El miércoles, 25 de septiembre, la Editorial El Conejo y la - TopicsExpress



          

El miércoles, 25 de septiembre, la Editorial El Conejo y la Secretaría de Cultura del Municipio de Quito, nos hicieron un reconocimiento por nuestro trabajo cultural de muchos años en Ecuador, al poeta Antonio Correa Losada y a este servidor. Les comparto, a petición de algunos amigos, mis palabras en ese acto. Un poco largas, lo que espero disculpen. Muchas gracias a quienes nos acompañan esta noche en esta Casa de Cultura, residencia que fue del creador de La Casa de la Cultura, situada en otros ámbitos más amplios pero, por sus dimensiones hospitalarias para las artes y las letras, menos íntimos que éstos, casi familiares. Y muchas gracias a mi buen amigo Abdón Ubidia, mentalizador de este Evento cultural Quito Ciudad de Letras, que acumula ya tres actos de presencia en una ciudad que es, por antonomasia, Ciudad de Cultura. Alguna otra hay con hechos de cultura, claro, pero su esencia es, digamos, más “crematística”, para decirlo con una palabra muy del gusto de un anterior y olvidable gobernante, cuyo irrespetuoso busto recordatorio, por fortuna, yace merecidamente olvidado en algún rincón de cualquier bodega donde, esperemos, enmohezca lentamente. No ofrezco disculpas por esta digresión política porque, como decía el miércoles con más gracia y certeza Paco Ignacio Taibo, la Política está ahí, en la vida diaria. Y gracias a la Secretaría de Cultura del Municipio de Quito por aceptar estas postulaciones, y por acompañarnos también en la presencia de Miguel Mora, otro amigo entrañable. Y gracias al Centro Cultural Benjamín Carrión y a su directora Rossy Rebelo, por acogernos. Y a Raúl Pérez Torres y a Edgar Allan García por sus generosas palabras. Debo decir, sin embargo, que eludiré referirme a este acto con la palabra Homenaje. La asimilo en su casi desmedida trascendencia, a los conceptos celestiales e infernales a los que se refería Borges. Decía el ciego luminoso que: “el cielo y el infierno son excesivos: las pobres acciones del ser humano, no merecen tanto premio ni tanto castigo”. Pasa igual con los Homenajes: pocos los merecen y los pocos que los merecen casi nunca son recordados para rendírselos: mueren vírgenes de ello, por fortuna para ellos. Lo cual, por paradoja, me recuerda una anécdota que referiré porque, como carezco de la gracia natural de ese amigo ya citado, presente en estos hechos culturales, Paco Ignacio Taibo, debo acudir a las gracias ajenas porque las propias no alcanzan a disminuir el peso de solemnidad de estos actos. Se cuenta que, con motivo de un Real homenaje a don Miguel de Unamuno en la España madrileña, no en la bilbaína del pensador y escritor (pensador y escritor, repito, porque ambas cosas es bueno que vayan juntas, aunque a ratos aparezca algún pensador sin letras o un escritor sin pensamientos), don Miguel le agradeció a ese remoto y olvidable Rey de España, cuando le recibía la medalla honorífica, con un: “Gracias Majestad, por este honor tan merecido”. A lo que el anacrónico monarca, algo amoscado, tal vez, le reprochó: “Don Miguel, todos los demás han dicho Honor inmerecido”. A lo que respondió el Maestro de Salamanca: “Y han tenido razón, su Majestad”. No incurriré en esa desmesura. Tanto porque ya no se usan entre nosotros los reyes, cuanto porque estoy muy lejos de la estatura intelectual del sabio bilbaíno. Es apenas para indicar el sacro terror que les tengo a los honores, casi siempre inmerecidos. Me siento más cómodo en la simple llaneza del reconocimiento a lo hecho, que en el evidente exceso del Homenaje, que vendría a colocarme, recordando al Borges ya citado, en una especie de cielo que no merezco y que, por cierto, no apetezco. Creo que mi presencia en esas alturas sería para el Jefe y para los demás huéspedes, muy mala compañía. Y la de ellos para mí, muy aburrida. Pero debo, tal vez, justificar este reconocimiento. Abdón Ubidia ha sido testigo por muchos años, de mis esfuerzos y luchas por hacer algo que tenga cercanías con la cultura. Ese es el ambiente que me agrada. Y no sólo por lo que representa como labor intelectual, que también, sino porque es un medio que suele ser lúdico de apetencias, sabroso de conversaciones indecentes, informativo de quehaceres ajenos y chismografía de costurero y, por cierto, abundoso en líquidos embriagadores y otras aspiraciones. Creo que en Quito es más la Cultura que se hace en bares y cantinas, en Seseribós y Pobres Diablos, en Cafés Libros y Bocas del Lobo, que la que se pretende realizar en espacios motejados de importantes. Y no lo digo para que aquellos sápidos lugares me pongan en la lista de invitados con descuento, aunque no me opondría. Esos avatares culturales que han querido reconocer Abdón, El Conejo y la Secretaría de Cultura del Municipio de Quito, empezaron casi desde mi arribo al país en 1977. Ya en 1980 logré escapar de un gremio depredador de la naturaleza. Yo editaba la revista EL MADERERO para sobrevivir, como hacemos casi todos los que tratamos de no desfallecer en el “crematístico” mercado del trabajo, pero a esos orígenes antiecológicos debo el haber podido tomar pista en el periodismo nacional y aterrizar en otro medio más acorde con mis obsesiones: tratar de hacer gestión y difusión cultural. Dicen que el que sabe, crea, y el que no sabe publica lo que se crea. Eso soy: un absoluto y total inútil para la creación artística, pero un modesto aunque quizá laborioso divulgador de talentos ajenos. Eso hice mucho tiempo en mi país, y durante algunos años en la Revista Diners del Ecuador, elitista por cierto, sin remilgos y muy a propósito, pero que abrió espacios al arte, a la crónica, al análisis del pasado y del presente y, por supuesto, a la literatura ecuatoriana, tan huérfana de difusión. Es que escribir y pintar e incluso pensar, son, como todos sabemos “cosas improductivas”. Vagancia tolerada y mal reconocida por los, eso sí, productores productivos: industriales, comerciantes, financistas, intermediarios, rentistas, emprendedores y especuladores, que quizá no pasen a la historia por esos aportes empresariales, pero son supuestamente los que Crean Riqueza para el desarrollo material de los pueblos, cualquier cosa que eso signifique, pero que siempre se cuenta en billetes. Luego de esos años tratando de hacer cultura desde la revista Diners, en compañía de amigos igualmente adictos a esos avatares improductivos, otras mentes más preclaras pero quizá menos claras, tomaron la posta y mediocrizaron durante algunos años, casi hasta el desgreño, una muy buena publicación hoy por fortuna en manos más prolijas, cuidadosas y solventes. Aquellos ocuparon un espacio que a poco hube de dejar, por una simple razón: nunca he podido ser lo que los gringos llaman un ganador. No peleo espacios. Cuando algo o alguien me desplaza un centímetro, yo me alejo un kilómetro. Creo que mi santa madre, al bautizarme cristianamente como corresponde a un futuro ateo nativo de la rezandera Colombia, no me adscribió apenas a la cofradía católica en inútil búsqueda de mi futura e improbable salvación, sino en el improductivo club de los perdedores, esos que nacemos para soñar mundos de letras y signos y amores imposibles, cuando lo que nos convendría es construir uno de cheques al portador y compañera permanente, mejor si solvente. Sí, soy un perdedor. Creo, de nuevo con Borges, que la derrota tiene una dignidad de la que carece la victoria. Luego, cumplidos mis primeros sesenta años, decidí que, sin abandonar del todo la revista donde mis pretensiones de cronista, que habían construido un espacio a expensas de la generosa confianza, muchas veces fallida por mi índole algo atrabiliaria y volátil, del mentor de la ya historiada y tradicional publicación, pero de la cual ya me sentía relegado por voces más jóvenes o más avisadas y consistentes, era un buen momento para cambiar de objetivos periodísticos sin cambiar de rumbos culturales. Fue en 2002, justo el año de mis sesenta almanaques. Y entonces nació la que es tal vez la razón por la que estoy aquí: La Revista Cultural EL BÚHO. Aleteó por primera vez EL BÚHO en octubre de 2002, con un slogan que quise provocativo pero que más bien, parecería, es ahuyentador: UNA REVISTA PARA LECTORES. Que salió a la calle como suplemento cultural mensual de un diario local, eludiendo damas descobijadas en la Portada, cadáveres sangrantes en la Contraportada, y, en las páginas interiores, sin una sola de nuestras estrellas de la farándula, el espectáculo, el deporte o la política. Mejor dicho, una revista destinada al polvo de las bodegas o a la discreción de las bibliotecas, mas no al público, según el siguiente cuento que les cuento. Una importante librería, hace algunos años, recibía unos cuantos BÚHOS cada tres meses, más o menos. Y empecé a notar que cada 3 meses… me las devolvían. Intactas. Aclaro que no eran Rayuela ni Librimundi ni MrBooks, que sostienen su circulación con eficiencia que agradezco. Así que a la tercera o cuarta vez que me devolvían las revistas, fui a reclamar. De la Administración me enviaron a la bodega, y el Jefe de dicho espacio, un mocetón trigueño, algo retaco pero ancho de hombros, me miró de arriba abajo con desdén, y me dijo sin piedad con acento del Malecón del Salado: “Yo no mando eso a los locales. Sa guevada no la lee nadie: ni una llucha…”. Y eso es lo que sigo haciendo, once años después de ese primer Búho casi desplumado, 32 páginas, defenestrado a los tres meses del diario en el que circulaba, por una razón paradójica que hasta hoy me hace sonreír. De tristeza, claro: Los Contadores de la empresa lo consideraron Catálogo Comercial, que debía pagar por la impresión. No se les ocurrió o si se les ocurrió no lo tuvieron en cuanta por irrelevante, que la edición, producción, corrección, diseño y esfuerzos personales, aparte de la imagen cultural que le daba al diario, tuvieran algún valor… Es que, ya lo sabemos, en el capitalista mundo de los negocios, la Cultura no produce réditos contables. Como no tiene valor de cambio, parecería no tener tampoco valor de uso. Y este ha sido mi periplo cultural por 36 años en Ecuador y, sobre todo, en una ciudad de la cual, cuando decidí salir de Colombia porque otros con uniforme decidieron que me fuera, me enamoré a partir de la fotografía de un damero de casas diseminadas al pie de una montaña que me juré conocer y caminar. Fue de las primeras cosas que hice: subir con mis hijos al Ruco y al Guagua Pichincha. Y aquí sigo: pero a sus pies, porque los años ya no dan para la cima… Finalmente, debo agradecer, en último pero no menos importante lugar, a los amigos intelectuales, artistas, escritores y diseñadores, y por cierto a los pocos auspiciantes que han entendido que la cultura merece difusión, y sin los cuales la aventura de esta sabia ave nocturna no habría sido posible. Y, menos aún, hubiera sostenido el vuelo casi sin desfallecer por más de once años.
Posted on: Sun, 29 Sep 2013 18:10:17 +0000

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