EL “GRINGO” DE LAS PAMPAS. Yo ya era grandecita, no era una - TopicsExpress



          

EL “GRINGO” DE LAS PAMPAS. Yo ya era grandecita, no era una nena, pero sí era nueva en la oficina. Había presentado unas monografías, unos trabajos de campo, sin mucha esperanza de que me tomaran, pero me llamaron. Y empecé a trabajar. Eran los primeros días y estaba un poco perdida, entre compañeros desconocidos, jefes que aún no había visto… y Alcira me dijo: “Davidsohn quiere verte, te espera en su oficina”. Yo me dije: “¿Davidsohn? Mmm… éste debe ser un gringo, colorado, dientudo, de pelo incoloro, con ojos acuosos…” No era una nena, pero fui nerviosa. Él había leído mis informes y quería hablar conmigo sobre eso. Antes de llamar en su oficina me alisé la falda, miré una vez más que no se me hubieran corrido las medias, me cercioré de que los pezones no se me marcaran en el suéter (“ahora no, esto les pido, queridos, eh…”) y entré. La secretaria me anunció y enseguida me hizo pasar: - Ah… Cecilia… pero qué bonita es Ud. (“Zas, machista en puerta: leyó los informes, le gustaron –o no, pero los encontró bien hechos- y como contraparte de una mujer inteligente esperaba encontrar un cuerpo de adefesio”, pensé. Pero fuera de esta prevención el tipo me gustó. ¡Vaya gringo! Alto, delgado, tez morena, pecho amplio, cintura estrecha, abdomen plano, todo él bien plantado. ¿Qué iba a ser gringo? Éste era “mate y Gardel”.) - Gracias, Sr. Ud. me mandó a llamar… - Sí, Cecilia. Ante todo para darle la bienvenida. ¿Está cómoda acá? - Sí, Sr. Davidsohn, llevo dos días y me siento cómoda. - Bueno, ante todo dejá el “Sr.” Y el apellido… también. Yo soy Manuel, pero si querés usar mi apellido decime como me dicen muchos, “David”. Y tuteame. Ya me tuteaba… y ya me tendía un puente de plata para un trato familiar: sí, machista… machista y algo más. - Gracias, Sr. eh… gracias, David. Me hizo sentar, me corrió la silla, y no se perdió de mirarme las rodillas y poco más cuando me senté. Recién entonces se sentó él. - Quería decirte, Cecilia, que me gustaron mucho tus trabajos… - Gracias, David. - … y que cuento con vos para otros que voy a pedirte. - Sí ¿cómo no, Sr.? eh… David. Enseguida la charla derivó hacia lo personal (lo personal mío, el tipo no se perdía: casada, 50, socióloga…). Me fui de ahí con sentimientos encontrados: los halagos de David, bueno, Davidsohn, pero a la vez esa prevención hacia el previsible conquistador, el tipo lindo que se siente ganador… Al día siguiente, cuando salía para almorzar, me esperaba estacionado sobre la vereda: - Ceci… Ceci… Sí, un confianzudo, ya me llama por la apócope de mi nombre. Me acerqué al coche: - Vamos, te invito a almorzar. Un caradura. Yo podía hacerle un desplante. ¿Cómo se atrevía a semejante invitación? Pero subí al coche. - Gracias, David. Al día siguiente me dijo, como cosa ya establecida, que se demoraría unos minutos más para salir a almorzar pero que me avisaría. El caradura daba por sentado que yo debía almorzar con él… pero acepté. Yo me sentía sin reacción, dominada. La vez que quise reaccionar, mostrarme fuerte, fue el día que sentados a la mesa del restorán él miraba ostensiblemente mi escote y le pregunté “¿qué mirás?” para amedrentarlo. Pero otra vez me ganó la delantera: me tomó la mano, una mano cálida, tierna, protectora. - ¿Cómo no te voy a mirar? Si siempre te miro… si me gustás… Me dio electricidad, quise hablar y no pude. Sólo apreté su mano, aceptándolo. Y él siguió, tal vez viendo que era su momento: - Y además de estos almuerzos quisiera cenar con vos. - Sabés que ceno con mi marido. - Él cena con vos todas las noches, yo te pido una. - El viernes se va con sus amigos a pescar todo el fin de semana… el viernes. - Perfecto, el viernes. Te paso a buscar. - A dos cuadras de casa. - Sí, claro. Era miércoles. Desde la tarde del miércoles hasta el viernes me transpiraban las manos, se me secaba la boca, orinaba cada treinta minutos… El viernes, cuando me iba de la oficina me dijo “hasta luego”. ¿Qué ponerme? Mientras se llenaba la bañera para el baño de espuma ocupé toda la cama con multitud de vestidos. Cada uno me gustaba mucho cuando lo quitaba de la percha y me dejaba de gustar cuando lo soltaba en la cama. Uno era muy corto (“va a pensar que quiero mostrarle las piernas”), otro era muy largo (“no va a ver mis piernas”) y escotado o cerrado, ceñido o suelto… Me sumergí en la espuma, traté de relajarme, me pinté las veinte uñas, me maquillé (poquito), me puse una gotita de perfume, mi mejor francés, en cada muñeca y en cada oreja… y cuando ya cerraba el frasco lo volví a abrir y agregué una gotita en cada pecho (“por las dudas”). ¿Rojo… fucsia..? No, azul brillante, como dicen los cánones que va a las rubias, corto, sí corto (“si tengo lindas piernas”), escote en ‘V’, con hombros descubiertos y entallado (“a ver si alguna vez te puedo apabullar”), tacos, cartera pequeña colgada del hombro… y al toro. Me esperaba puntual, elegante, lindo. Pero no se le iba esa actitud suficiente: - ¡Qué linda estás! - ¡Soy! - Eso lo sé desde el primer día que te vi. No me dejaba ganar una, y cuanto más me gustaba yo más lo odiaba. Me hizo elegir el vino, pero a cada pregunta que yo le hacía me hacía sugerencias que me permitieron deducir cuál le gustaba: elegí ése. Fue un caballero, en todo, durante toda la cena y durante toda la sobremesa. Mi mano ya estaba acostumbrada a la de él, por supuesto. Cuando salimos, sentados ya en el coche, me miró… yo lo miré también, entendiendo y concediendo. Me besó, nos besamos, una vez, otra vez, besó mis hombros descubiertos pero ni me tocó partes íntimas (no me dejaba nada que reprocharle y sentí ganas de putearlo; me dejaba con ganas de reprocharle algo… y con ganas de alguna caricia más ¿a qué negarlo?). Teniéndome abrazada me preguntó: - ¿Te llevo a tu casa? - No. Cuando entrábamos al hotel yo pensaba: “me lo hizo decir a mí”. Adentro fue el mismo caballero. Sin que yo lo sintiera bajó el cierre de mi vestido, volcó los breteles… - Mmm… ¡qué bien, Ceci! Viniste sin corpiño. ¿Es una atención para mí? - No seas fanfarrón… nunca uso. (“¡Por fin! Desde aquella mañana en que me llamó Davidsohn, ésta era la primera que le ganaba una a David. Ahora sí, soy tuya, haceme tuya”) No voy a contar la parte del animal, que no me merece más que elogios y con esto digo todo, quiero hablar del hombre, que después de la más maravillosa lucha, que es la que hacen los animales hombre y mujer, me tuvo en sus brazos cuando yo temblaba y todo el tiempo que yo temblaba, colmada de besos, de caricias, de contención, hasta que me quedé entredormida. Y cuando, no sé cuántos minutos más tarde desperté, desperté todavía en sus brazos y me recibió con una sonrisa. Tuve ganas de decirle “te amo”, pero no sé si porque me pareció apresurado o porque me volví a dormir, ahora profundamente, no lo dije. Desperté abrazada cuando ya era la mañana, desayunamos en la cama, buscándonos el contacto, dándonos bocados en la boca… Agitamos la mañana y hacia mediodía salimos del hotel. Antes de hacerme subir al coche me tomó de los hombros: - ¿Estás bien? - Sí, mi amor. Cuando entré a mi casa me sentí yo, sin él, más vacía que mi casa. Y comprendí lo estúpida que había sido cuando quería “ganarle una”. Él tampoco había ganado una. Cuando parecía que me ganaba un contrapunto o me ganaba de mano estaba haciendo que ganáramos los dos. Recibí un mensaje en el celular: “te amo”. Contesté “te amo”, con una lagrimita, de las más hermosas, en cada ojo.
Posted on: Wed, 14 Aug 2013 17:18:21 +0000

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