El campo santo recibe a menudo las exequias de los habitantes de la ciudad, el invierno ya avanzado, castiga con lluvias incesantes los lúgubres días del cementerio, hay preparativos en un pedregal, los panteoneros incipientes acomodan el terreno y sus alrededores para dar cabida a la próxima alma que esta pronta a llegar, están mojados hasta los huesos cual morosos agilizan su labor. Son las seis de la tarde, y llueve torrencialmente, la oscuridad cae sobre el egregio carruaje que transporta la urna, Eduardo piensa en su madre mientras camina detrás de la carroza, por momentos no siente sus manos azuladas por el frió, su hermano le habla pero, Eduardo no contesta, y luego balbucea anfibológicamente, la gente que acompaña el funeral masculla recordando viejos tiempos de la difunta, cuando vivía en aquella masía de Entre Lagos su pueblo natal, que tiempos aquellos, cuantas fiestas se vivieron, cuanta alegría derramada, las mesas llenas en verdadera orgía culinaria, apologías que se sumergen en el triste episodio de hoy. La retahíla de estos cultos por momentos se vuelve una perorata en la boca de quienes despiden la vida que se durmió, son extensas, con historias perdidas en el tiempo que nutren las mentes de los mas viejos, ellos clavando los ojos en el suelo y cerviz al cielo dan rienda suelta a sus vividos recuerdos, en cambio Eduardo llora en la cabecera del ataúd desconsolado por la perdida de su bien mas preciado, el amor de su madre.
Posted on: Thu, 05 Sep 2013 20:33:53 +0000
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