EL VIEJO CATO Hace muy muchos años yo tenía una pareja en - TopicsExpress



          

EL VIEJO CATO Hace muy muchos años yo tenía una pareja en Buenos Aires. Alejandro se llamaba. Y estaba enfermo de los riñones. Una prima me dijo por entonces: “Andá a esta dirección, llevalo y llevá un prenda de él”. Y fuimos. Era una choza en Moreno sobre un terreno pelado; lo que más sobresalía era un tronco de palmera largo sobre sobre dos pilotes de madera a modo de banco improvisado debajo del cielo. Ahí estábamos los dos ateos acérrimos sentados a las dos de la tarde, cuando de pronto me estremecí y pegué un salto violento, miré hacia atrás y allí estaba parado él, mudo, quieto, silencioso. Tenía, calculo, unos ochenta, escuálido y en cueros, jeans ajados, descalzo, con una barba entrecana hasta la altura de sus tetillas, cabellos grises y unos ojos negros que decían nada y todo al mismo tiempo. Me dio miedo y me dí risa. Con un ademán derecho cansino invitó a Alejandro a pasar a la choza y con el izquierdo me frenó en seco. “Es un boludo”, me dijo al salir luego de media hora, “dice que pases vos. No me quiso cobrar nada”. Pero yo no iba más que para acompañarlo, y así y todo entré en la toldería para explicarle. En aquella matrix jungiana había de todo: semi oscuridad, botellas y más botellas en estantes polvorientos, batracios disecados pendiendo de tanzas, velas, velas encendidas, fotos cuarteadas, arañas en sus telas mirando desde la techumbre de paja, una escupidera de loza celeste, un camastro de esos con tensores y resortes con una colchoneta tapizada en capas de grasa humana y transpiración. Y ese olor a cebo; todavía tengo impregnado en la subjetividad el olor a cebo rancio que despedían los cirios rojos. Hacía calor, mucho calor. El viejo adentro acomodaba cosas sin responder mis buenas tardes. Tenía los pezones de las tetillas estirados y apenas con unos vellos blancos misérrimos en derredor. Una cicatriz al costado derecho del ombligo y otra bien recta vertical desde el pecho hasta dentro del pantalón, o al revés, vaya uno a saber por donde habría comenzado el estrago carnicero del mago aquel. Tenía manos grandes y fuertes con un anillo de cobre barato en cada dedo, algunos de ellos ya verdosos. Con una voz grave me ordenó sentarme; aunque amable pero con una firme presión de su mano sobre mi hombro, me hizo sentar en una sillita de mimbre casi para enanos. Su bragueta olorosa de orines quedó a la altura de mi cara. Le dí un calzoncillo de Alejandro tal como mi prima me había recomendado; lo tomó entre sus manos y en tanto murmuraba esas cosas que suele murmurar esa gente, lo iba cortando en trozos con una tijera brillante de modista. Luego mojó su dedo índice derecho en un líquido marrón dentro de un frasco de mermelada destapado e hizo unas cuantas cruces en mi frente. Me tomó de las orejas y al fin habló: “Usted está bien, pero él se muere. No se lo diga porque no hay remedio”. No me cobró nada más que mi bronca por intentar una manipulación psicológica, pero así y todo nada de esa superchería le comenté a Alejandro. Nos volvimos a casa, no sin antes efectuar una parada para comprar unas facturas rellenas de crema pastelera para el mate. Todo esto recordaba vivamente apenas un mes después mientras acomodaba un arreglito floral en forma de cruz sobre el pecho de Alejandro, que le habían enviado los compañeros de trabajo junto a dos coronas de esas grandes y costosas con cintas lila y letras doradas al estilo “Tus compañeros del sindicato” o algo así. Y regresé al año a Moreno, tan sólo para que a mi raciocinio le explique cómo. Y estaba el rancho vacío. Los vecinos nada sabían del viejo, sólo que era indio santiagueño y sanador y se llamaba o le decían Cato. Desde aquella vez creo que hay gente que sabe. Y no sé cómo saben, pero que saben, saben. Qué lo parió.
Posted on: Sun, 11 Aug 2013 21:05:09 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015