El primer paso. ¡Todo llega en tu eterno día, Señor! ¡Todo - TopicsExpress



          

El primer paso. ¡Todo llega en tu eterno día, Señor! ¡Todo tiene su plazo fijo para cumplirse! Todas sus horas traen sus distintos acontecimientos; pero el hombre impaciente no está conforme con la marcha lenta de los sucesos, que para existencias de minutos nos parece que deben ser los plazos de segundos. Me dijo Rodolfo: "Dentro de quince días volveré." Y los quince días pasaron, y Rodolfo no venía, y mi corazón apresuraba sus latidos, queriendo con esto apresurar las horas en el reloj de la eternidad. Al fin, una tarde, al salir del cementerio, vi a Rodolfo sentado junto a la fuente de la Salud, mirando fijamente a una joven que llenaba el cántaro de agua. Al verle sentí frío y calor a la vez, porque con una sola ojeada bastó para comprender que una nueva era de dolor empezaba para mí. Me acerqué a Rodolfo y le toqué en el hombro, se volvió, y al verme se coloreó su frente, y me dijo levantándose: -Ya estoy aquí. -Ya era tiempo que vinieras, que demasiado has tardado en comenzar el trabajo más importante de tu vida. Seguimos andando y nos sentamos en un lugar más apartado, y durante el camino observé que Rodolfo miraba de vez en cuando hacia atrás a ver si venía sin duda la niña de la fuente. Diez meses han pasado... Todas las noches le esperaba, rogando a Dios que tuviera misericordia de él, y de mí. Ayer vino, ayer sentí los pasos de su caballo desde muy lejos y corrí con la ligereza de un niño para salir a su encuentro, y al verle, todo mi ser se estremeció. Saltó de su alazán y me dijo: -Padre, habéis hecho bien en salir de vuestro cuarto, dentro de las casas me ahogo y necesito mucho aire para respirar. -¿Dónde quieres ir? -Donde nadie nos oiga, porque tenemos que hablar. -¿Qué haremos del caballo? -Está bien enseñado y aquí me esperará. -Entonces nos iremos detrás del cementerio. -No, no; no quiero nada con los muertos. -Pues vamos a la fuente de la Salud. -Vamos -replicó Rodolfo. Y emprendimos nuestro camino. Todo estaba en calma: los habitantes de la aldea dormían tranquilamente, la luna velaba su sueño, la brisa enmudecía, nada interrumpía el profundo silencio de la noche, la Naturaleza estaba preparada para escuchar la confesión de un hombre. Llegamos a la fuente y nos sentamos sobre las peñas. Miré a Rodolfo y me horrorizó su mirada; se conocía que miraba sin ver, su boca estaba contraída por una amarga sonrisa, su frente plegada por hondas arrugas, su respiración era fatigosa aun cuando habíamos andado pausadamente. -¿Qué tienes? -le pregunté. -¿Que qué tengo? El infierno dentro de mí mismo. -¿Cómo has tardado tanto en venir? -Porque he luchado. Cuando llegué a la Corte estaba decidido a acabar con vos: fui a palacio y al estar delante del rey, no sé qué sentí, no lo puedo explicar, pero al preguntarme aquél: ¿Qué sabes de la historia de Hus?, le contesté: Todo es mentira, señor. La tumba del duque no existe, su cadáver no se sabe dónde está. Y al decir esto parecía que con hierros candentes cauterizaban mi garganta, pero... lo dije y por esta vez estáis salvados. -No esperaba menos de ti. -¡Ah! No creáis que lo he dicho por cariño, ni por temer de cometer un nuevo crimen, sino que noto un cambio extraño en mí. Toda mi vida he deseado vuestra muerte, y ahora, me horroriza la idea que podáis morir. Creo que al faltar vos del mundo me va a faltar todo para vivir. No os quiero, no, pero os necesito. Al oír estas palabras creo que el cielo se abrió para mí, porque veía que aquel alma rebelde necesitaba y quería mi consejo, y esto ya es algo, ya es dar un paso en el camino del progreso. -¿Y qué piensas hacer? -le pregunté con afán-, ¿estás decidido a venir a vivir a tu castillo? -Aún no. Tengo sed de vida, sed de mando, sed de gloria..., pero... desde que subía a la montaña no sé qué demonios pasa por mí, que la hierba seca la veo por todas partes, en todos los parajes siempre la misma visión, y a Berta le sucede lo mismo, y se pasa el día en la capilla rezando, y cuando nos vemos me dice con espanto: -Aquel hombre es un brujo, y se le debe matar porque nos ha hechizado. -Tienes razón -le digo yo, pero al momento retrocedo horrorizado, la cojo de un brazo y le digo con voz amenazadora-: ¡Ay de ti, si aquel hombre desaparece de la Tierra! ¡Ay de ti, si alguien arranca uno de sus cabellos! -Y pienso en vos de una manera que no he pensado nunca, y cuando recibo nuevos desengaños en seguido digo: Irás a contarle lo que te pasa, y no vengo a menudo porque múltiples atenciones ocupan mi vida. Hoy he venido dejándolo todo, a ver si a vuestro lado deja de resonar en mis oídos una maldita carcajada que hace un mes que la escucho y no me deja vivir. Despachando con el rey, en los momentos en que estoy solo en mi cámara, en medio del festín, en todos los lugares donde me encuentro, oigo la carcajada de la pobre loca. -¿De la pobre loca? ¿Quién es esa mujer? ¿Quién es esa desventurada que por ti sin duda perdió la razón? -¿Quién es? Una mujer muy bella, padre: Una mujer que la he amado, que la he deseado, que he soñado mucho tiempo con ella, y que al fin la he odiado con todo mi corazón. Y Rodolfo se quedó pensativo, diciendo al fin: -Hasta aquí me persigue su risa. ¡Risa maldita! Y gracias que ahora la escucho más lejana, apenas se oye. ¿Oís, Padre? -No, yo no oigo nada, pero habla, cuéntame esa nueva historia, por más que al escucharla llore mi corazón. -En pocas palabras está dicho todo. Mi montero mayor tenía una hija que ahora tendría veinte años. De pequeña, cuando me veía, huía espantada, llorando desaforadamente. Era muy bonita. El día que cumplió quince años la encontré por la tarde en mis jardines, y observé que al verme trató de alejarse, entonces la di la orden de que se detuviera y le dije: ¿Por qué huyes?, y ella me contestó temblando: Porque me dais miedo. No supe qué decirle, y Elísea, aprovechando mi silencio, se fue. Un año después, su padre me pidió permiso para casar a su hija. Se lo concedí, y quise honrar su boda con mi presencia. Aquel día a Elísea no le inspiré miedo porque sólo miraba a su joven esposo. Desde aquel día la quise, y deseé que me quisiera ella, pero cuantos esfuerzos hice, todos fueron vanos. Siempre que le hablaba me decía: Ayer me inspirabais miedo y hoy me causáis horror, pero un horror invencible. Y me miraba de un modo que me dejaba helado. Así hemos seguido hasta que mi amor se trocó en odio feroz, y le dije: He esperado mucho tiempo, pero te devolveré día por día las humillaciones que me has hecho sufrir. Y mandé a su marido a llevar unos pliegos de interés, y en el camino se cayó del caballo... para no levantarse más. Acudí al lugar de la ocurrencia y la hice conducir a ella al mismo sitio, salí a su encuentro y le dije: Ven a ver tu obra. Tú me has despreciado durante cinco años, y he estado en mi derecho vengándome de tus desvíos. Ve a encontrar a tu marido. Ella corrió anhelante, y al ver el cadáver de su compañero, se abrazó a él y me miró lanzando una horrible carcajada, y con una fuerza incomprensible para mí, cogió el cadáver por la cabeza, y con la rapidez del rayo, lo arrastró hasta un despeñadero cercano y se lanzó al abismo, sin dejar de reírse con aquella risa que hacía estremecer las montañas. Y los dos cuerpos fueron rodando hasta perderse en el fondo sin que Elísea acabase de morir, porque no cesaba de reírse con aquella risa desgarradora que es necesario oírla para comprender todo el horror que encierra. Y desde entonces aquella risa maldita resuena en mis oídos. Y no puedo vivir, y de noche veo la senda de la montaña con la hierba seca, y rodando por ella contemplo los cadáveres de Elísea y su marido, y ella parece que no se ha muerto, porque de vez en cuando se detiene para lanzar su horrible carcajada. Y yo no puedo vivir así, no puedo, porque me parece que yo también me voy a volver loco. Decidme, padre, ¿qué haré? Y Rodolfo se quedó sumido en profunda meditación. Yo también me quedé mirando al cielo porque me horrorizaba mirar a la tierra, y durante un largo rato permanecimos en silencio. Al fin me levanté, él permaneció sentado, y yo apoyé mi diestra en su hombro y le dije con voz solemne: -¡Rodolfo! ¡Hijo mío! Ha llegado el momento decisivo, es necesario que te decidas a venir junto a mí, es preciso que escuches mi acento de día y de noche, porque si ahora no lo haces, yo no sé lo que será de ti. ¡Eres un monstruo de iniquidad! Has hecho derramar ríos de lágrimas, y esas lágrimas son el agua que tú beberás mañana en la amarga copa del dolor. "¡Tu porvenir es horrible! Tu expiación parece que no tendrá término, pero principio quieren las cosas. Basta ya de crímenes. ¡Vuelve en ti, Rodolfo, vuelve en ti! Prepárate para tu viaje; ven a mi lado y aquí dejará de sonar en tu oído la carcajada de la pobre loca. -Tenéis razón, aquí no la oigo tan cercana -dijo Rodolfo con acento apagado-. A vuestro lado late mi corazón con menos violencia. ¡Misterio extraño! Yo que os he odiado toda mi vida, he de venir a morir junto a vos. -No, yo seré el que moriré junto a ti. -¿Qué decís, padre? ¿Qué decís? Yo no me quiero quedar en el mundo sin vos. Si posible fuera que matando a toda la Humanidad vos pudierais vivir, creo que tendría fuerza bastante para destruir todo lo existente, si con ello conservaba vuestra existencia. No quiero quedarme solo, no quiero. -No temas, Rodolfo, no temas. Yo velaré eternamente por ti. -Después de muerto, ¿qué podréis hacer? -Quizá mucho más que ahora, porque mi espíritu tendrá más lucidez en el espacio que en la tierra, leeré mejor en el fondo de tu alma, me pondré en relación más directa con el ángel de tu guarda. Yo sé, en fin, que he de vivir, y viviendo todos mis afanes serán para ti. Pero ahora ven pronto, te lo repito, no nos queda tiempo que perder. Has de venir pronto, muy pronto, mi vida terrena se acaba y necesito aprovechar mis últimos días para ti. A muchos criminales he conducido a buen camino, y Dios me hará la gracia de que también pueda conducirte a ti. Rodolfo se levantó y me dijo: -Os juro que dentro de quince días me tendréis aquí, y aun cuando me ofrecieran un trono no me separaré de vos. -Así sea. Y pausadamente regresamos a la aldea. El fiel caballo esperaba en el mismo sitio que lo dejamos. Rodolfo saltó sobre él, y me dijo con voz grave: -Lo dicho, dicho está. Dentro de quince días volveré aquí. Y ahora que voy a dejaros, me parece que resuena mucho más cerca aquella maldita carcajada. Y espoleando al caballo, éste se lanzó al galope y huyó como fantástica visión. Nada quedó de él, más que un nuevo recuerdo en mi mente y la pálida sombra de Elísea, que parecía vagar en torno mío. Subí a mi oratorio y me entregué a pensar en aquel desventurado. ¡Qué espíritu, Señor! ¡Qué espíritu! ¡Cuántos siglos tendrá que sufrir! ¡Cuántas existencias penosas le harán padecer indecibles tormentos! No puede ser de otra manera. Yo podré inclinar su alma a la piedad. Yo podré dulcificar su sentimiento. Yo podré hacerle llorar con lágrimas del corazón. Yo le haré rezar con esa oración ardiente que resuena de mundo en mundo, y que repiten alborozados los espíritus de luz. Pero eso no obstante, es necesario saldar las cuentas, es indispensable pagar las deudas. El arrepentimiento predispone al espíritu para pedir fuerzas en las rudas pruebas de la vida. Prepara el ánimo para sufrir resignado los dolores, humilla nuestro orgullo y nos reconocemos culpables y pedimos a Dios misericordia. Todo esto hace el arrepentimiento, pero no basta para conseguir la rehabilitación de nuestra alma que sintamos un momento de dolor indescriptible, que no tienen igual peso en la balanza divina una vida de crímenes y una hora de verdadera contrición. Sería muy cómodo pecar entonces, y Dios debe ser más justo que todo eso. El culpable no puede sonreír hasta que ha sufrido uno por uno los tormentos que ha hecho padecer. El criminal no tiene derecho a ser feliz, y como en la Creación todo es lógico, por eso me asusta el porvenir de los verdaderos criminales. Hay muchos desgraciados que castiga la justicia humana que son en el fondo más ignorantes que culpables, y éstos ante Dios no son responsables, porque el pecado principal consiste en conocer el mal que se hace. Y Rodolfo, desgraciadamente, lo conoce. Sabe bien que abusa de su poder y, ¡ay de los abusadores! ¡Señor, ten misericordia de él y de mí! Yo comprendo que el sol de mi vida llega a su ocaso. Yo conozco que mis fuerzas físicas se acaban. Yo siento que mis ideas se turban, y cuando estoy entre los muertos, me cuesta trabajo salir del cementerio. La Tierra ya reclama mi abatido cuerpo. Mi cabeza se inclina, mis pasos vacilantes atestiguan que llego al fin de mi penosa jornada. Y no quisiera morir sin haberme asegurado que Rodolfo llorará sus crímenes, y consagrará el resto de sus días a practicar obras de misericordia. Yo sé que es muy culpable, Señor, pero para ti nunca se acude tarde. Yo te imploro por él, por ese hijo de mi alma, pues una voz secreta me asegura que alguna vez ha llevado mi nombre ese desheredado de la Tierra. ¡Dame inspiración, Señor! ¡Ilumíname en mis días postreros con la elocuencia de los profetas, con la abnegación de los mártires, con la fe suprema de los redentores, que todos los dones del cielo me hacen falta para salvar a un alma del abismo! Esto te pido, Señor, este es mi único deseo: que Rodolfo venga a mi lado. Que escuche en lontananza la carcajada de la pobre loca, para que se horrorice, para que comience a sentir, para que aprenda a llorar. Quiero ganar horas, momentos, segundos: ¡quiero darle luz, porque está ciego! En ti confío, Señor. Comencé a vivir amándote, y quiero morir practicando el bien en tu nombre. ¡No me abandones, Señor! Déjame terminar mi existencia cumpliendo el deber que me impuse al consagrarme a ti. Extraído del libro "Memoria del Padre German" Por Amalia Domingo Soler.
Posted on: Sat, 24 Aug 2013 16:41:02 +0000

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