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Encontrado en e muro de Nelly Carrizo. Un análisis de la realidad inclusión-exclusión impecable, que debería leer cada tilingo y cada descerebrado antes de cacarear contra la inseguridad.. Hasta que no seamos capaces de visualizar la exclusión como algo asqueroso que se debe erradicar, este tipo de posteos seguirán siendo necesarios. Acá tienen... una forma increíble de explicar lo obvio. ........... Un zapato perdido (o cuando las miradas - saben – mirar) Pablo Gentili •: Laboratorio de Políticas Públicas (LPP) Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ). Ponencia presentada el 20 de septiembre DE 200 en el Paraninfo de la Universidad Aquella mañana decidí salir con Mateo, mi pequeño hijo, a hacer unas compras. Las necesidades familiares eran, como casi siempre, eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y algunas botellas de vino argentino difíciles de encontrar a buen precio en Río de Janeiro. Luego de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su cochecito. Mientras él soñaba con alguna cosa probablemente mágica, percibí que uno de sus zapatos estaba desatado y casi cayendo. Decidí sacárselo para evitar que, en un descuido, se perdiera. Pocos segundos después una elegante señora, me alertó: “cuidado!, su hijo perdió un zapatito”, “Gracias – respondí – pero yo se lo saqué”. Algunos metros más adelante, el portero de un edificio de garage, de sonrisa tímida y palabra corta, movió su cabeza en dirección al pié de Mateo, diciendo en tono grave: “el zapato”. Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento, continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha. Elizabeth, una surfista igualmente preocupada con el destino del zapato de Teo dijo: “o/, mané, tu hijo perdió la sandalia” Erguí el dedo nuevamente y sonreí agradeciendo, ya sin tanto entusiasmo. En el supermercado, los llamados de atención continuaron. La supuesta pérdida del zapato de Mateo no dejaba de generar diferentes muestras de solidaridad y alerta. Llegando a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su habitual histrionismo, gritó despertando al niño: “Mateo! tu papá perdió de nuevo el zapato” El sol tornaba aquella mañana especialmente brillante. La preocupación de las personas con el paradero del zapato de mi hijo, aunque insistente, le brindaba un toque solidario que la hacía más alegre o, al menos, fraternal. Sin embargo, una vez a resguardo de los llamados de atención, comenzó a invadirme una incómoda sensación de malestar. Río de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven de forma no siempre armoniosa. Mi desazón era, quizás, injustificada: ¿qué hace del pié descalzo de un niño de clase media motivo de atención y circunstancial preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos, brutalmente descalzos? ¿Por qué, en una ciudad con decenas de familias viviendo a la intemperie, el pié superficialmente descalzo de Mateo llamaba más la atención que otros pies cuya ausencia de zapatos es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los más elementales derechos humanos a millares de individuos? La pregunta me parecía trivial. Sin embargo, de a poco, fui percibiendo que aquel acontecimiento encerraba algunas de las cuestiones centrales sobre las nuevas (y no tan nuevas) formas de exclusión social y educativa vividas hoy en América Latina. Y esta sensación, lejos de tranquilizarme, me perturbó todavía más. Traté de ordenar, en vano, mis ideas. La posibilidad de reconocer o percibir acontecimientos es una forma de definir los límites siempre arbitrarios entre lo “normal” y lo “anormal”, lo aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido. De allí que, mientras es “anormal” que un niño de clase media ande descalzo, es absolutamente “normal” que centenas de chicos de la calle anden sin zapatos y deambulando por las calles de Copacabana pidiendo limosnas. La “anormalidad” vuelve los acontecimientos visibles, al mismo tiempo en que la “normalidad” suele tener la facultad de ocultarlos. Lo “normal” se vuelve cotidiano. Y la visibilidad de lo cotidiano se desvanece (insensible o indiferente) como producto de su tendencial naturalización. En nuestras sociedades fragmentadas, los efectos de la concentración de riquezas y la ampliación de miserias, se diluyen ante la percepción cotidiana, no sólo como consecuencia de la frivolidad discursiva de los medios de comunicación de masas (con su inagotable capacidad de canalizar lo importante y sacralizar lo trivial), sino también por la propia fuerza que adquiere todo aquello que se torna cotidiano, o sea, “normal”. Expresado sin tantos rodeos, lo que pretendo decir es que, hoy, en nuestras sociedades dualizadas, la exclusión es invisible a los ojos. Ciertamente, la invisibilidad es la marca más visible de los procesos de exclusión en este milenio que comienza. La exclusión y sus efectos están ahí. Son evidencias crueles y brutales que nos enseñan las esquinas, que comentan los diarios, que exhiben las pantallas. Sin embargo, la exclusión parece haber perdido poder para producir espanto e indignación en una buena parte de la sociedad. En los “otros y en nosotros La selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es un pié que perdió el zapato. El otro es un pié que, simplemente, no existe. Nunca existió ni existirá. Uno es el pié de un niño. El otro es el pié de nadie. La exclusión se normaliza y, al hacerlo, se naturaliza. Desaparece como “problema” para volverse sólo un “dato”. Un dato que, en su trivialidad, nos acostumbra a su presencia. Dato que nos produce una indignación tan efímera como lo es el recuerdo de la estadística que informa el porcentaje de individuos que viven por debajo de la “línea de pobreza”. (En Brasil, hoy, casi un tercio de la población, cerca de 50 millones de personas, vive en la indigencia, tiene un ingreso mensual inferior a 32 dólares y no consume el mínimo de calorías diarias recomendada por la Organización Mundial de la Salud. Según datos recientes de la Cepal (2000), en América Latina, existen 220 millones de pobres, más de la mitad de ellos son niños, niñas y jóvenes. Peor aún, más de la mitad del total de niños, niñas y jóvenes existentes en la región son pobres. De tal forma, tener menos de 12 años y no ser pobre, en América Latina, es una cuestión de suerte: casi el 60% de la población en ese grupo de edad, lo es. El mapa de la pobreza latinoamericana contrasta con una brutal concentración de la riqueza que hacen de ésta, la región más injusta del planeta... Datos que, en rigor, a todos le importan, pero que casi nadie recuerda. Datos que a todos indignan, pero que rápido se desvanecen) En nuestras sociedades fragmentadas, los excluidos deben acostumbrarse a la exclusión. Los no excluidos también. Así, la exclusión se desvanece en el silencio de los que la sufren y en de los que la ignoran... o la temen. De cierta forma, debemos al miedo el mérito de recordarnos diariamente la existencia de la exclusión. El miedo a los efectos de la pobreza, de la marginalidad. El miedo a los efectos que produce el hambre, la desesperación o, simplemente, el desencanto. La selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos. Uno es el pie de un niño. El otro es el pié de una amenaza. (La mirada insegura es blanca. El pié de nadie, el que amenaza, negro). Sin embargo, el miedo no nos hace “ver” la exclusión. El miedo sólo nos conduce a temerla. Y el temor es siempre, de una u otra forma, aliado del olvido, del silencio. El miedo “aquí en el Sur” es, casi siempre, un subproducto de la violencia. Una violencia cuya vocación es ocultarse, volverse invisible a los ojos de los que la sufren, o presentarse de forma edulcorada en los discursos de la élite que la produce (Pinheiro, 1998) La selectividad de la mirada desmemoriada es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos, en Río de Janeiro. Uno es el pié de un niño. El otro, es un obstáculo.
Posted on: Sun, 17 Nov 2013 14:44:39 +0000

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