“El funeral de sí mismo” por Guillermo Samperio Roberto se - TopicsExpress



          

“El funeral de sí mismo” por Guillermo Samperio Roberto se encontraba frente al hoyanco que un hombre de muy sudada gorra de beisbolista, camisa de vestir que un día fue blanca, grises pantalones de casimir casi transparentes y sus zapatones de bota, terminaba de realizar; el de la cachucha recargó la pala contra un árbol seco, tomó de su bolsa trasera un paliacate rojo—amarillo y se lo pasó por la cara con el fin de absorber el sudor abundante que le llegaba al cuello. Miró al señor que allí se encontraba vestido de traje gris a rayas, blusa azul claro y corbata muy negra brillante bajo aquel sol caliente; este hombre de gris a rayas levantó el brazo y se mesó los ralos cabellos, ya con entradas prominentes a los lados. Era Roberto quien, junto con el chalán, acomodaron dos gruesas reatas paralelas, atando una al árbol seco y la otra a un tronco un tanto más grueso que algún día distante fue árbol. Roberto dio unos pasos con sus zapatos negros de vivos grises, tal vez nuevos, y se puso en cuclillas ante un sencillo féretro sepia oscuro. Destapó la ventanita de madera donde estuvo mirando su cara un buen rato por última vez; pensó que muchos años atrás había sentido la vida con gran intensidad, recordó las veces que había viajado con sus compañeros escritores a distintas partes del país, las entrevistas que le llegaron a hacer en general controvertidas, los textos que publicó en suplementos y revistas, además de un libro que ahora él mismo ya no lee; los momentos en que, con tensión y nerviosismo, escribía relatos en soledad, nada didácticos, sintiendo que una especie de asunción lo elevaba por encima de su fraseo y la historia que iba gestando, escribiendo lo que el llamaba cuentos abiertos, es decir sin final con el propósito de que el lector pusiera el suyo, y cuentos cerrados, en los que todo estaba dado: principio, conflicto, desarrollo y clímax (le gustaban mucho más los primeros: los sin final); y se sumó el recuerdo de cuando escribía ya al lado de su primera esposa, con el mismo sentimiento de volatilidad y, todavía, un buen tiempo, cuando tuvo a su segunda esposa, estado civil que le resultaba especie de motor creativo, aunque el motor fuera mecánico y la creatividad imaginaria, sin mecanismos técnicos, pensaba, el impulso creativo volvió a cobrar vuelo hasta concluir un segundo libro, sabiendo que se encontraba entre los mejores treinta escritores del país; vino el segundo divorcio y también el tercer matrimonio, pero aunque muy creativa su mujer, con textos de imágenes sorprendentes y profundas, pero depresivas, anunciaban para Roberto quizá su primer granizada en verdad existencial; la fue cuidando, asistiendo, turnándola con los psiquíatras y, luego de una temporada larga, la tercera esposa determinó suicidarse, mas Roberto, reponiéndose hasta donde pudo, sabía demasiado bien que esa autoinmolación era un espadín que se le había incrustado en el centro del tórax. A los pocos años volvió a casarse, pero aislándose de los amigos de forma paulatina. Con un trabajo mediocre, se dio cuenta de que a pesar de que seguía escribiendo, ya no había alas, que se había disipado esa sensación de volatilidad de una palabra a otra e, incluso, de una letra a la siguiente, muy pero muy pegados los dedos que escribían a esta tierra que hoy pisaba, dándose cuenta de que el texto iba como perdiendo estructura antes, incluso, de que lo escribiera, y que la puntuación se le dislocaba sin que Roberto pudiera contenerla, lo mismo que, más adelante, el engarce de las palabras. Como que allí se dio cuenta de que en verdad no tenía caso seguir con la escritura literaria y que le bastaban los memoranda que escribía con dificultad en la oficina de la cual no podía jubilarse, ya que en los primeros largos años había cobrado por honorarios hasta que un día por fin le dieron la plaza. Tras el cristal de la caja fúnebre veía su rostro amarillento, rígido, con un rictus entre de disgusto e impotencia; y era él, él, quien ya se había decidido a enterrarse cuando, tres días atrás, se había descubierto, luego de un viaje de trabajo, sobre la cama en esa posición y con ese gesto que, debido al rigor mortis, era ya imposible dibujarle una sonrisa, moviéndole los labios como imaginó que hacían con otros cadáveres; debido a ello tampoco le importó darse una mínima maquillada además de que con firmeza ya no le interesaba. Luego de que había dejado de escribir y que redactaba pésimos memoranda y cartas a sus parientes de la zona norte del país, se descubrió que sí, que todo estaba bien en el mundo, pero a pesar de ello empezó a entender que los pies se le hundían en la tierra, es decir bajo el cemento de las banquetas; se detenía y se miraba pero allí estaban sus zapatos bien colocados sobre el piso, pero más adelante se le fueron hundiendo hasta las rodillas y así siguieron hasta llegar a los hombros y sólo asomar la cabeza y llegó el día en que él caminaba por la banqueta y su cuerpo muy por debajo de la horizontalidad terrestre. Llevaba medio año así cuando hizo el viaje de trabajo, regresó y se encontró muerto con aquella cara amarilla de rictus apático. Viendo allí, sobre la cama, a su vida sin vida, decidió hacer un entierro personal, individual, muy de sí, para sí mismo y así, repitiendo estas palabras, llevó a cabo los preparativos en un cementerio humilde de un pueblo demasiado pequeño no tan distante de la gran capital, un entierro personal, exclusivo, muy de sí, para sí mismo; adquirió el féretro con muy poco de sus ahorros y contrató al hombre de cachucha que ahora se encontraba allí, junto a él mirándolo mirarse. Al seguir observando Roberto a Roberto, le vino a la mente cuando allá en su pueblo de tierra desértica y violenta, un día que regresaba de visitar a su madrina se topó con un hombre bocarriba en el suelo con un cuchillo clavado en el pulmón izquierdo y cómo escurría la sangre mientras el estilete registraba los todavía movimientos pulmonares, subiendo y bajando, descubrió entre el manchón púrpura del hombre otros tajos; para su edad era una sorpresa grande, aunque sabía que la zona desértica era salvaje y no atinó a hacer otra cosa que irse a su hogar sin contarle a nadie; de inmediato asoció el recuerdo de cuando subió un monte pelón, andaba con su mochila a la espalda de excursión, disfrutando que el calor había descendido hasta gozar con ese viento leve que venía del norte y, de pronto, al remover un matorral seco sintió un golpe en el costado derecho de su bota, se detuvo, quitó la pierna rápido y se dio cuenta de que un cadáver amoratado empezaba a rodar monte abajo; se hizo a un lado y el cuerpo inerte siguió su rumbo; de esta forma se le vino a la mente la invocación más violenta, de cuando los policías rurales, medio indígenas en general, jalaban a decenas de cadáveres atados a cuerdas muy largas que venían de aquella distante población de indócil gente india, que vivía separada en tanto que no querían acercarse en absoluto a ciudades como Hermosillo ni a nada que se le pareciera y, según los arbitrarios policías de botas que les lastimaban los pies, los aborígenes se encontraban fuera de la ley. Sí, era un espectáculo cada cierto tiempo mirar a tanto cuerpo fenecido levantar tanto polvo, pero según Roberto, no dejaba de ser cruel, sanguinario, feroz y, por último, le vino aquella noche neblinosa en que sacaron a su abuelo a golpes de toletazos y, sin que la gente supiera cuál era el crimen, lo colgaron de la gran higuera, quizá la única de la Plaza; se habló de violación a una niña que hoy era dama en edad de merecer y que el novio la había repudiado y devuelto, amenazando a la familia de la muchacha. De golpe, Roberto cerró la puertita del ataúd y se dejó a oscuras; entre él y el señor de cachucha pusieron el féretro sobre las dos reatas, una en la parte de adelante y otra en la de atrás, lo fueron resbalando hasta que al fin quedó colgado hacia el foso y en correcta postura. De forma paulatina, lo bajaron hasta que la caja topó con el piso húmedo; el hombre de la gorra le dio la pala a Roberto, éste la llenó de tierra y se aventó a sí mismo la primera palada que hizo un ruido de ratones corriendo sobre la tapa del féretro, le devolvió la pala al hombre de la camisa que algún día fue blanca, de su cartera le entregó unos billetes, dio media vuelta caminando hacia la salida del pequeño cementerio y dejó que el otro terminara el trabajo. De cualquier manera estoy muerto, pensó; ahora, sólo tengo que seguir aparentado que sigo vivo como ya lo hacía desde hace años. Aparte de ir a mi trabajo, ubicaré a mis viejos amigos escritores en funciones y me dedicaré a importunarlos con anónimos siniestros, me les apareceré en sus estudios de trabajo convertido en lobo rabioso, en boa constrictor o en forma de pantera hambrienta. Por primera vez en su muerte, Roberto se puso a reír.
Posted on: Mon, 29 Jul 2013 21:58:21 +0000

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