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El poder de la palabra escrita y la magia de los libros en el antiguo Egipto María José López Grande, Doctora en Prehistoria y Arqueología (Universidad Autónoma de Madrid) Publicado en El Mundo de Sophia 37 A partir de fuentes muy diversas podemos aseverar que en la mentalidad del hombre antiguo del Nilo las palabras, escritas, leídas o recitadas estaban cargadas de poder mágico. Esta constatación nos hace plantearnos algunas cuestiones fundamentales a la hora de estudiar la magia de los libros de los libros del antiguo Egipto, y son las siguientes: ¿cómo entendían la magia los egipcios de la Antigüedad y qué era para ellos aquel concepto? Hemos de tener presente que en el antiguo Egipto, al igual que en otras muchas culturas del pasado e incluso en algunas sociedades contemporáneas en estadios evolutivos de pensamiento distintos al nuestro, no existía o no existe una distinción clara entre los conceptos de magia, medicina y superstición. En esas culturas dichas nociones comparten una misma categoría conceptual en la que todas ellas son necesarias y complementarias aunque independientes. Así, en el antiguo Egipto, cualquier problema concreto, de cualquier naturaleza, ya se tratara de una enfermedad o de un estado emocional dominado por la ansiedad y la perturbación, podría combatirse mediante la ejecución correcta de rituales concretos que se combinarían con prescripciones facultativas precisas y recitaciones de las fórmulas mágicas adecuadas. El proceso conllevaría el uso de objetos determinados, instrumentos rituales, en ocasiones amuletos, que resultaban eficaces frente a la adversidad combatida por su naturaleza mágica, a veces sagrada, vinculada a lo divino. Era preciso, por tanto, utilizar las técnicas mágicas que precisaban de palabras, acciones e ingredientes; entre éstos últimos se encontraban los amuletos. Las fuentes egipcias que nos informan sobre estos aspectos nos dicen que para aquellos hombres antiguos la magia era una fuerza de carácter divino que podía ser invocada para combatir los momentos de crisis. Aquel poder se denominaba en la lengua egipcia “heka” o “hekau” y era una prerrogativa divina pero que podía ser invocada incluso por los hombres. En este sentido los textos resultan claros y explícitos, como puede comprobarse en una de las máximas del texto conocido como “Las enseñanzas para Merikare” (Lichteim, 1975: 97-109), escrito de naturaleza sapiencial en donde un tutor instruido, sabio por su formación y por la experiencia misma de la vida, ofrece a su pupilo, un hombre joven, en su función de educador, recopilaciones de sentencias morales y de carácter práctico que podríamos denominar “Instrucciones para la vida”. El maestro del joven Merikare dice a su alumno acerca de la magia: “Los dioses han creado la magia para los hombres, para que la utilicen como arma contra las adversidades”. (Papiro Leningrando, 111, 6A 139-40. (c.1560 a.C.) (Lichteim, 1975: 106). En ocasiones la magia se personificaba en un concepto divino, el dios llamado Heka o Hekau, que encarnaba el poder mágico del sol y era considerado como uno de los catorce kas de gran astro, y denominado “Gran ka de Ra”. La grafía del teónimo Heka, conocida desde el Reino Antiguo, iba acompañada por el determinativo de divinidad masculina (Gardiner, 1982: 446, A40) y su iconografía, constatada ya en el reinado de Sahure, segundo soberano de la V dinastía (2492-2345 a.C.; Borchardt, 1913: Tav. 20), se corresponde con una figura humana masculina de hombre o de niño, erguida y tocada por un estandarte adornado con una rana; también se conocen imágenes del dios con forma de rana o serpiente (Castel, 2001: 153). En el antiguo Egipto recurrir a la magia significaba invocar la asistencia de los dioses contra cualquier adversidad; practicar la magia suponía, en opinión de F. Lexa (1925 I: 17), desarrollar cierta actividad encaminada a producir un efecto cuya conexión con la acción no podía explicarse subjetivamente por la ley de la casualidad. HEKA Heka, la personificación de la magia y el ente divino homónimo, no era otra cosa que la fuerza creativa, la energía que estaba en la base de todo acto de creación. Según la mitología Heliopolitana Heka, fuerza creativa, magia y dios, había sido creado por el dios primordial o demiurgo en el proceso mismo de la creación (Te Velde, 1969-70: 171-186); Heka era una de las fuerzas utilizadas por el creador para hacer posible la conformación del Universo. Todo acto de magia constituía, por tanto, una continuación del mismo proceso creador (Pinch, 1994: 9-10). En el pensamiento egipcio existía Heka como dios independiente pero, además, todos los otros dioses tenían su “heka”, su propio carácter mágico; dicha prerrogativa formaba parte de ellos, como su cuerpo o su nombre. 2.- LOS MAGOS EGIPCIOS: HOMBRES PODEROSOS DE PALABRA. Junto a la magia oficial, cuyos testimonios aparecen escritos, probablemente existió en el antiguo Egipto una magia popular que ha dejado una huella muy escasa. Esta magia se llevaría a cabo en las aldeas y sus ejecutores serían miembros de familias acreditadas en dicho menester (Pinch, 1994: 60). Es algo que todavía existe en algunos ambientes del Egipto actual, al menos en el ámbito rural. La ejecución de la magia oficial, de la que tenemos mayor información, se basaba en buena medida en la lectura y aplicación de fórmulas recogidas en “libros” (Cerny, 1952). Las fuentes egipcias siempre hacen remontar la procedencia de aquellos escritos al pasado más lejano y la autoría de los mismos suele recaer en Thot, dios presente en el panteón egipcio desde época muy temprana, al menos desde el Periodo Tinita (dinastías I-II, c. 3100-2682 a.C.), considerado el inventor de la escritura, muy relacionada con la magia, pero también del calendario El dios Thot, templo de Abydos. Foto ©Fundación Sophia y de todo lo relacionado con las artes, las ciencias y la intelectualidad. Su templo principal estuvo ubicado en el Medio Egipto, en la localidad de Jmun, “la ciudad de la Ogdoada o de los ochos dioses” llamada en época griega Hermópolis Magna por la identificación de Thot, su divinidad principal, con el dios griego Hermes al que aplicaron el calificativo “Trismegisto”, “tres veces grandes”, probablemente derivado de la traducción de un epíteto egipcio que significaba “siempre grande” (Daumas, 1982: 66). El templo de Thot en Hermópolis Magna contó con una biblioteca que fue famosa en la Antigüedad por la importante recopilación que ella había de escritos de carácter hermético y místico (Baines, Malek, 1986: 126-127). Un relato literario, la bellísima historia del príncipe Naneferkaptah, un lector empedernido y su esposa Ihuret, narrado en el cuento de Setne Jamuas I (Papiro Cairo 30646; Lichteim, 1980: 125-133), advierte que poseer alguno de aquellos libros, ocultos en lugares recónditos y de acceso muy peligroso, y conocer su lectura, algo que no estaba al alcance de cualquiera, era suficiente para acceder al poder de la magia. Pero la práctica de aquel conocimiento -que rayaba el límite de lo que estaba permitido a los humanos- adquirido de forma ilícita conllevaba el consiguiente castigo de los dioses, celosos del poder que confería la sabiduría. Así lo comprobaron en su historia Naneferakaptah, su desdichada familia y Setne Jamuas, que osó arrebatar, a pesar de las advertencias, el libro de Thot a la momia de Naneferkaptah. La consecuencia de su osadía fue la terrible pesadilla de la dama Tabubu, narrada en el mismo papiro (Lichteim, 1980: 133-138). El enorme conocimiento que se atribuía al dios Thot conllevó su reconocimiento como mago y por extensión como uno de los patronos de aquellos que practicaban la magia. Éstos recibieron en el antiguo Egipto diversas denominaciones. Algunos fueron llamados sau, palabra que suele traducirse como “mago”; otros eran conocidos como hekay, “sacerdote del dios Heka” (Faulkner, 1982: 179), hombres considerados poderosos en sus palabras y en sus obras, pertenecientes a las llamadas “Casas de la Vida”, centros de enseñanza vinculados a los templos en donde se formaba a los escribas y se copiaban textos litúrgicos y mágicos. Eran lugares destinados a la conservación y la transmisión del saber en los ámbitos de la religión, el culto, las ciencias sagradas, la astronomía, la cosmografía, la geografía y la medicina (Husson; Valbelle, 1998: 332-333). Tanto los sau como los “sacerdotes del dios Heka” o hekay, realizaban prodigios de los que hay interesantes relatos en la literatura egipcia. Existía además otro grupo de “magos”, los sacerdotes de Sejmet, una de las diosas leonas del panteón egipcio tremendamente poderosa y temida. Era diosa de la guerra con connotaciones tremendamente sanguinarias cuando se encolerizaba. Sejmet provocaba, además, epidemias y dolencias. Sus sacerdotes, considerados magos especializados en medicina, al conocer bien a la diosa podían poner en marcha los medios necesarios para apaciguar a la divinidad consiguiendo con ello que las curaciones fueran efectivas y los afectados recobraran la salud. Todos los magos egipcios ejercían “hekau” o magia, un poder que permitía obtener fines más allá del alcance de la acción y la expresión propias de los hombres corrientes. Este concepto formaba parte del pensamiento de las gentes antiguas del Nilo, de sus sentimientos y de su actitud social y religiosa. Corresponde sin duda a una manifestación conceptual que resulta distante y extraña desde el enfoque de nuestra mentalidad racionalista, pero que hemos de tener presente para comprender de la forma más completa y correcta el valor de la magia y de los objetos cargados de dicho poder, los amuletos entre otros, en la sociedad faraónica. La diosa Sejmet en el templo de Karnak (Luxor). Foto ©Fundación Sophia A pesar de las diferencias en el enfoque mental entre aquellas gentes antiguas y nuestro mundo de las ideas, los datos textuales nos permiten conocer que las nociones egipcias de “magia” y de “mago” no están demasiado lejos de los conceptos que nosotros en nuestra cultura occidental otorgamos a las mismas palabras. Así lo podemos constatar en las copias de ciertos pasajes bíblicos, como el narrado en Los Hechos de los Apóstoles 8,9: “Uno, por nombre Simón, había practicado la magia en la ciudad anteriormente y asombrado al pueblo de Samaría diciendo que él era alguien importante…” En la versión copta de dicho texto (Horner, 1922: 164-165) se emplea para los términos que los especialistas traducen por “practicar la magia” la cadena semántica “r kir” que tendría su equivalencia en el griego mageuw (ser mago, experto en las artes mágicas) y en la expresión latina fuerat magus (Gallorini, 1994: 8). Esta constatación y otros ejemplos en los que el término copto hik, considerado un descendiente léxico del jeroglífico “heka” ha sido utilizado con el mismo significado, “magia”, hacen pensar que el concepto egipcio de “heka” y el occidental de “magia” no están muy distanciados (Ritner, 1993: 14). Acerca de la sabiduría y la magia en el antiguo Egipto encontramos otras interesantes referencias bíblicas. Así, por ejemplo, de nuevo en Los Hechos de los Apóstoles (7, 22) podemos leer: Moisés fue educado en todo tipo de sabiduría egipcia y era poderoso en sus palabras y en sus obras”. Moisés, que de acuerdo al relato bíblico creció en la casa del faraón como hijo de una princesa (Hech 7, 21) fue sin duda educado como correspondía a cualquier niño de la alta sociedad faraónica. Después de aprender durante la niñez más temprana con sus tutores en la escuela de palacio los elementos básicos de la cultura egipcia (Janssen, 1990: 67-90) pasaría, siendo aún un joven, a La Casa de Vida donde recibiría la cuidada y profunda educación que le permitía poseer una gran sabiduría y ser poderoso “en sus palabras y en sus obras”. Esta afirmación ofrecida por el texto bíblico nos lleva de nuevo a la fuerte relación existente en el antiguo Egipto en la magia y la palabra, y en la fuerza de las obras que los hombres sabios son capaces de lograr. Esa fuerza de la acción, que puede limitarse a un gesto, se manifiesta en Moisés cuando extendiendo su mano sobre el Mar Rojo consiguió que las aguas se abrieran dando a su pueblo la posibilidad de huir de los soldados del faraón: “Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahveh retiró el mar mediante un recio viento solano que sopló toda la noche, dejó al mar seco, y las aguas se hendieron” (Ex 14, 21-22). El texto bíblico atribuye la fuerza del gesto de Moisés al dios de los hebreos, Yahveh, como si éste fuera el principio que permitía obtener fines más allá del alcance de la acción y la expresión propias de los hombres corrientes, un concepto muy similar al de Heka en el ámbito faraónico. La similitud de conceptos señalada resulta muy interesante pues, en definitiva, Moisés, “hombre poderoso en sus palabras y en sus obras”, actúa como un “mago egipcio” y mediante su acción consigue un hecho prodigioso gracias a una fuerza sobrehumana que le asiste en su condición de mago. Es también interesante conocer que el hecho extraordinario de abrir las aguas del mar, tiene su correspondencia en uno de los antiguos relatos de la literatura egipcia en donde intervienen el poder de la palabra, la fuerza de la magia y la figura del mago. Nos referimos al relato del mago egipcio llamado Djadjamenej, curioso antropónimo que puede traducirse como “cabezaviva”, nombre que alude sin duda a la sabiduría y capacidad intelectual del mago en cuestión que es calificado en el texto como “sacerdote lector”. El género literario al que se adscribe esta historia de Djadjamenej es el cuento. Se conoce a través del Papiro Westcar (Berlín 3033, 4,17-6,20), interesante documento que reúne cinco relatos de carácter fantástico (Lichteim, 1975: 215-217). La proeza de Djadjamenej consiste en separar las aguas de un enorme lago al que había caído un pasador de pelo, realizado en turquesa con forma de pez, de una joven remera que con otras compañeras paseaban en barca al faraón. La joven, desolada por la pérdida del adorno, no encontraba consuelo en las palabras del rey que le prometía una joya que reemplazara la que se había perdido en el agua. Ella quería su objeto y no otro que lo sustituyera. Esta situación rompía la armonía y diversión con los que el rey de Egipto había conseguido distraerse aquella mañana y alejarse de un indolente letargo que había tenido atrapado su ánimo durante mucho tiempo. El rey recurrió al mago Djadjamenj que para salvar la situación hubo de hacer uso de la magia. Así, el mago, sacerdote lector, pronunció un conjuro sobre la extensión de agua y al punto ésta quedó solidificada. Djadjamenej la dobló entonces por el centro del lago, como si se tratara de una tela, y bajó a pie hasta el fondo seco donde recogió el pasador de turquesa que “estaba sobre un guijarro” y se lo entregó a su dueña. Después Djadjamenej pronunció otra fórmula mágica y todo volvió a su ser natural. Este relato describe un hecho fantástico logrado por la magia que es muy similar en su manifestación extraordinaria, la retirada de las aguas hasta poder acceder a pie al fondo que éstas cubrían, al de la apertura de las aguas en el Mar Rojo protagonizado por Moisés y el pueblo elegido. La condición de magos de Djadjamenej y Moisés queda plenamente atestiguada en los dos relatos, así como la similitud en los conceptos de magia y de mago que emanan del relato egipcio y del texto bíblico, y la percepción similar que para ambos podemos hacer desde el enfoque cultural occidental. Este relato del mago Djadjamenej y los otros cuentos narrados en el Papiro Westcar aluden a fechas muy antiguas; la que hemos recordado en las líneas precedentes tiene lugar en el primer reinado de la IV dinastía (c. 2613 a.C.), en el Reino Antiguo, pero todo el documento se data, por razones epigráficas y paleográficas, en el Segundo Periodo Intermedio (1650-1550 a.C.) si bien las narraciones parecen pertenecer a la XII dinastía, en el Reino Medio (1985-1795 a.C.; Simpson, 2003: 13). Son fechas muy anteriores a la compilación del texto bíblico (Sagrada Biblia, 1975: 1); más antiguas incluso que la tradición del Éxodo hebreo, episodio para el que los especialistas, si acaso han creído en su historicidad, no han podido establecer una datación concreta (García Iglesias, 1988). Todas las propuestas cronológicas sugieren fechas posteriores al Segundo Período Intermedio, pues establecen la masiva emigración o bien en los inicios de la XVIII dinastía coincidiendo con la expulsión de los hicsos (c. 1550 a.C.), hipótesis que ofrece las fechas más próximas entre el Papiro Westcar y el Éxodo bíblico y que conlleva identificar a los asiáticos expulsados de las tierras del Nilo con el colectivo hebreo o, cuando menos, incluir a éste en un colectivo mayor, el de los hiscsos. Otras fechas propuestas son la que corresponde al final del Periodo de Amarna y del reinado de Amenhotep IV (Ajenatón), en un momento avanzado de la XVIII dinastía (c. 1336 a.C.), o bien en época ramésida, durante los reinados de Ramsés II o de su hijo Merenptah (c. 1279-1203 a.C.). Cualquiera de estas opciones, todas posteriores a la fecha establecida para el relato egipcio, parecen sugerir que el texto bíblico encuentra en la magia de Djadjamenej la inspiración para la prodigiosa apertura de las aguas del Mar Rojo, realizada por Moisés. Ambos, Djadjamenej y Moisés, de acuerdo a las tradiciones literarias egipcia y bíblica, eran sin duda magos egipcios, formados en la sabiduría de la antigua civilización de los faraones en la que su condición de “magos” no dista en exceso del concepto de “mago” propio de nuestra cultura occidental; pensemos, por ejemplo en el Mago Merlín. Además de los sacerdotes y hombres sabios formados en la sabiduría de la Casa de la Vida existieron en el antiguo Egipto, según relata su literatura fantástica, hombres extraordinarios entre los más sencillos, los llamados nedjes “pequeños”, lo que en la lengua egipcia quería decir una persona del común, del paisanaje, un “plebeyo” o un “vecino” (Faulkner, 1981: 145). Aquellos hombres extraordinarios a pesar de su extracción social, también gozaban de la condición de magos. Eran dueños de grandes conocimientos y poderes y al igual que los sacerdotes que practicaban la magia realizaban prodigios fabulosos gracias a una fuerza sobrehumana que les asistía y les hacía parecer diferentes a los de su entorno social. Otro de los relatos del Papiro Westcar (Papiro Berlín 3033, 7-9,20) nos narra la singularidad de uno de estos hombres llamado Djedi que había alcanzado los ciento diez años. Era muy sabio, pues conocía el número exacto de las cámaras secretas del santuario de Thot o, al menos, dónde se localizaba el santuario del dios de la sabiduría y la magia, y contaba con un buen número de textos escritos entre sus pertenencias. Djedi comía a diario quinientos panes y medio buey y bebía cien jarras de cerveza, características que le hacían singular entre los suyos. Con su magia, ejecutada mediante el poder de su palabra, era capaz de volver a la vida cualquier animal decapitado volviendo a pegar la cabeza cercenada al cuello y se cuidaba de no practicar estas artes mágicas con los hombres, aunque el mismo rey Keops, el constructor de la gran pirámide, se lo pidiera, pues los dioses no permitían hacer tales cosas con los seres humanos. 3.- LOS ESCRITOS MÁGICOS Y EL DIOS DE LA MAGIA. En la práctica de la magia egipcia es muy destacado el poder de la palabra, utilizada para recitar o leer las fórmulas mágicas. Esta intensa conexión entre la magia y la palabra resulta evidente ya en el hecho de que el dios patrono de los escribas, de los magos y de la ejecución de la magia fuera Thot, considerado en los textos “excelente en magia” además de “señor de los jeroglíficos”, escritura que era entendida a su vez como “las palabras del dios”. El dios Thot, templo de Karnak, Luxor. Foto ©Fundación Sophia El dios Ptha. Réplica de un original de la tumba de tutankhamon. Foto ©Fundación Sophia Pero hay otro dato de sumo interés que manifiesta la fuerte relación existente entre magia y palabra en el antiguo Egipto. Y es que, de acuerdo a las creencias egipcias la magia y la palabra habían protagonizado el nacimiento del Universo. Así queda explicado en el texto conocido como Teología Menfita, una cosmología en la que se describe el orden de la creación del mundo cuando fue generado por el dios Ptah-Ta-Tjenen, concepto que evoca “la tierra emergida” (H. Frankfort, 1983: 51-52). Ptah concibió en su pensamiento que, según las concepciones egipcias residía en su corazón, a los dioses fundamentales del panteón egipcio y éstos llegaron a existir cuando sus nombres fueron pronunciados por la lengua del dios (Donadoni, 1970: 171). En el proceso de creación aparecieron los dioses, uno tras otro, y a través de ellos Ptah desarrolló el universo visible e invisible con todas las criaturas vivientes e inertes además de otros conceptos como la justicia o las artes. En el momento final de la creación Ptah hizo que los dioses creados entraran en sus cuerpos es decir, en sus estatuas, que podían estar realizadas en los distintos materiales surgidos de la tierra: piedras, metales, maderas, etc. Esta fuerza creativa de la palabra explica un fenómeno interesante manifestado en la escritura egipcia, tanto en textos de carácter mágico como en otros de contenido más general, y que podemos denominar “tabú lingüístico”. Dicho fenómeno, que denota sin duda una actitud mental que deriva del miedo, consiste en evitar los sustantivos que aluden a animales peligrosos que son sustituidos por circunloquios que mencionan las cualidades más características de esos seres temidos y que permiten no registrar sus nombres en la escritura (Mayer Modena, 1985: 22). Así, por ejemplo, el cocodrilo es denominado “el que está en el agua” y la serpiente “aquella que se arrastra sobre el vientre”. De esta manera se evitaba que el poder mágico de la palabra, pronunciada o escrita, permitiera la materialización de aquellos peligros concretos. Incluso cuando en la grafía de algunas palabras aparecían signos jeroglíficos que representaban animales potencialmente peligrosos su imagen era, en muchas ocasiones, reproducida de forma defectuosa, discontinua o incompleta, para evitar así que el concepto representado por la figura, ajeno muchas veces al de la palabra de la que el signo en cuestión formaba parte, pudiera resultar nocivo. La fuerza creativa de la palabra explica además la importancia de las fórmulas mágicas, que en Egipto se denominaron “hemet-er” o “hekau”, y de su lectura o recitación, que debía ser perfecta. Los magos pronunciarían los conjuros con la certeza y seguridad que imprimen la sabiduría y el conocimiento. Pero en Egipto existieron ciertos ritualistas capaces de realizar la magia mediante la lectura de las fórmulas mágicas. Estos personajes, ajenos a la condición de mago, eran los Sacerdotes Lectores que no precisaban poseer cualidades especiales, sólo aprender a utilizar las técnicas de la magia: palabras, acciones, instrumentos, ingredientes, etc. María José López Grande Doctora en Prehistoria y Arqueología (Universidad Autónoma de Madrid)
Posted on: Fri, 21 Jun 2013 15:25:45 +0000

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