El Ojo de la Patria Osvaldo Soriano Nadie lo siguió. Tiró - TopicsExpress



          

El Ojo de la Patria Osvaldo Soriano Nadie lo siguió. Tiró el arma en un canasto de basura y cruzó la calle. En el bulevar tomó un taxi para volver al hotel. Tenía un par de horas hasta la salida del tren y estaba ansioso por descifrar la otra parte del mensaje. Volvió al Meridien, pidió medio conejo y vino de Alsacia y se instaló en la mesa con el pedazo de vela, la lupa y el libro de la Princesa Rusa. Mientras traducía se dio cuenta de que nunca conocería la última parte de la misión. Las instrucciones confirmaban lo que Olga le había dicho pero luego seguían unos fragmentos a medio derretir que no entendió bien: los apresurados entierran los sueños... Milagro argentino depende... Presidente se ocupa... Si ves al futuro... Se lamentó de no haber prestado atención antes de prender la vela pero ahora no podía hacer otra cosa que seguir adelante. Terminó de comer y pensó que dormiría mejor en el tren si conseguía colarse en un camarote de primera. Tomó la valija, pagó la cuenta del hotel y pidió que le llamaran un taxi. Quizá ésa era la última vez que veía París y fue espiando las luces y los monumentos como si quisiera fijados para siempre en su memoria. En la estación se colocó de nuevo la máscara para pasar inadvertido. Deambuló por los pasillos y recién se acercó al andén cinco minutos antes de la partida. Apoyó la valija en el suelo para estudiar con detenimiento a los viajeros. No vio a Pavarotti ni a ningún otro confidencial. Sin embargo, su instinto le advirtió que algo no funcionaba bien. Le llamó la atención un pasajero de peluca, con guantes blancos, que miraba para todas partes. En las manos llevaba una máscara de Madonna y un boleto de primera. A cada rato miraba la hora. Cuando lo vio consultar el reloj por tercera vez, Carré sospechó que podía tratarse de Pavarotti. Miró a los costados, se deslizó entre la gente que se despedía y esperó a que anunciaran la partida. El pasajero fue hacia la puerta del vagón y entonces Carré creyó ver algo conocido en su manera de andar, un paso que le recordó al del cura que le había orinado la tumba. Levantó la valija, pasó por detrás de un remolque del correo y le salió al paso de improviso, agitando un brazo como si se despidiera de alguien. En el choque le hizo caer la maleta y el boleto del tren. Los dos se agacharon al mismo tiempo y con un movimiento rápido Carré le cambió el pasaje. De cuclillas, vio unos ojos azules como los de Olga y dudó un instante. Mientras el tren empezaba a moverse creyó que estaba volviéndose loco. El de la peluca corría mostrando el boleto. Al ver que era de segunda el guarda hizo un gesto hacia otro coche. Carré lo miró alejarse con las piernas abiertas y los tiradores sueltos y se dijo que lo mejor sería ir a revisar el camarote. Saludó al guarda y se sentó a mirar cómo pasaban los tristes suburbios de París. Encendió un cigarrillo y miró el pasaje que acababa de robar. El número del camarote estaba anotado a mano. Era el 342. De golpe Carré perdió la calma. Para no desesperarse se dijo que todo andaba bien, que su entrada al Refugio había sido inolvidable y que la red entera estaría asombrada por su atrevimiento. ¿Sospecharían de él? En el fondo deseaba que sí, que Pavarotti lo hubiera reconocido y la voz se corriera por todas partes. Mientras se acercaba al coche de primera se decía que si pudiera entender la misión comprendería otras cosas que le habían ocurrido en la vida. Al abrir la puerta del camarote se encontró con una dama que leía una novela de Agatha Christie. Si hubiera estado más atento se habría dado cuenta de que ni la máscara ni la valija que llevaba eran las suyas. Ni siquiera reparó en ese detalle cuando puso la máscara sobre el asiento. Recién cuando la dama le manifestó su admiración por la voz y la gracia de Madonna, concluyó que las cosas andaban decididamente mal. Recordó la multitud de la estación, rehizo el juego de manos y entonces cayó en la cuenta de que el otro se había quedado con su valija y la máscara de Michael Jackson. Espantado, se dijo que debía estar haciéndose viejo si un simple ratero podía burlarse de él. Pero, ¿se trataba de un ratero? Levantó la vista y advirtió que la dama lo miraba extrañada. Estaba gesticulando y hablando solo como lo hacía antes, cuando vivía en el altillo de la Goutte dOr. Se puso de pie, recogió la valija, saludó a la dama que había dejado el libro para buscar conversación y se fue derecho al baño. Frente al espejo vio que un mechón de pelo le caía sobre la frente. Se peinó y sacó el cortaplumas para hacer saltar la cerradura de la valija. Sentado en el inodoro advirtió que el pulso le temblaba un poco. Se dijo que si el otro había conseguido subir al tren, uno de los dos no llegaría nunca a Viena. La cerradura cedió a la presión y lo primero que asomó fue un corpiño negro. También había bombachas nuevas, enaguas y una cámara de fotos no más grande que una caja de fósforos. La guardó en el sobretodo y se puso los anteojos para ver si no se había equivocado con el número de camarote. Al cabo de un momento se convenció de que el pasajero del andén se había burlado de él. Se le insinuó con el boleto para tenderle una trampa. Con mano temblorosa sacó los billetes de la contraseña y los contó escupiéndose los dedos. Al terminar sintió que se desmoronaba. Sólo había 341 y eso era como no tener nada. El pánico lo ganó poco a poco, como nunca le había ocurrido, y ahogado de vergüenza resbaló del inodoro, golpeó con la cabeza en el pisó y se desvaneció.
Posted on: Fri, 18 Oct 2013 03:07:04 +0000

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