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ENSAYO Usos del pasado (Qué hacemos hoy con los setenta) de Claudia Hilb. Siglo XXI, Buenos Aires, 2013, 168 páginas Usos del pasado: los 70, contados sin tabúes ni estereotipos Por Osvaldo Aguirre / La Capital La socióloga e investigadora del Conicet Claudia Hilb reflexiona sobre cuestiones como la violencia revolucionaria en Argentina, la relación entre verdad y justicia y la responsabilidad como legado generacional. "Pertenezco a una generación que creyó posible instaurar un orden definitivamente justo. En aras de esa creencia mató y murió. Murió mucho más de lo que mató", dice Claudia Hilb en la introducción a Usos del pasado, un libro en el que reúne un conjunto de ensayos que hacen foco en la violencia política de los años 70, sus antecedentes y consecuencias y la búsqueda de verdad y justicia con la idea de romper tabúes y descartar estereotipos. La responsabilidad de la propia generación, los juicios en Argentina a la luz de la Comisión de la Verdad en Sudáfrica, el asalto al Regimiento de La Tablada y el rechazo a la admisión de represores en el programa UBA XXII son algunos de los temas en cuestión. —En el libro se plantea la pregunta por la responsabilidad de la izquierda "en el advenimiento del mal", en relación con la última dictadura. ¿Estas reflexiones se enmarcan en una nueva visión de los 70? —Hay que romper con los cursos que dicen que hubo simplemente un bien al que se opuso un mal, o un mal al que se opuso un bien. Por mi parte conservo la idea del mal radical, en un sentido próximo al que le da Hannah Arendt, para referirme a la constitución de campos de concentración, para distinguir una forma de mal sin precedentes, la que desencadenó el terror de Estado. Por otro lado, hay que hacer una revisión muy radical de la violencia política, de la violencia insurreccional, y pensar en nuevos términos. Lo que me interesa es salir de la repetición de clichés, que son muy cómodos y que hacen que uno no se interrogue y se conforme con repetir viejas cantinelas. —En otro ensayo, donde compara los juicios en Argentina con el caso de Sudáfrica, dice que la opción por la Justicia implicó cierta pérdida de la verdad. ¿Por qué? —Cuando escribo ese ensayo lo que estoy pensando, a la luz del ejemplo de Sudáfrica, es que en la reapertura de los juicios en Argentina, en 2004, hubiera sido muy interesante que se considerara la posibilidad de canjear reducción de pena contra verdad. Pero contra verdad no en el sentido de que me interesa saber qué piensa tal o cual persona —y con muy poca expectativa de que los máximos responsables pudieran decir algo relevante— sino de obtener información en serio, respecto del lugar dónde están los cuerpos, de donde están los chicos apropiados. Además pensando qué pasa con los cuadros medios de las Fuerzas Armadas en ese momento, cuando están puestos en una situación donde tienen que contar lo que hicieron, como sucedió en Sudáfrica, donde la exigencia era que contaran la verdad a cambio de una reducción importante de penas, frente a sus propias familias y frente a las víctimas. Algo así no es gratis, una persona puesta en esa situación tiene que rememorar lo que hizo y necesariamente salir de los clichés. Podría haberse producido un saneamiento importante para los familiares de las víctimas, que necesitan la verdad y que necesitan datos y también se podría haber producido un resquebrajamiento de ese discurso monolítico de las Fuerzas Armadas y de quienes participaron en la represión. —¿Cómo observa la relación entre verdad y justicia en los procesos actuales? —En Argentina se optó por perseguir en Justicia. Para reabrir los juicios se necesitó hacer que una ley de 1987 no había existido. Como no se podía derogarla, porque los acusados podían acogerse a la norma más favorable, se declaró simplemente que esa ley nunca había existido. Eso para mí es un problema respecto de qué hacemos con la Justicia, si creemos en serio en la Justicia o si la usamos como nos gusta. Respecto de la relación entre justicia y verdad, no hay soluciones perfectas. Lo más virtuoso políticamente sería tratar de pensar qué se pierde y qué se gana en cada situación. El juicio a las Juntas de 1985 fue una cosa extraordinaria. Al mismo tiempo, veinte años después, uno podría haber pensado en tratar de modificar algunos aspectos de esta apuesta absoluta por la Justicia, porque esta apuesta absoluta contribuye a que no pensemos nada, porque ya sabemos quiénes son los malos y quiénes son los buenos. —A propósito del ataque al Regimiento de La Tablada, dice que ese episodio muestra "el destino totalitario del pensamiento revolucionario del siglo XX". Una frase fuerte... —Si uno observa lo que pasó con las revoluciones del siglo XX, lamentablemente tiene que concluir que todas ellas dieron lugar a regímenes de dominación total. No hay una relación simplemente de epifenómeno entre el modo en que se pensó la revolución y sus resultados. Entonces uno tiene que interrogar la manera en que ese modo de concebir el cambio social absoluto llevó a regímenes que pretendían construir una sociedad a imagen y semejanza de cierta idea sobre la sociedad y a creer que podían moldear la arcilla humana. La pretensión de construir una sociedad como si se tratara de un edificio o de una vasija de barro, haciendo que la gente corresponda al molde que se pretende, lleva a regímenes de dominación total y está inscripto desgraciadamente en el modo en que se concibieron las revoluciones en el siglo XX. —¿Cómo se plantea la cuestión de la responsabilidad de la generación del 70 en los hechos de esa década? —No es lo mismo la violencia insurreccional que lleva a favorecer la posibilidad de un golpe que la violencia que ejerció el terror de Estado con los campos de concentración, la tortura masiva y la desaparición de personas. Me inscribo totalmente en contra de la teoría de los dos demonios, pero creo que hay una responsabilidad de las organizaciones insurreccionales en la banalización de la violencia. Ese clima de banalizacióna hace que por un lado se acepte la muerte por razones políticas con una facilidad notoria y que por otro lado se vaya generando en buena parte de la sociedad argentina una sensación de hastío, algo que contribuye al golpe de Estado y al tipo de vindicta extraordinaria con que salen los militares, sin ningún tipo de freno, a partir de marzo de 1976. —Un testamento de los años 70, el libro de Héctor Leis, renovó la polémica. Horacio González advirtió en un artículo sobre el riesgo de vaciar a la historia de sus clásicos enfrentamientos. ¿Qué opina? —Tengo un gran respecto por Héctor Leis. No estoy del todo de acuerdo con sus perspectivas, pero sí comparto en gran medida muchas de las cosas que dice y sobre todo la necesidad de entrar en este tema sin ningún tipo de tabúes. Leí su libro y también el artículo de Horacio González, que es otra persona a la que respeto. No estoy de acuerdo con lo que dice Horacio: estaría bastante bien vaciar a la Argentina de sus clásicos enfrentamientos. Si miramos hacia atrás, la Argentina es un país que tiende a reproducir sus enfrentamientos y a exasperarlos, cosa que no es una necesidad ineluctable de la política sino un estDoca Documentalistas Argentinosy argentino. Yo no consideraría para nada negativo que ese estilo se modificara hacia una búsqueda mayor del diálogo y de consensos. Es fundamental lo que hace Leis al sacar afuera todos los temas y que puedan ser discutidos. Hay que hacer el silencio con que estas cuestiones se cubren con demasiada frecuencia. Creo que se van produciendo cristalizaciones de la memoria. Estas cristalizaciones son por un lado necesarias, porque todo grupo humano va construyendo una memoria con ciertos contenidos compartidos. Pero hay que dejar abierta la posibilidad de cuestionarlas y de que proliferen otras interpretaciones de los mismos hechos. Yo estoy absolutamente a favor de sostener, con firmeza, el nunca más. Ahora, podríamos abrir un debate, por ejemplo, sobre qué queremos decir cuando decimos nunca más.
Posted on: Mon, 29 Jul 2013 00:02:29 +0000

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