El grito de un muerto El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo que me asustó. Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseÃa intereses cientÃficos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Ésa era la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, habÃa elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistÃa en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mÃnima descomposición daña la estructura del cerebro, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición especÃfica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca habÃa conseguido plenamente su objetivo porque nunca habÃa podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. HabÃa esperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habÃamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondÃa a la acción. Para infundir movimiento artificial, debÃa quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debÃan ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos. West y yo habÃamos empezado la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecÃa haber envejecido ni un dÃa: era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave y con gafas; a veces habÃa algún destello en sus frÃos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habÃan sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital. Uno de los ejemplares habÃa proferido un alarido escalofriante; otro, se habÃa levantado, violentamente, nos habÃa derribado dejándonos inconscientes, y habÃa huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, habÃa surgido de su poco profunda sepultura y habÃa cometido una atrocidad… West habÃa tenido que matarlo a tiros. No podÃamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aún vivÃan… tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas. Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecÃa que miraba con codicia el fÃsico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me habÃa ido a Illinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad habÃa resuelto el problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabÃa que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, asà que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podÃa ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debÃa ante todo al tiempo transcurrido hasta que caÃan en nuestras manos. Esto lo habÃa visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos habÃa ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no habÃa tenido posibilidad de empezar aún. West no se atrevÃa a predecir qué sucederÃa en el momento de la reanimación, ni si podÃamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcarÃa un hito en nuestros estudios, por lo que habÃa conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada. West me contó cómo habÃa conseguido el ejemplar. HabÃa sido un hombre vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigÃa a las Fábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. HabÃa dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, habÃa sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le habÃa explicado que no conocÃa a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguÃa devolverlo a la vida, nadie se enterarÃa de nuestro experimento. SolÃamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que habÃa entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si tenÃamos éxito, nuestra fama quedarÃa brillante y perpetuamente establecida. De modo que West habÃa inyectado sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que lo mantendrÃa fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio harÃa peligrar el éxito de nuestro experimento, no parecÃa preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no habÃa logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal. De modo que la noche del 18 de julio de 1910, Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador habÃa dado un resultado extraordinariamente positivo, pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedà a West que me diese garantÃas de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no habÃa vida, ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendrÃa ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde habÃa pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizarÃa el compuesto y liberarÃa los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se apartó satisfecho y, finalmente, inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podÃamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que habÃa visto al otro lado del insondable abismo. West era materialista, no creÃa en el alma, y atribuÃa toda función de la conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentÃa completamente de su teorÃa, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no podÃa dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación. Además… no podÃa borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oÃmos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham. HabÃa transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habÃan adquirido un levÃsimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenÃa la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente y, casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos, y a continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observé los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavÃa sin inteligencia, ni siquiera curiosidad. Movido por una fantástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aún podÃa estar presente. Era el terror lo que las extraÃa de mi mente; pero creo que la última que repetÃ, fue: «¿Dónde has estado?». Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sà recuerdo es que en aquel instante creà firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sÃlabas que yo habrÃa vocalizado como «sólo ahora», si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentà lleno de alegrÃa, convencido de que habÃamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado habÃa pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución habÃa cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada… Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores, no a causa del ser que habÃa hablado, sino por la acción que habÃa presenciado, y por el hombre a quien me unÃan las vicisitudes profesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonará eternamente en mi cerebro atormentado: —¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio rubio… aparta esa condenada aguja! ------------------------- Dagón Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leÃdo estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea (aunque no completa) de por qué debo buscar el olvido o la muerte. Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso PacÃfico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habÃan hundido en su degradación posterior; asà que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco dÃas más tarde conseguà escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo. Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenÃa muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabÃa calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabÃa en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa alguna. El tiempo se mantenÃa bueno, y durante incontables dÃas navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecÃan ni barcos ni tierra, y comencé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul. El cambio ocurrió mientras dormÃa. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrà que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendÃa a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se habÃa adentrado mi bote cierto trecho. Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentà más horror que asombro; pues habÃa en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veÃan emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oÃrse; nada habÃa a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producÃan un terror nauseabundo. El sol ardÃa en un cielo que me parecÃa casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenÃa bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podÃa explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico habÃa emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habÃan estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mÃ, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oÃdo. Tampoco habÃa aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos. Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el dÃa avanzaba, el suelo iba perdiendo viscosidad, por lo que en poco tiempo estarÃa bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormà poco esa noche, y al dÃa siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate. A la mañana del tercer dÃa comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenÃan preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el dÃa caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al dÃa siguiente proseguà la marcha hacia la colina, aunque parecÃa escasamente más cerca que la primera vez que la descubrÃ. Al atardecer del cuarto dÃa llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me habÃa parecido de lejos; tenÃa un valle delante que hacÃa más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormà a la sombra de la colina. No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frÃo, decidido a no dormir más. Las visiones que habÃa tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendà lo imprudente que habÃa sido al viajar de dÃa. Sin el sol abrasador, la marcha me habrÃa resultado menos fatigosa; de hecho, me sentà de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no habÃa sido capaz de emprender. Recogà mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación. Ya he dicho que la ininterrumpida monotonÃa de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mÃ; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del ParaÃso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas. Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como habÃa imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacÃa más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no habÃa penetrado la luz. De repente, me llamó la atención un objeto singular que habÃa en la ladera opuesta, el cual se erguÃa enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa habÃa conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes. Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de cientÃfico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vÃvida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurrÃa por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me habÃa detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podÃa distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecÃa a un sistema de jeroglÃficos desconocido para mÃ, distinto de cuantos yo habÃa visto en los libros, y consistente en su mayor parte en sÃmbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición habÃa visto yo en la llanura surgida del océano. Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, habÃa una serie de bajorrelieves cuyos temas habrÃan despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendÃan representar hombres… al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecÃan retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolÃtico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce nauseas. Más grotescos de lo que podrÃa concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecÃan cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servÃan de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidà que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenÃa ante mÃ. Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillezco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y proferÃa ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecà entonces. No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado… Creo que canté mucho, y que reà insensatamente cuando no podÃa cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oà el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación. Cuando salà de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me habÃa llevado allà el capitán del barco norteamericano que habÃa recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie habÃa hecho caso de las palabras. Los que me habÃan rescatado no sabÃan nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del PacÃfico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabÃa que no iban a creer. Un dÃa fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertà haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar. Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Asà que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagorÃa, un producto de la fiebre que sufrà en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vÃvida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos Ãdolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el dÃa que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra… en el dÃa en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio. Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mÃo, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana! ----------------------------- El modelo de Pickman No es necesario afirmar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que tiene prejuicios más extravagantes que éste. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca se ha subido a un vehÃculo con motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es cosa mÃa; y, por otra parte, hemos llegado mucho más rápido que si hubiésemos venido en taxi. De haber elegido el metro, habrÃamos tenido que subir a pie la colina de Park Street. Confieso que me encuentro más nervioso que el año pasado, cuando me viste, pero no creo que sea razón suficiente como para que me recomiendes el asilo. El Señor sabe bien que tengo vastos motivos para estar conmovido, y creo que soy muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué el tercer grado? Antes no eras tan cruel. Bien, si tienes que escucharlo, no veo razón para que no lo hagas. Quizá hasta te asista el derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras un pariente agraviado, cuando te enteraste de que ya no frecuentaba el Art Club y que me mantenÃa distanciado de Pickman. Ahora que Pickman ya no está, de vez en cuando me doy una vuelta por el club, pero desde ya que mis nervios no son los de antes. No, no sé qué ha sido de Pickman y tampoco me gusta entregarme a las conjeturas. Pudiste sospechar que yo sabÃa algo importante cuando me distancié de él… y esta es la causa por la que me niego a pensar hacia dónde habrá ido. Dejemos que la policÃa investigue cuanto pueda. No creo que sea mucho, teniendo en cuenta que todavÃa no sabe nada acerca de la casa que, bajo el nombre de Peters, alquiló en el North End. Tampoco estoy seguro de que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez… ni siquiera de que piense en ir a encontrarla, aún a plena luz del dÃa. SÃ, creo saber por qué la alquiló. Sobre esto puedo hablarte. Asà sabrás, mucho antes de que haya concluido, por qué motivo no voy a la policÃa. Me obligarÃan a que los llevara hasta ella, pero la verdad es que no podrÃa regresar a esa casa aunque conociera el camino. Bien, por eso no puedo tomar el metro, ni bajar a sótano o bodega alguna, y esto también te causará risa. Me pareció que podrÃas entender que mi distanciamiento con Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que produjeron la misma reacción en hombres como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. El arte que se ocupa de lo morboso no me interesa en absoluto, pero cuando alguien tiene la genialidad que tenÃa Pickman, para mà resulta un honor conocerlo, al margen de los cauces que tome su obra. Boston jamás ha contado con un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo dije desde un principio y continúo afirmándolo; también lo sostuve cuando dio a conocer aquel «Vampiro alimentándose». Según recordarás, por esa obra Minot dejó de saludarlo. Para engendrar obras como las de Pickman, es necesario un profundo dominio de su arte y una no menos profunda percepción de las entrañas de la naturaleza. Cualquier ilustrador de portadas está en condiciones de volcar absurdamente color sobre un papel y anunciar que nos está entregando una pesadilla, un aquelarre de brujas o un retrato del diablo. Pero sólo un gran artista puede llegar a un resultado que nos impresione como verosÃmil y que nos aterrorice. Esto es posible porque solamente un verdadero artista puede reconocer la verdadera anatomÃa de lo terrible y la fisiologÃa del miedo: es el único que conoce el tipo exacto de lÃneas que despiertan los instintos adormecidos o los heredados recuerdos del miedo, es el único capaz de rastrear los contrastes precisos de color y los efectos de luz que estimulan en su espectador el latente sentido de lo anormal. No necesito explicarte por qué un Fuseli nos produce escalofrÃos, mientras que la portada de una revista de fantasmas sólo nos mueve a la risa. Existe algo que esos seres excepcionales captan, algo que está más allá de la vida, y son capaces de trasmitÃrnoslo aunque sea fugazmente. Es el don que distingue a Gustave Doré. Sidney Sime tambien lo tiene. Angarola de Chicago también. Y Pickman lo poseÃa en grado superlativo, como nadie lo tuvo antes de él y como nadie, asà lo quiera el Señor, volverá a tenerlo. No quieras saber qué es lo que esos hombres ven. En la práctica artÃstica se advierte una gran diferencia entre las obras que captan estos seres esenciales arrancados a la naturaleza y los productos industriales que se fabrican en un estudio. En suma, deberÃa decir que el artista propiamente fantástico está dotado de un tipo de visión que lo faculta para percibir motivos genuinos de un mundo espectral. Por esto, logra unos resultados que distan kilómetros de las melosas representaciones de sueños, asà como las obras de un pintor «vitalista» toman distancia de los pastiches de alguien que ha aprendido a dibujar por correspondencia. ¡Si alguna vez me hubiese sido permitido ver lo que Pickman vio!… Pero no. Mejor vayamos a beber un trago antes de enfrascarnos en este asunto. ¡Por Dios! No estarÃa con vida si hubiera visto lo que ese hombre —si es que era un hombre— vio. Como recordarás, el fuerte de Pickman eran los rostros. Creo que nadie, desde Francisco Goya, ha puesto tanta intensidad en unos rasgos o en una expresión. Y antes que Goya habrÃa que buscar en los anónimos artistas medievales que crearon las gárgolas o las quimeras de Notre Dame o del Mont SaintMichel. Ellos creÃan en la realidad de las criaturas que plasmaban en sus obras… y tal vez también veÃan esa clase de criaturas, sobre todo si se recuerda que la Edad Media tuvo algunas etapas muy curiosas. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman dónde demonios conseguÃa tales ideas y visiones. La respuesta fue una por demás desagradable carcajada. Esa carcajada fue, casualmente, la razón por la que Reid se disgustó con él. Reid venÃa de graduarse en PatologÃa Comparada y era un saco de grandes ideas sobre el significado biológico o evolutivo de cualquiera de los sÃntomas mentales o fÃsicos imaginables. Su aversión a Pickman era cada vez más notoria y terminó prácticamente en miedo al pintor; decÃa que la expresión de Pickman e incluso sus rasgos tomaban un derrotero progresivo que no le gustaba: se desarrollaban en un sentido que no era humano. Si has mantenido correspondencia con Reid, supongo que le habrás dicho que su error consistió en dejar que los cuadros de Pickman operaran directamente sobre sus nervios o su imaginación. Fue lo que yo dije por aquel entonces. Puedes estar seguro de que no me distancié de Pickman por ninguna de estas cosas. Al contrario, mi admiración hacia el maestro fue creciendo, ya que no habÃa duda alguna de que aquel «Vampiro alimentándose» era una obra maestra. Como sabes, el Club se negó a exhibirlo y el Museo de Bellas Artes ni siquiera lo aceptó como donación, nadie tampoco quiso comprarlo, asà que el cuadro quedó arrumbado en casa de Pickman hasta que éste se marchó. Ahora está en manos de su padre, en la casa familiar de Salem. Bien sabes que Pickman es originario de la antigua Salem; uno de sus antepasados fue quemado en 1692 por brujerÃa. Me acostumbré a visitar a Pickman con alguna frecuencia, en especial después de que comencé a buscar material para la preparación de una monografÃa sobre el arte fantástico. Tal vez haya sido su propia obra la que me sugirió la idea. De todos modos, debo confesar que su obra fue una rica cantera de sugerencias y de datos para aquel propósito. Me facilitó el acceso a todos sus trabajos, a todos los cuadros y dibujos que tenÃa con él, incluyendo algunos bocetos a tinta que hubieran significado su inmediata expulsión del Club de haber caÃdo ante los ojos de sus integrantes. En poco tiempo me habÃa transformado en una especie de adepto que pasaba horas enteras pendiente de teorÃas artÃsticas y especulaciones filosóficas tan desatinadas que por sà solas habrÃan justificado la internación de Pickman en el manicomio de Danvers. El pintor se volvió muy confidencial conmigo, seguramente debido tanto a mi demostrada admiración cuanto al hecho de que casi toda la gente habÃa comenzado a rehuirlo. Una tarde me dijo que si estuviese seguro de mi discreción y de mi entereza me mostrarÃa algo distinto a lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo considerablemente más perturbador que cualquiera de las piezas que tenÃa en su casa. Ciertas cosas, me confió, no son tolerables para la Newbury Street; aquà estarÃan fuera de lugar y tampoco podrÃan ser concebidas en este lugar. Mi misión consiste en capturar las armonÃas del alma y esto claramente resulta imposible de practicar en una serie de aburridas calles de reciente construcción. Back Bay no es Boston… todavÃa sigue siendo nada porque no ha tenido tiempo suficiente como para compactar recuerdos y poblarse de espÃritus locales. Los fantasmas de aquà son fantasmas domesticados que han olvidado su hogar inicial en un pantano o en una cueva de relativa profundidad. Yo necesito fantasmas humanos, fantasmas de seres lo suficientemente fuertes como para haber resistido una ojeada al infierno y lo suficientemente aptos como para haber vuelto con el significado de lo que habÃan visto. El mejor lugar para que viva un artista, continuó, es el North End. Si fuera coherente y sincero consigo mismo y con su obra, el artista sólo habitarÃa en los barrios pobres, allà donde se acumulan las tradiciones. Esos lugares no sólo han sido construidos; se han desarrollado. En esos lugares han vivido generaciones tras generaciones, han gozado de la vida y han muerto, en épocas en que la gente se atrevÃa a vivir, sentir y morir. ¿TenÃas idea de que en 1632 existÃa un molino en la Copp’s Hill y que la mitad de las actuales calles fueron trazadas en 1650? Puedo mostrarte edificios que se mantienen en pie desde hace más de dos siglos y medio, casas que han soportado cosas que harÃan derrumbarse a los edificios modernos. ¿Qué sabe la gente de hoy en dÃa acerca de la vida y de las fuerzas que las mueven? Hoy le llamas fantasÃas a la brujerÃa de Salem, pero mi retatarabuela bien podrÃa haber usado otras palabras. La colgaron en la Gallow Hill, custodiada por la mirada beata de Cotton Mather. El maldito Mather siempre estaba obsesionado con que alguien lograra fugarse de aquella demonÃaca cárcel de monotonÃa. ¡Lástima que no lo hayan hecho vÃctima de un hechizo o que le hayan chupado toda la sangre durante la noche! Puedo mostrarte uno de los lugares donde vivió, proseguÃa Pickman, y también puedo llevarte a otra casa a la que no se atrevÃa a entrar pese a sus muchas bravatas. ConocÃa cosas que no se animó a escribir en aquel desabrido Magnalia ni en el pueril Maravillas del mundo invisible. A propósito, ¿sabÃas que existió una época en que todo el North End estaba surcado por una red de túneles que permitÃan a ciertas personas el contacto con ciertas casas, con el cementerio y con el mar? Si examinamos diez casas construidas antes de 1700, apuesto a que en ocho de ellas puedo mostrarte algo raro en la bodega. No pasa mes sin que leamos en los periódicos que un grupo de obreros descubrió pasadizos subterráneos que no llevan a ninguna parte. Hace poco se localizó uno en la Henchman Street. HabÃa brujas y la invocación de sus sortilegios, contrabandistas, piratas y lo que del mar recogÃan. Puedo asegurarte que en otras épocas la gente sabÃa cómo vivir y cómo ingeniárselas para dilatar las fronteras de la vida. Por cierto que éste no era el único mundo que un hombre con imaginación y valiente podÃa conocer. Y pensar que hoy, en cambio, las mentes se han aguado tanto que incluso un club de pretendidos artistas se estremece y conmociona si un cuadro traspone los sentimientos que pudo experimentar un feriante de la Beacon Street. Lo único que salva al presente, afirmaba el pintor, es su propia estupidez, porque lo inhabilita para interrogar al pasado. ¿Qué dicen en realidad del North End los mapas, los archivos y las guÃas? Puedo llevarte a treinta o cuarenta callejuelas ubicadas al norte de la Prince Street, cuya existencia no es conocida ni siquiera por diez personas, aparte de los extranjeros que viven en ellas. ¿Y qué saben acerca de su naturaleza esos hombres morenos? Nada, Thurber, porque esos lugares ancestrales están repletos de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes de los vulgares. Y, sin embargo, no hay nadie que sepa comprenderlos o sacarles el provecho necesario. Para decirlo mejor, hay una sola alma capaz… o crees que he estado escudriñando el pasado en vano. Por lo que advierto, me decÃa, te interesa esta clase de cosas. Pues bien, ¿Qué dirÃas si te confiara que tengo otro estudio por esa zona, donde puedo capturar el lóbrego espÃritu de horrores pasados y pintar cosas que jamás habrÃan acudido a mi imaginación en la Newbury Street? Por supuesto que no harÃa esta revelación a los estúpidos menopáusicos del Club… empezando por Reid… el muy maldito… siempre susurrando como si yo fuera una especie de monstruo. Puedes creerme, Thurber, hace ya tiempo que decidà pintar el terror de la vida, de manera análoga a como se pinta su belleza, asà que realicé algunas investigaciones en sitios sobre los que tenÃa motivos para saber que habitaba el terror. Ubiqué un lugar, musitó Pickman, que aparte de mà mismo sólo han visto tres hombres nórdicos vivientes. No se encuentra a mucha distancia del metro pero está a siglos de él en cuanto a espÃritu se refiere. Me decidà a alquilarlo debido al extraño pozo con paredes de ladrillos que hay en la bodega. El edificio está casi en ruinas, por lo que a nadie se le ocurrirÃa ir a vivir allÃ. Me avergonzarÃa confesarte lo que pago por él. He tapiado las ventanas ya que no necesito luz solar para mi tarea. He instalado el taller en la bodega, lugar donde la inspiración se vuelve más intensa, pero también tengo otras habitaciones con muebles en la planta baja. El edificio pertenece a un siciliano y para alquilárselo he usado el nombre de Peters. Si quieres, concluyó Pickman, te llevaré esta noche. Estoy seguro de que los cuadros te gustarán mucho, puesto que en ellos está lo mejor de mÃ. No tendremos que caminar mucho. Siempre voy a pie para no llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Tomaremos el metro en la South Station e iremos hasta la Battery Street. Luego una pequeña caminata y estaremos allÃ. Me comprenderás, Eliot, si te digo que después de semejante arenga habrÃa acompañado a Pickman hasta el mismÃsimo infierno. Tomamos el metro en la South Station y muy cerca de las doce nos encontrábamos en la Battery Street, caminando a lo largo del muelle. A continuación subimos por todo el largo de una desierta callejuela que era la más vieja y la más sucia que habÃa visto en toda mi vida, salpicada por casas de tejados reventados, ventanas astilladas y maltrechas chimeneas a medio desintegrarse, que, sin embargo, aún se erguÃan contra el cielo. Me dio la impresión de que todas las casas que yo veÃa también las habÃa visto Cotton Mather. Al llegar a una esquina mezquinamente iluminada torcimos a la izquierda y tomamos un callejón mucho más estrecho, igualmente silencioso, pero sin luz alguna. De pronto nos detuvimos y Pickman extrajo de entre sus ropas una linterna con la que proyectó un haz de luz contra una puerta prediluviana de madera tan podrida que parecÃa imposible que se tuviera en pie. Pickman la abrió y me invitó a entrar a un desierto vestÃbulo que aún conservaba los rastros de lo que en otros tiempos supo ser un magnÃfico artesonado de roble. Era simple, por supuesto, pero claramente indicativo de la época de Andros, Phipps y la brujerÃa. Luego me hizo franquear una puerta a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me invitó a que me pusiera cómodo, como si estuviera en mi propia casa. Bien sabes, Eliot, que soy lo que se llama un tipo duro; pero debo confesarte que lo que me mostraron las paredes de aquella casa me anudó el alma y las tripas. Eran los cuadros de Pickman —los que no podÃa pintar, ni mucho menos exhibir, en la New bury Street— y… ¡qué decirte! Mejor vamos a tomar otra copa. La necesito. Como comprenderás, es inútil que trate de describirte aquellas telas, porque ¿cómo hacer para describir el más terrible, herético horror, y la más hedionda descomposición moral mediante unas simples pinceladas de color puestas sobre un plano? No se veÃa en esas obras la técnica sofisticada que se advierte en Sidney Sime, ni siquiera los panoramas o la vegetación cósmica que Clark Ashton Smith emplea para suscitar el horror. Los contornos recogÃan por lo general los desdibujados rasgos de antiguos cementerios, bosques tenebrosos, rocas linderas al mar, túneles revestidos de ladrillos, viejas habitaciones ar tesonadas o sencillas criptas de mamposterÃa. El cementerio de la Copp’s Hill, que seguramente no se encontraba muy lejos de donde estábamos, era el escenario predilecto. La locura y la deformidad se cebaban en las figuras de primer plano, puesto que, como sabes, en la pintura de Pickman predomina un satánico retratismo. Las figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas bÃpedos, ostentaban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus ocupaciones… no me pidas precisión. Por lo general se hallaban alimentándose. No te voy a decir en qué consistÃa su alimento. Algunas veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en cuando se disputaban su presa…, o para decirlo mejor, su preciado botÃn. Y, sobre todo, esa maldita expresividad que Pickman sabÃa insuflar a los cegados rostros del macabro botÃn. En algunos cuadros las criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la noche o anidaban en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse con su garganta. Una de las pinturas mostraba a una jaurÃa de aquellas repugnantes criaturas aullando en torno a una bruja empalada en la Gallows Hill, cuya fisonomÃa tenÃa una notable similitud con la de los seres que la rodeaban. Sin embargo no debes creer que lo que me impresionó hasta el vómito fue la temática de aquellos cuadros. No soy un niño y por cierto que he visto cuadros parecidos muchas veces. Fueron los rostros, Eliot, aquellos rostros que parecÃan escapar de la tela movidos por un hálito vital. En este mismo momento podrÃa jurarte que estaban vivos. Dame otro trago, Eliot. Recuerdo una tela llamada «La lección»… ¡Dios mÃo! ¿Te imaginas a un grupo de esos seres agazapado en semicÃrculo en un cementerio entregados a la tarea de enseñar a un niño a alimentarse como ellos? Supongo que se tratarÃa de los términos de un intercambio… Seguramente conoces el viejo mito sobre las terribles sustituciones que practican los seres sobrenaturales, dejando en las cunas a sus propias crÃas y llevándose a los niños que duermen en ellas. Los cuadros de Pickman mostraban qué les ocurre a esos niños robados, cómo se desarrollan… y desde ese instante comencé a advertir una espantosa similitud entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. En lo esencial Pickman se dedicaba a establecer, con todos los grados de morbosidad posibles, un siniestro nexo evolutivo entre lo cabalmente humano y lo envilecidamente inhumano. ¡El origen de los seres caninos eran seres humanos! Me pasó por la mente la incógnita de qué sucederÃa con las crÃas que quedaban en las cunas a modo de trueque, pero un cuadro que de pronto quedó frente a mis ojos me ilustró sobre ese tema. La tela representaba los interiores de una casa puritana, ornada con muebles del siglo XVII, y una reunión familiar en torno al padre, que leÃa las Escrituras. Todos los rostros, a excepción de uno, trasmitÃan integridad y solemnidad; el diverso exhalaba la más repulsiva mofa. Se trataba de un joven, por lo que podÃa inferirse hijo de aquel piadoso padre, aunque su hermandad con los seres infrahumanos era indudable. Era el producto de uno de aquellos trueques… y en un impulso de ironÃa superior, Pickman habÃa conferido a las facciones del joven una estremecedora semejanza con las suyas propias. A todo esto, Pickman habÃa dado luz a una lámpara en la habitación contigua y me invitaba a pasar para enseñarme sus últimos estudios. Aún no habÃa abierto la boca para comunicarle mis impresiones sobre lo que habÃa visto —el terror y la emoción me habÃan dejado mudo—, pero él percibió claramente mi estado anÃmico y, sin duda, éste le halagó. Nuevamente, Eliot, quiero que tengas en cuenta que no soy un payaso capaz de ponerse a gritar frente a cualquier espectáculo que se aparte de lo que llamamos normal. Soy lo bastante mayor como para no dejarme impresionar con facilidad. No obstante, lo que vi en aquella habitación me arrancó un grito y me vi obligado a asirme al marco de la puerta para no caer al piso. La primera de las salas era el reino de una cantidad de vampiros y de brujas poblando el mundo de nuestros antepasados, pero esta habitación se ocupaba del horror que anida en nuestra vida cotidiana. ¡Cómo podÃa Pickman pintar esas cosas! HabÃa un bosquejo llamado «Accidente en el Metro», donde se veÃa una jaurÃa de los seres malignos brotando de una descomunal catacumba por una grieta del suelo y atacando a la multitud que esperaba en la plataforma. Otro mostraba una danza en la Copp’s Hill entre las tumbas, pero en la actualidad. También habÃa varias vistas de sótanos, con monstruos entre saliendo de agujeros y grietas de la mamposterÃa, haciendo siniestros gestos sin dejar de mantenerse agazapados tras barriles o calefactores a la espera de la primera vÃctima que bajara por la escalera. Una repulsiva tela parecÃa centrarse en un vasto sector de las Beacon Hill, con densos ejércitos de mefÃticos monstruos que brotaban de los miles de agujeros que tapizaban el suelo. HabÃa también trabajos con danzas en cementerios actuales, pero lo que más me perturbó fue una escena en una cripta perdida donde una muchedumbre de pequeñas bestias se arremolinaba en torno de otra que, con una conocida guÃa de Boston en sus manos, la leÃa evidentemente en voz alta. Todas las bestias señalaban un mismo pasaje y sus rostros estaban crispados por una risa epiléptica, cuya reverberación casi me pareció oÃr. El tÃtulo de la tela era: «Holmes, Lowell y Longfellow están enterrados en Mount Auburn». Mientras recobraba algo de aplomo y serenidad, en tanto me iba adaptando a aquella segunda habitación diabólica y morbosa, comencé a analizar mi propio estado de ánimo. En primer término, dilucidé que todo aquello me producÃa asco porque evidenciaba la falta de humanidad y la impertérrita crueldad de Pickman. Sin duda debÃa de ser un indeclinable enemigo del género humano para regodearse de aquella manera con la tortura del espÃritu y de la carne, y con la degradación de lo humano. En segundo lugar, toda aquella pintura era aterradora debido a su propia grandeza. El suyo era un arte que persuadÃa: al mirar sus cuadros veÃamos a los demonios en persona y, por supuesto, nos inspiraban miedo. Y lo más curioso de todo era que Pickman pintaba de un modo lineal, sin recurrir a ningún truco o efectismo, sin difuminaciones de la luz o distorsión de lo real: los perfiles eran nÃtidos y los detalles eran lamentablemente definidos. ¡Y qué decirte de los rostros! Lo que se veÃa en los cuadros era algo más que la simple interpretación de un artista; se trataba del propio infierno volcado con la mayor fidelidad que se pueda imaginar. No era posible confundir a Pickman con un imaginativo o con un romántico: su tarea se limitaba a reflejar un mundo terrible que él veÃa cristalinamente. Sólo Dios puede saber dónde habÃa capturado las heréticas formas que se veÃan en los cuadros. Pero fuere cual fuese el origen de sus imágenes, algo era más que evidente: en cuanto a concepción y ejecución, Pickman era un pintor realista y casi cientÃfico. Más adelante bajé tras mi anfitrión al verdadero estudio, que se encontraba en el sótano. Cuando alcanzamos el pie de la escalera húmeda, Pickman concentró el haz de luz de su linterna en un rincón, donde se veÃa un cÃrculo de ladrillos que marcaba evidentemente un pozo de gran dimensión excavado en el piso. Al acercarnos comprobé que el orificio medÃa aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes que tendrÃan un pie de espesor y que sobresalÃan unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo. TenÃa todo el aspecto de tratarse de una de esas sólidas obras del siglo XVII. Según me explicó Pickman, se trataba de un acceso para conectarse con la red de túneles que surcaba las entrañas de la colina y de la que me habÃa hablado antes. Advertà que el pozo estaba cubierto con un sólido disco de madera. Al pensar en los sitios adonde debÃa llevar el pozo, si es que las desatinadas revelaciones de Pickman tenÃan algo de verdad, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. No obstante, seguimos avanzando y a través de una carcomida puerta, mi anfitrión me hizo pasar a una habitación bastante grande, con piso de madera y equipada propiamente como el estudio de un pintor. Una instalación de gas acetileno aportaba la luz necesaria para trabajar allÃ. Los cuadros sin acabar, puestos sobre caballetes o simplemente apoyados contra la pared, producÃan el mismo horror que los que habÃa visto arriba y volvÃan a dar fe de la meticulosidad que caracterizaba al artista. El esbozo de las escenas era muy cuidadoso y las lÃneas de lápiz revelaban el cuidado con que Pickman trataba de conseguir la perspectiva y las proporciones precisas. Era un gran pintor, y puedo seguir diciéndolo ahora, pese a todo lo que sé. Una enorme cámara fotográfica que se hallaba sobre una mesa atrajo mi atención: Pickman me explicó que la empleaba para fotografiar paisajes que luego ingresaban como fondo en sus telas; con este método se ahorraba el tener que cargar con todos sus cacharros de un lado para otro, hasta dar con un paisaje adecuado. SostenÃa que una fotografÃa era tan buena como un paisaje o un modelo real y que por eso recurrÃa a ellas habitualmente. HabÃa algo perturbador en los repulsivos bocetos y en las inacabadas monstruosidades que se agazapaban en todos los rincones del estudio. Pero cuando súbitamente Pickman descubrió una enorme tela colocada sobre un caballete, no pude contener un nuevo grito de horror; el segundo de aquella noche. Sus ecos rodaron en una y otra de las oscuras bóvedas de aquella húmeda y salitrosa bodega y fue grande el esfuerzo que implicó contenerme para no estallar en una histérica carcajada. ¡Mi Dios! Aún hoy no puedo saber hasta qué punto me encontraba frente a una realidad o a una fantasÃa. En el cuadro se veÃa un gigantesco e indescriptible monstruo de ojos llameantes y enrojecidos que sostenÃa con sus afiladas garras a un ser que habÃa sido un hombre, cuya cabeza roÃa con la misma fruición con que un niño mordisquea una golosina. Estaba acuclillado y cuando se lo miraba, surgÃa la atroz sensación de que en cualquier instante podÃa arrojar su presa y saltar en procura de alguna golosina más sólida. Pese a todo, lo que producÃa una sensación de helado terror no era aquel rostro canino de orejas puntiagudas, ni sus ojos embebidos en sangre, ni la nariz deforme, ni sus fauces, de las que chorreaba una baba rosácea. Tampoco eran las garras escamadas, ni la ciertamente repulsiva pelambre que recubrÃa el cuerpo, ni los pies no del todo ungulados, si bien cualquiera de aquellas caracterÃsticas por sà solas podrÃa haber desestabilizado a un hombre impresionable. Lo que golpeaba, Eliot, era la técnica, la maldita, implacable y deshumanizada técnica. Hasta aquella noche no me habÃa sido dado ver sobre una tela el élan vital de una manera tan impiadosamente real. El monstruo estaba entre nosotros —miraba con ferocidad y roÃa, roÃa y miraba con ferocidad— y comprendà que sólo un paréntesis breve en la vigencia de las leyes de la naturaleza habÃa permitido a un hombre pintar una cosa como aquella sin un modelo… y sin haber frecuentado ese mundo infrahumano que ningún mortal que no haya vendido el alma al diablo ha conseguido ver. Adosado desprolijamente a una parte de la tela aún no pintada se veÃa un trozo de papel muy arrugado; en principio pensé que se trataba de una de las fotografÃas que Pickman utilizaba para lograr algún fondo tan espantoso como el motivo central del cuadro. Cuando iba a alisarlo para observarlo más cuidadosamente, Pickman se sobresaltó súbita y violentamente. Noté que desde que mi grito despertó inusitados ecos en la lóbrega bodega, mi anfitrión habÃa evidenciado prestar atención con singular cuidado a posibles ruidos de respuesta. Ahora él también parecÃa ser presa del miedo, aunque a diferencia del que yo experimentaba, en su caso parecÃa más fÃsico que espiritual. Extrajo un revólver del bolsillo y con una seña me recomendó que guardara silencio. Avanzó hacia el interior de la bodega, cerró la puerta y me dejó solo en el estudio. Sentà que la parálisis se apoderaba de mÃ. Aguzando el oÃdo me pareció percibir un sutil sonido en alguna parte, como de alguien deslizándose por el suelo y a continuación muchos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pude determinar. La imagen de ratas enormes acudió a mi conmovida imaginación. Un nuevo ruido consiguió ponerme la carne de gallina: el estrépito de una pesada madera al caer sobre alguna piedra o ladrillo. ¿Madera sobre ladrillo? Esa combinación no me resultaba extraña. Nuevamente se escuchó el ruido, ahora con mayor intensidad, seguido por una vibración como si la madera hubiese caÃdo mucho más lejos que la primera vez. No se habÃan apagado las vibraciones cuando resonaron, uno tras otro, seis disparos de revólver, disparados de un modo especial, como si lo hiciera un domador de leones deseoso de impresionar a su público. Pocos momentos después se abrió la puerta e ingresó Pickman con su arma humeante y maldiciendo a las ratas que pululaban en el viejo pozo. —Sólo el diablo sabe lo que comen allÃ, Thurber —refunfuñó con sarcasmo—, porque esos viejÃsimos túneles comunican con cementerios, cubiles de bruja y con el mar. Tus gritos seguramente las habrán excitado. Después de todo, no hay que quejarse demasiado: agregan un poco de atmósfera y color al ambiente, ¿no crees? De ese modo concluyó la aventura de aquella noche. La promesa de Pickman de mostrarme el lugar se habÃa cumplido acabadamente. Abandonamos aquel laberinto de callejuelas por otra dirección, ya que de pronto me encontré en la muy familiar Charter Street, aunque me sentÃa muy excitado como para identificar el modo en que habÃamos llegado hasta allÃ. Era demasiado tarde como para tomar el metro, asà que regresamos a pie por la Hannover Street. Recuerdo muy bien la caminata. Doblamos en Tremont y luego de subir por Beacon llegamos hasta la esquina de Joy, donde Pickman me abandonó. Desde ese momento no volvà a verlo. ¿Por qué dejé de ver a Pickman? Contén tu impaciencia. Deja que pida otro poco de café. No… no fue por los cuadros que vi en aquel lugar. Aunque por cierto que ellos hubieran sido motivo más que suficiente para que a Pickman le hubiesen prohibido el acceso a nueve de cada diez hogares de Boston. Espero que ahora comprendas la razón de mi fobia a bajar a los túneles del metro o a sótanos. Me aparté de él por algo que encontré a la mañana siguiente en uno de los bolsillos de mi abrigo. SÃ, era el estrujado papel que estaba prendido a la espantosa tela de la bodega, lo que yo habÃa pensado que era una fotografÃa con algún paisaje que Pickman se proponÃa emplear como fondo para el monstruo. Seguramente cuando se produjo el sobresalto súbito de Pickman, me eché inadvertidamente el papel en el bolsillo antes de llegar a mirarlo. Y bien, aquà está el café, Eliot; te aconsejo que lo tomes puro. En efecto, a ese papel se debió mi distanciamiento de Pickman, de Richard Upton Pickman, el artista más notable que haya conocido… y el ser más execrable que haya traspuesto jamás los lÃmites de la vida para abismarse en el mito y la locura. Reid estaba en lo cierto: Pickman no era estrictamente humano. No quieras que te explique o que conjeture sobre aquel papel que quemé. Hay secretos que se remontan a la época de Salem y no olvides que Cotton Mather refiere cosas aún mucho más extrañas. Bien sabes lo endemoniadamente expresivos que eran los cuadros de Pickman y todas las veces que nos preguntamos de dónde habrÃa sacado aquellos rostros. Bueno… debo confesarte que aquél papel no era la fotografÃa de un paisaje para ser empleado como fondo. En la imagen sólo se veÃa al ser monstruoso que estaba pintando en aquella terrible tela. Era el modelo que le habÃa servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografÃa tomada del natural. Era el modelo que le habÃa servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografÃa tomada del natural.
Posted on: Thu, 27 Jun 2013 01:49:20 +0000
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