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ESCUCHAR: Según mi modo de ver, el amor al prójimo se resiente sobre todo porque no nos escuchamos mutuamente y porque, debido a la presión del rendimiento, nos brindamos poca atención los unos a los otros. El primer problema en el trato con las personas es que no las escuchamos. Escuchar a alguien significa no sólo oír las palabras, sino dar cabida a la preocupación del interlocutor. Es más, estar con todos los sentidos con él, para que se sienta completamente comprendido y aceptado en su totalidad. Escuchar correctamente nos cuesta mucho. En el trato normal sólo escu-chamos hasta que hemos entendido más o menos lo que nuestro interlocutor quiere decir. Luego seguimos nuestros propios pensamientos o intereses. Nuestro interlocutor puede seguir hablando tranquilamente. Pero nosotros ya no estamos con él. Por ejemplo, alguien le cuenta al otro de la linda excursión que hizo la última semana. Su interlocutor oye las palabras claves: “linda excursión”. Enseguida le aparecen asociaciones con uno de sus últimos paseos e interrumpe al primero: “Si, yo también hice una linda excursión”. ¿Qué ha pasado? El narrador no fue escuchado, a pesar de que probablemente todavía estaba muy entusiasmado con su vivencia y le hubiera gustado contarla. La palabra “excursión” desató en el interlocutor la asociación a su excursión, lo cual determinó que volviera enseguida a sí mismo. Aunque exteriormente todavía estaba involucrado en la conversación, su espíritu y sus palabras ya se habían distanciado del otro. Ya no escuchaba. Otro ejemplo: Alguien nos cuenta un problema. Rápidamente damos un consejo. Creemos saber muy bien lo que el interlocutor necesita en esa situación. Es posible que nuestro semejante no quisiera un consejo, sino solamente quería ser escuchado. Quería aliviar su corazón y por eso había buscado a alguien que lo escuchara. Nosotros, en cambio, no podemos soportar ver sufrir a alguien. Enseguida sentimos el impulso de tener que ayudarlo. Este impulso no nos permite seguir escuchando y nos obliga a dar consejos. Por ejemplo, consolamos un enfermo, susurrándole que debe confiar en Dios o le hablamos de un medicamento que seguramente le va a ayudar. Pero esto no es necesario. Del tratamiento médico se harán cargo los facultativos. En cambio el enfermo quiere ser escuchado y tomado en serio. Escuchar exige tranquilidad interior y el valor de poder soportar el sufrimiento. Algo parecido ocurre en una discusión con tendencia ideológica. Cada uno ve sólo su propia ideología, y no advierte que su interlocutor es un ser humano que quiere ser escuchado. Ya no le importa el ser humano sino las concepciones ideológicas. A raíz de este ejemplo nos damos cuenta de cuán rápidamente nos olvidamos de la persona para poner en el centro de nuestra atención intereses o ideas propias. Dejar al ser humano en el centro de nuestra atención a pesar de pensar de manera diferente exige mucha serenidad interior. Quien escucha realmente a un semejante, se vacía mientras lo hace. Se desprende de su propia ideología, sus intereses, sus urgentes tareas, su deseo de ayudar, pero principalmente de sus pensamientos y sentimientos. Se abre completamente al otro. La oración nos enseña a escuchar. Nos enseña a escuchar a Dios y con ello nos enseña a escuchar a los seres humanos, porque es lo mismo. O dicho de otra forma: el que puede prestar oídos a las personas, puede escuchar a Dios. Francisco Jalics: Ejercicios de Contemplación. Pág. 130: 56-57.
Posted on: Fri, 15 Nov 2013 13:39:08 +0000

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