerte tirón y descontrol en el auto ya que, sin duda, más de una bala había roto los neumáticos traseros. Pasando la curva tomé hacia la derecha, rumbo a la Calzada Solidaridad. No pude mantener el auto en la carretera y salió disparado hacia un claro al costado. Una nube de polvo nos invadió entonces, en medio de la oscuridad. Tomé una determinación: salí corriendo, abrí la puerta del lado de Ana, la sujeté fuerte de la mano y juntos emprendimos una riesgosa subida hacia la cima del cerro. Detrás de nosotros escuchamos nuevamente disparos. Nos detuvimos en una protuberancia desde la cual se observaba mi auto. Los hombres de la camioneta habían detenido su vehículo cerca del auto abandonado y lo revisaban. De pronto se escucharon más disparos, pero desde otra ubicación que al principio no logramos determinar. Antes de la curva, una camioneta blanca se había detenido y de sus costados veíamos los chispazos de las armas, dirigidos hacia nuestros perseguidores. Éstos respondieron el fuego en una batalla que duró apenas unos cuatro minutos; luego todo se volvió silencio. Ana y yo seguimos ascendiendo. No sabíamos qué había pasado abajo y no deseábamos quedarnos a ver. Llegamos a la cima del crestón pequeño que da hacia el Este, jadeando por el esfuerzo. Desde allí distinguimos una gran luminaria en el sitio en donde había abandonado mi auto y donde habían llegado los hombres de la camioneta. Ambos vehículos ardían iluminando esa parte de la noche, así como la camioneta blanca, en donde se veían dos cuerpos en el piso de tierra a un costado de la carretera. Unos quince o veinte minutos después arribaron a la escena tres camionetas grandes y dos vehículos sedan. Los ocupantes descendieron rápido. Dos hombres fueron hasta la camioneta blanca y dispararon sin piedad sobre los que yacían en la tierra; en tanto los demás levantaban cuatro cuerpos cerca de la camioneta en llamas y los arrojaban a la caja de una de las pick-up. Actuaron muy rápido y se fueron rumbo a Vetagrande las tres camionetas y uno de los sedan, el otro tomó el camino hacia la explanada de La Bufa. -Si el libro estaba en esa camioneta, ahora ya no existe más- comentó Ana. -Nosotros lo tenemos. Descuida. No quisimos bajar al auto, porque sin duda los del sedan estarían a la espera de que hiciéramos eso. Decidimos seguir caminando por el crestón para descender del otro lado del cerro. La noche había caído por completo. La luna iluminaba nuestros pasos. Ana quiso detenerse un poco, pensé que a descansar. En su lugar, empezó a llorar, tiritando y liberando todo el miedo que la invadía. La abracé. Ambos estábamos temblando por la impresión. Yo quería tener la certeza de que todo había terminado, pero aún estábamos en el cerro, inermes y desamparados. Los de la camioneta blanca sin duda eran los policías que, al igual que los otros hombres, también me estaban siguiendo y los del sedán probablemente se habrían quedado a buscarnos o a esperar a que volviéramos. Las nubes ocultaban la luz de la luna, pero no nos detuvimos ahí mucho tiempo; teníamos que seguir la marcha, impelidos por el miedo, en intervalos de completa oscuridad, entre nopaleras, arbustos y piedras filosas. Cruzamos los restos de una ruta empedrada que habría sido, probablemente, el Camino Real. A veces nos internábamos en pequeños espacios poblados de árboles para salir de nueva cuenta a parajes desolados. La marcha nos llevó a un claro rodeado de algunos eucaliptos, pinos y nopales. Había ahí un montículo de piedras con un palo incrustado en su centro, a manera de asta, con jirones de una tela blanca, que debió haber sido una bandera, en su punta. En el suelo, algunas manos solícitas habían formado la palabra PAZ con piedras blanqueadas, pero las letras estaban incompletas y las piedras que les faltaban estaban dispersas en un radio de dos o tres metros, porque sin duda algunos pies violentos las habían arrancado de su formación. Tropezamos con una cortina construida con lazos, troncos y ramas de árboles muy distintos a los que había en las cercanías, signo de que los constructores los habrían traído de más lejos. Desde ese punto se divisaba la mayor parte de la ciudad y asumimos que se trataba de un puesto de control y vigilancia tipo militar de algún grupo armado. Rodeamos el bélico obstáculo. Avanzamos hasta que tuvimos a la vista la carretera del Paseo La Bufa. Ana se sentó en un montón de arena con el que nos encontramos en nuestra ruta de descenso. Le pedí que continuáramos, pero me confesó su miedo de bajar en ese momento a la ciudad, que le parecía extraña y ausente. Comprendí entonces que era un temor compartido. Me senté a su lado. -Aquí me siento a salvo- dijo-. Allá abajo hay violencia y vive una sociedad insensible que se ha corrompido. -No es tan malo. Zacatecas tendrá otra cara cuando amanezca- traté de consolarla; aunque yo no creía en mis palabras. -No quiero vivir de la esperanza. Desde que domesticó el fuego, el hombre sabe que aún en la noche más oscura se puede iluminar la tarea que ha de emprenderse…si quiere- señaló con tristeza- ¿A qué hora encendemos la luz? -Yo creo que este es el tiempo- repuse con convicción. -¡Entonces hagámoslo! Ya viste allá arriba: está intacta la estructura bélica, pero desgarrado el símbolo de la paz. -Pero no lo han destruido por completo. Señal de que por fuerte que sea la violencia, la paz nunca deja de estar ahí y puede rearmarse cuando la suma de voluntades junte las piezas que la forman. -Creí que moriríamos allá arriba- confesó llevando la plática hacia un lugar que yo hubiera preferido evitar-. Esos tipos tomaron muy en serio el libro, mataron por él y ahora están muertos. ¿Tú no pensaste que te ibas a morir? Yo te vi muy tranquilo. -Quería huir. Pensaba en ponernos a salvo. Dicen que antes de morir, las personas pueden ver toda su vida. No sé si sea cierto, pero allá me di cuenta de que en un momento así de angustiante, se puede llegar a pensar en mucho; probablemente en todo. Yo pensaba en ti, y me sentí culpable por haberte arrastrado a esto… -Tú no me arrastraste; yo vine sola- aclaró con firmeza. -Lo sé, pero no me puedes prohibir que cerca de la muerte sienta culpa. -De acuerdo, pero nunca más. -Nunca más- concedí-. Sentí también coraje contra esos hombres y contra todos los que, como ellos, van por ahí armados y causan daño. Sentí pena por ellos, porque cuando los vi en la explanada, me parecieron un grupo heterogéneo e imposible, y supe que los unían tan solo el odio y la necesidad. También experimenté una soledad absoluta, porque me di cuenta que iba a morir en un lugar despoblado, a la intemperie. Padecí una ridícula lástima por mí, porque mi cadáver sería objeto de estudio y nuestras muertes un dígito apenas en esta terrible masacre tan dolorosa. Sentí una paz infinita, pero no producto de la certeza de la vida eterna, sino de la resignación. Ana se apretó contra mi cuerpo. Vi, a través de mis lágrimas, sus ojos inundados por las de ella. Nuestras bocas se buscaron hasta encontrarse y el llanto nos volvió un único mar sobre la arena en que estábamos sentados. Su aliento era espeso y dulce; transformaba en luz la penumbra de esa noche y me consolaba. Las manos perdieron nuestro control y vinieron a abrirse paso entre las ropas, lo que lograron sin resistencia: sus manos en mí, las mías en ella, hurgando, halando, atrayendo la existencia ajena a la propia para que las almas pudieran amarse debajo del placer de la carne, encima de lo prosaico y lo corrupto. Rompimos amarras, izamos las velas y nos enfrentamos con decisión, conscientes de nuestra complicidad, al embravecido mar del deseo. Desnudos nos vimos; así omitimos la tregua y la prórroga. Ana sobre mí, yo sobre ella, y ambos fuimos manantial de agua y arena, juntos un pocillo para transportarnos voluntariamente a ese sitio en el que nos vertimos en la tierra para yacer ahí, dispersos y a la vez complementados y unidos en una sola decisión, en un mismo impulso. De nuestros vientres desnudos, dispuestos el uno contra el otro en una caricia tibia y húmeda, brotó entonces el fuego providencial de nuestras almas. Ana, a la luz de la luna, parecía una estatua de cantera rosa, blanda y moldeable, firme y eterna. En la arena se dibujaron nuestros cuerpos y se petrificó el momento para que, fosilizado, fuera tema de estudio para las generaciones futuras y quedara constancia de que el amor triunfa sobre la guerra. Permanecimos acostados durante un largo tiempo, desnudos, abrazándonos y creyéndonos solos a la vista de la ciudad. Más tarde nos vestimos, sin prisas y, de común acuerdo, aunque sin que mediara palabra alguna. Nos sentamos de nueva cuenta sobre la arena. Ana sacó del bolso de su pantalón las piedras que había comprado en La Bufa y, con la ayuda de una rama seca, las fue incrustando en la tierra, formando un círculo en nuestro entorno inmediato. En ese momento una patrulla de policía se estacionó en la carretera, justo frente a nosotros. Nos tomamos de la mano, atemorizados, pero no nos movimos. Un uniformado descendió por el lado del copiloto. Pude verlo con claridad; era moreno, usaba bigote y parecía cansado, fastidiado, enojado. Encendió una lámpara sorda y con ella escudriñó en distintas direcciones. La luz artificial se posó en cada hierba, en cada piedra, en cada palmo de terreno; luego sobre nosotros y nos pensé perdidos. Siguió de largo, sin detenerse más de lo necesario. El policía apagó la linterna, subió a la patrulla y, junto con su compañero, siguió su camino. La noche era tibia. Ana se recostó sobre mis piernas y no tardó en quedarse dormida. Con mi cuerpo cubrí su espalda y un delicioso sopor me invadió hasta que la tenue luz del ya próximo amanecer me despertó. Moví a Ana, quien abrió los ojos y me saludó con una sonrisa cálida que coincidió con la luminosidad del primer rayo de sol de ese día. Bajamos a la ciudad, con tranquilidad y como si estuviéramos paseando. Ana fue a su casa a bañarse y a mudarse de ropa; yo al hostal donde hice lo mismo y recuperé mi maleta. Más tarde nos encontramos, junto con Manuel, en la tienda, les entregué la bolsa con los documentos que me había dado Juan Carlos y comenzamos a trabajar. Había mucho qué hacer.
Posted on: Mon, 24 Jun 2013 15:34:14 +0000

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