El muerto al hoyo y el vivo al pollo fuente: el heraldo - TopicsExpress



          

El muerto al hoyo y el vivo al pollo fuente: el heraldo Si en todas partes estás, en el agua y en la tierra, en el aire que me encierra y en el incendio voraz; y si a todas partes vas conmigo en el pensamiento, en el soplo de mi aliento y en mi sangre confundida, ¿no serás, Muerte, en mi vida, agua, fuego, polvo y viento? Xavier Villaurrutia, “Décima muerte” En todas las culturas y en todos los tiempos, la muerte ha sido objeto de reflexión, ceremonias y rituales. Es el tránsito más duro e inexplicable para los hombres –con la sola excepción tal vez del nacimiento-, y la separación del mundo de los vivos y el de los muertos requiere minuciosos cuidados y es motivo de rigurosos tabúes. Las religiones se han preguntado e intentado responder acerca del destino de los muertos, y prometen una vida posterior o el retorno a nuestro mundo. El impacto de la muerte sobre los vivos y su actitud ante la pérdida llena miles de libros de psicología, antropología, escatología y demás. Todas las mitologías narran el viaje de los muertos al inframundo y las peripecias que se deben enfrentar allá; sacerdotes, chamanes y héroes son los únicos que logran franquear las fronteras entre ambos mundos. El arte y la muerte. También el arte se ocupa de este tema: teatro, danza, poesía, plástica y artes populares. La muerte y el duelo son tema obligado prácticamente para todos los escritores y poetas. Sobresalen en nuestra literatura “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, poema que Jaime Sabines escribió tras el fallecimiento de su padre, y Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia. Ante el carácter absolutamente misterioso de la muerte, la literatura borda sobre el oscuro fin de toda vanidad, sobre la brevedad e incertidumbre de la vida, sobre nuestro breve tránsito por el mundo, al que sólo llegamos prestados: “Muerte sin fin”, de José Gorostiza, sería el ejemplo moderno más representativo de este tipo de poesía. En las artes plásticas mexicanas sobresalen los retratos mortuorios de la Colonia: las monjas coronadas. Ricamente ataviadas, muestran una muerte plácida. Para las monjas, casadas místicamente con Cristo, la muerte es el momento de celebrar los verdaderos esponsales en la Santa Gloria. También los niños muertos (y bautizados) van directamente al cielo; no sólo hay retratos mortuorios de los “angelitos” sino también fotografías, que hacen las veces de recordatorio para la familia y presentación ante los seres divinos –el duelo aunado a la religión, necesariamente nos hace recordar la resurrección y, sobre todo, a la Virgen María, que no hubo de esperar al fin de los tiempos para ascender con su Hijo. A finales del siglo pasado, a través de las hojas volantes, el grabado sale a las calles y las “calaveras” se convierten en parte de la imaginería popular colectiva. Casi todo el arte posterior acudirá a los iconos –religiosos, tremendistas y caricaturescos- nacidos del taller de Antonio Vanegas Arroyo, que resume y recrea la vida cotidiana durante casi 50 años. Más tarde, tras la Revolución, la muerte adquiere otro cariz en la pintura mural: es símbolo de denuncia, de sacrificio, de entrega a las causas y luchas nacionales. Más adelante la muerte pierde su carácter épico y vuelve a ser sinónimo de desasosiego, obsesión y presencia mórbida en la plástica. La muerte, así vista, suele ser solemne y lúgubre. Imágenes de la muerte. El arte popular se apropia, difunde y reinventa rituales cristianos y paganos de toda índole para llevar a cabo velorios, entierros y tratos diversos con los difuntos (novenas, prácticas para encaminar al finado, “recogida” del altar donde estuvo tendido el cadáver y altares de muertos). Es entonces cuando la muerte y las artes se unen y se ponen al servicio del finado, a quien se extraña, se agasaja y se recuerda. Pero los muertos particulares son bien distintos de la muerte en general. Abundan en todo el país los cuentos populares en los que se intenta –y a veces hasta se logra- engañar a la muerte; o bien ésta apadrina y protege a algún mortal, hace pactos, apuestas y competencias con toda suerte de personajes: son éstos el lado chusco de los relatos sobre aparecidos, almas en pena, fantasmas y difuntos que retornan con encargos, reclamos y avisos. La herencia mexicana prehispánica y la tradición medieval europea se unen para hacer de la imagen pública de la muerte no sólo una figura amenazante, sino también otra con la cual los mexicanos se permiten familiaridades que no han dejado de asombrar a los extranjeros. Aquí, la muerte es tanto lóbrega como carnavalesca; las antiguas formas europeas de relacionarse con la muerte subsisten, se conservan y se incorporan en las tradiciones locales. En las representaciones medievales de las danzas macabras –con la peste europea aún muy fresca en la memoria- la muerte es realmente amenazadora con su reloj de arena, su guadaña, su carreta. Las escenas de ars moriendi, donde el diablo y los ángeles pelean por las almas de los moribundos, fueron rápidamente incorporadas a la iconografía evangelizadora. Pero con el tiempo, y aun antes de que se decretara el carácter metafórico de las llamas del infierno, esa muerte sentenciosa y lúgubre se volvió chocarrera, juguetona y festiva –como la de los carnavales en ultramar. Las reflexiones existenciales comunes al género humano también quitan el sueño a Borola Tacuche, cuando descubre que lleva a la peloneta dentro de sí, y hacen declarar –ambiguamente- a Agustín Lara en una entrevista: “Quiero morirme pronto y lo más tarde que sea posible”. Pero la lucha también tiene un matiz de mera rebatinga. Las “calaveras” –caricatura y verso sarcástico- están llenas de crítica e ironía; dan por muertos a políticos y hombres públicos con el mayor desenfado, desenterrando carroña y denunciando podredumbre. Las representaciones teatrales típicas del Día de Muertos son los Tenorios –bastante calavera, el tal Don Juan. Los osarios, las calacas y los amores de ultratumba de los románticos que se desposan con el ánima en pena son ahora un regalo de dulce, con el nombre del destinatario en la frente, o huesos de masa dulce sobre la parte superior de los panes de muerto. Tenemos calacas de alambre, de cartón, de papel, con mecanismos articulados que las hacen temblar o bailar; ataúdes que se abren con un hilo para dejar que la huesuda muestre el letrero que lleva en las manos extendidas: “Me quité de sufrir”, y procesiones de acólitos con cabeza de garbanzo que caminan al camposanto con vestidos de cartoncillo. El duelo y el recuerdo se empatan con el festín, la preparación de altares, las visitas al panteón, la música, la bebida, las frutas y los juguetes en los primeros días de noviembre. Los muertos regresan para acompañar a los vivos, no para espantarlos ni para acicatearlos. La muerte pasea engalanada de torero o en bicicleta, como en las estampas de José Guadalupe Posada o Manuel Manilla. La muerte lleva la vida más normal que se pueda imaginar –por paradójico que suene-: nace, crece, llora sus penas, contrae nupcias y hasta muere. Las calacas pueden vender, coser y torear; se descoyuntan de risa con los dientes pelones; bañan a sus hijos o juegan futbol como en los dibujos de Francisco Toledo, y predican moralidad como en La portentosa vida de la muerte, libro de fray Joaquín Bolaños con grabados de Francisco Agüera Bustamante. Festividades. gran asombro produce a los extranjeros la fiesta de Todos Santos y de Día de Muertos –como a Sergei Eisenstein en su película ¡Qué viva México! o a Malcolm Lowry en su novela Bajo el volcán-, quienes usan las celebraciones mexicanas para dar rienda suelta a sus propias obsesiones. Los surrealistas declaran que tal convivencia con lo fantástico parece trazada siguiendo manifiestos. Hasta el cansancio se ha dicho que los mexicanos tienen una actitud peculiar ante la muerte. No lo sé, pero al combinar tantos elementos, lo cierto es que antes de que nos llegue la hora, hay que saludar la imagen de la huesuda que toma por asalto las vitrinas de las panaderías –con sus dibujos de yeso- y los interiores de los mercados repletos de colorinches, ricas comidas y entrañables olores. En los altares se vela a los difuntos y se les sahúma, se ponen sus fotos, se les hacen caminos de cempoalxóchitl: pero en este caso tiene un rostro, el de un difunto querido. Ese día se le cumplen sus gustos, se le prepara su comida favorita, se le rodea de frutas y de aromas (que es lo que comen los muertos), y a los más pequeños se les arriman juguetes. Vuelven los difuntos y, en un espacio delimitado y ritualizado, conviven sin contaminarnos, sin caer en la tentación de llevarnos con ellos –aunque todos pasemos a torcernos, tarde o temprano. El muerto al pozo y el vivo al gozo: entre agasajo y comilona, con respeto doméstico e irreverencia pública, las fiestas de muertos parecen una burla de la incertidumbre ante la vida. Pero no nos confundamos: el “puente” de muertos que anuncian en todos los centros vacacionales es bien distinto de la pérdida o el duelo internos. La distancia entre lo trágico y lo cotidiano no se zanja, se hace visible apenas y se sortea con humor. Un serio obituario o un formal velorio están muy lejos de las caricaturas y los esqueletos de juguete. Y si bien es cierto que nadie se muere la víspera, también lo es que a todos nos llegará la hora. [Fuente: arqueología mexicana, Vol. VII, número 40, noviembre-diciembre 1999]
Posted on: Mon, 04 Nov 2013 15:11:00 +0000

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