ESOS Y OTROS DÍAS En cada linaje, el deterioro ejerce su - TopicsExpress



          

ESOS Y OTROS DÍAS En cada linaje, el deterioro ejerce su dominio… Obregón Perla penetró en la iglesia con el temor de que los santos advirtieran su presencia y desvirtuaran el diálogo que sostenían con las almas que habían dejado el mundo sin conocer el amor. Pensó sorprenderlos en pleno debate y cancelar para siempre las reservas inauguradas desde la infancia, en aquel tiempo en el que el pretexto de sus ojos se clavaba en los labios de Santa María con la ilusión de que la virgen le agradecería sus visitas con una mirada de cortesía. Con sigilo se entró en la bóveda adoquinada que en su parte más comba dibujaba el trazo de un paraíso churriguero que recortaba la fauces de una serpiente bicéfala parecida al rostro de Calvario Martínez, el hombrecillo de mezclilla que durante treinta años se prestó a batir las campanas parroquiales con la esperanza de que el juicio final tuviera compasión de su hija escapada de su hogar sin dejar ningún recado. El olor de incienso de una misa recién oficiada apagaba los canturreos místicos de Prudencio, el monaguillo, que encendía los descomunales cirios pascuales con un tridente entorchado. En el terso semblante de los santos se adivinó la alegría poco después que el hermano Fratelo fue arrancándoles los ropones de bayeta negra con que habían sido cubiertos en los días de la pasión. Saltaban en las ojivas laterales las notas de un incisivo misere arrancado sin talento pero con la energía de la volición insensible a un viejo órgano napolitano cuya existencia siempre se puso en duda. Obregón Perla recorrió humillado la vasta nave y se sentó junto a un complaciente San Ignacio de piel pajiza que trastabillaba en el corcel y ofrecía la mitad de su túnica a un leproso de manos metálicas. Esperó cabizbajo que el guerrero sin mengua entregara completo el lienzo, y vio, incrédulo, que el mendigo de manos metálicas se alejó renqueando por la comisura del atrio. Al fondo de la bancas, Prudencio discutía con la beata Anastasia el poder de las lecturas bíblicas por encima de las vigilias alucinantes: —“Hay que soñar sólo lo que se necesita”, le dijo, y retomó el encendido de las lámparas con recelosa generosidad. Obregón Perla recuperó el cuchicheo de los santos que ya se habían unificado en su desdén por la vida y reconvenían a las almas demoradas que invocaban la miseria de un derecho escamoteado: —“…El amor nos llena de exaltaciones cuando nos puebla, pero el desierto que llevamos dentro lo confina en algún lugar que nuestro egoísmo destruye”. —“…El amor se afana por descubrirnos, pero morimos desgarrados”. —“…Queremos las transgresiones que den sentido a nuestras vidas, pues sólo el pecado justifica a mundo”. —“…El amor no muere; nosotros le damos su esencia”. —“…Permaneced en la inocencia”. —“…Para que el alma pueda hallarse a sí propia debe purificarse; desprenderse de aspiraciones vulgares por medio de la mortificación, el sacrificio, el dominio de sí misma”. —“¡…Carajo!”. El ronroneo de las palomas en las torres gemelas arrastró el pensamiento de Obregón Perla al espacio donde se embotellaban las preguntas, al lugar inevitable cercado de silencios: el cementerio, que lo saturaba de un temor animoso. El correr de sus meditaciones lo instaló en la tumba del general revolucionario que esperó la guerra sentado en una vieja poltrona de mimbre. El día que se decidió a limpiar la carabina abandonada en el armario vio apacible que los cadáveres de sus enemigos pasaban por la puerta de su casa. Murió en la certidumbre que las revoluciones se consiguen con una ardiente paciencia… Sentado en la tumba del general revolucionario, Obregón Perla vio que seis misteriosos hombres llevaban a pulso un ataúd de modesta fractura (“cuatro tablitas frágiles”) que contenían “la materia sutil de un poema concluido”. Los seis misteriosos sepultureros cavaron sin prisa una pequeña fosa y depositaron en el fondo la materia leve del poema concluido. Arrodillados los seis sobre la tierra gorda, pronunciaron una oración incomprensible y se retiraron con la misma parsimonia con la que Obregón Perla gustaba entreoír el rumor de los pinos propagarse por los socavones de las tumbas, conjeturar en las larvas que fluían de las quebraduras, los brutales caminos recorridos en sus incesantes metamorfosis. Al marcharse los enterradores, la tarde oblicua clausuraba a pausas la entrada al cementerio, mientras Obregón Perla reconstruía las truculencias de su abuela: —“La gente de buen corazón puede ver el milagro del rico rechazado del reino de los cielos y el prodigio del camello penetrado por el hueco de la aguja. La gente de buena digestión observa sin inmutarse que se pudran de hambre los tibios y los cobardes mientras ellos agradecen el pan y rezan Alabado…” Obregón Perla miraba los epitafios. Por ahí circulaba la síntesis del pueblo. Ahí la voz de todos y la de ninguno: la conseja y el embuste, el sublime y el idiota: el manso que cedió a todo por lejanía y comodidad y el pesimista que colgó su quimera entre la felicidad y la duda. Galería arbitraria memoria voluntaria: “Antonio González. Muerto en 19…, te recuerda tu esposa como el primer día…” (Antonio Gonzáles se aferró a la vida como náufrago cuando el médico le amagó tuberculosis. Vivió con intensidad el romance que culminó en matrimonio insustancial. Casó con Facunda López, mujer estrábica de carácter ceremonial que se negó a tener hijos al enterarse que su marido se desinflaba como un caballo en el desierto. Antonio Gonzáles (te recuerda tu esposa como el primer día) agonizó una mañana y lo enterraron dos horas después en previsión de que el aire fresco de la marisma le diera fuerza para aferrarse a la vida como náufrago. Vivió intensamente el breve romance que…) “María Osuna, cortesía del Municipio, 192…” (Señor cura, soy una lavandera con cinco hijos que dejo solos todo el día y tengo miedo que las ratas se coman al más pequeño. Le suplico una oración… —Vieja pendeja, cómprate un gato…) “Inocencio Tejeda, r.i.p.,…” (El crimen fue en los palmares queridos. La madrugada lo sorprendió con una esmerada puñalada que le barrió la vida antes de digerir el frescor del alba. Su sangre se disgregó a los gritos cazurros que “realizamos las primeras pesquisas”. El cadáver quedó un ovillo que se tradujo en un difunto afamado y el asesino, en incógnita estimulante. El crimen fue una fiesta persecutoria. El lugar del ovillo lo ocupa la cruz puntiaguda que da origen a interminables inquisiciones en los estudios de escarlata…) “El Mechudo… ¿?” (La soberbia del Mechudo es un aforismo porque Dios castiga severamente el pecado de omisión. ¿Qué patraña es esa de que un gentil se arroje a la mar en busca de la perla del tamaño de un huevo de gallina pidiéndola en nombre del Supremo Sinvergüenza? La perlas son las lágrimas de las doncellas violadas por los conquistadores y es inadmisible que un cabrón indio sin cruz ni alfabeto compita con aquellos que las piden por la gracia universal. Que sea para escarmiento, y en lo futuro las perlas extraídas de los placeres deste rumbo sólo ornarán la testa de nuestro felice emperador. Queda prohibido, bajo pena de estrangulación regresiva, que los guaycuras avienten sus malditas flechas a los buzos de la corona. El golfo será la frontera entre la perversión inconcusa de un occidente enloquecido y la simpleza seductora de estas tierras que ya levantaron la última utopía es desagravio al Gran Traicionado. ¡Qué coño más ridículo!) “María, viuda de González, en memoria…” (Cuando la anciana amaneció colgada del madero supusimos los motivos del asesinato pero no hicimos otra cosa que persignarnos. Lo curioso, mi Cornelio César, es la terquedad acumulada en la millonaria que se resistió a morir después de muerta. Tantas veces como fue muerta, otras surgió a la vida y murió definitivamente cansada de morir. Los embozados practicaron una decena de acciones desesperadas y seguro se placieron en las que les dio mejor resultado: un soberbio estacazo asestado con precisión en el parietal izquierdo.) “La animita, 19…” (El niño fusilado en la curva que bajaba de los pueblos fantasmas tenía diez años cuando ofreció su vida por la liberación de su padre. Es decir, cuando ofreció su muerte para que su padre viviera. Los soldados aceptaron el trueque. Los dejaba igual fusilar a un muchacho que pedía la muerte, que tronar un ranchero que chillaba como gorrión. El matarife castrense graznó la práctico de tumbar un objeto obstinado a su verticalidad que un blanco temblequeante. Los disparos abrieron brechas en el pecho del niño, pero resistió la metralleta sin pestañear. Una segunda descarga se aprestaba para abatirlo, cuando el muchacho se retiró acrecido hasta ubicarse en la porción del cielo que permanece inmaculada en recuerdo del niño que sacrifico la muerte por la vida de su padre en aquel tiempo en que la peste usurpadora lo inmoló en la cura que baja de los pueblos fantasmas…) “Jeremías Motoya, 193… requiscat in peace…” (Aquí yace Jeremías Motoya que murió de un exceso de idealismo. No soportó el ataque de un zancudo que confundió con el conde Drácula. Antes de morir, dijo a su suegra: “Pasaban en el Tropical El hombre murciélago; al salir, la noche y los relámpagos me aterrorizaron. Una sombra aleteó ante mí y defensivamente me llevé las manos al culo. Sentí los colmillos transilvanos absorbiendo mi sangre…” Palmó sin más confidencias. En el velorio, y en la bolsa de su chaleco, una mano anónima colocó la misericordia de un collar de ajos, dos agudos estiletes de madera y un crucifijo de sololoy.) “Anselmo Carvajales, poeta, 191…” (Anselmo Carvajales fue un notable poeta de corte medieval. Iluminó su lira con cantos desaforados que loaban las virtudes de la abstinencia y el sacrificio. Su mérito mayor fue haber compuesto una sentida décima al presidente municipal. Al oírla, el presidente murmuró: —¡Caray! ¡Si no eres tan pendejo, Anselmo!) Obregón Perla tosió y sintió que algo se le zafaba por dentro. Le costó trabajo justificar sus preguntas. Salió de la iglesia y abandonó el panteón y se sintió aturdido por los primeros cohetones que continuaban el tercer día de carnaval. El cielo se oscurecía poco a poco y en el jardín central se agrupaban los disfraces y los preparativos de la diversión. Obregón Perla cruzó el parque con desgano, y al ganar la calleja que desciende al mercado, tropezó con un gigantesco arlequín calzado con botas pretorianas: —“Hazte un lado, pinche loco”. Y Obregón se hizo.
Posted on: Fri, 05 Jul 2013 16:29:30 +0000

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