Enigma y gratuidad: el trabajo de Cristián Silva Por Rodrigo - TopicsExpress



          

Enigma y gratuidad: el trabajo de Cristián Silva Por Rodrigo Canala En plena inauguración, de pronto y sin previo aviso, irrumpe el agudo e inconfundible sonido de una gaita. Algo se inicia. El hombre que carga y manipula con hábil destreza el singular instrumento, ingresa por la puerta de acceso al departamento-galería vestido a la vieja usanza: camisa y medias blancas; sombrero, corbata, chaqueta sin mangas y zapatos negros; y la típica falda tartán (kilt): una imagen, de carne y hueso. Su caminar es lento y ceremonioso. Recorre entre los desconcertados y sonrientes espectadores las salas de exhibición de Galería D21, soplando enérgicamente y sin pausa el aparato con forma de corazón que sostiene en su pecho. Largos 15 minutos transcurren durante los que la exposición adquiere una atmósfera entre solemne y surrealista. Minutos después el extraño intruso cesa de hacer sonar su hipnótica melodía, todo se detiene. La recurrencia a “lo escocés” en Silva data, por lo menos, desde 1992 al pintar con látex, esmalte y óleo sobre tela una serie de diseños textiles tartán (Inventario)[1] citando probablemente, entre otros, al constructivismo ruso y al neoplasticismo de Piet Mondrian pero, también, aludiendo al supuesto valor simbólico-social de este diseño que, paradojalmente, transitaría entre la impostada estirpe de cierta aristocracia y su “buen gusto”, y la masiva presencia como vulgar artículo de vestir (frazada) en clases menos acomodadas. Así como la gaita, la presencia de otros instrumentos musicales (batería, maracas, zampoña) en la exposición, ya sea como dibujos o grabados, dan cuenta del interés del artista por la sonoridad, como si la visualidad —si bien se trata de imágenes— no le fuese suficiente para expresar, al parecer, asuntos cuya materialidad excede las virtudes del ojo o, quizás y sencillamente, porque la música es uno de sus hobbies (Silva es, también, “DJ guatero”); la suya es una obra entonces, además de musical, autobiográfica y cuyos códigos no siempre son interpretables. Diurna y nocturna Agua y gas en todos los pisos, título de la exposición, es fiel reflejo de la fresca gratuidad con que Silva trabaja y, a la vez, título homónimo de una obra (Ready-made)[2] de otro “gran jugador”, Marcel Duchamp (1887-1968), a la que rinde homenaje. Compuesta principalmente de dibujos, murales, varios objetos, un par de pinturas, algunos grabados, fotografías y videos, la muestra invita a divagar, como el gaitero, por entre la variabilidad técnica y temática de trabajos que cubren, uno tras otro, los muros de la galería. Sin ficha técnica alguna que las individualice, cada obra converge y diverge con otra, se agrupa con o separa de otras, pero todas conforman en su proximidad y/o lejanía una sola unidad, una “obra total”. La diversidad de medios, tanto material como iconográfica, hace del “paseo” por las salas una experiencia donde placer y sorpresa —tan ausente en cierto arte de hoy—, seducen al espectador a jugar un juego de acertijos, de signos enigmáticos y, por qué no, arbitrarios en su ocupación del espacio (como la decoración de un departamento piloto) y que, como en una feria de cachureos, se tocan, cruzan y superponen ambicionando una totalidad disímil donde todo, o casi todo, tiene cabida. Este ímpetu abarcador y plural es comparable, a mi juicio, con la “antipoesía parriana” de la que el propio Nicanor Parra comenta: “(…) la poesía debe ser una expresión integral del hombre. (…) se propone expresar la totalidad del ser humano, tanto del día como de la noche. Una poesía diurna, pero simultáneamente nocturna”[3]. El arte de Silva trabaja día y noche, a veces con los ojos abiertos; otras, cerrados. De distinta data (1994-2013), las obras que invaden D21 tienen como propósito despistar al visitante: nada de guías, solo chispazos entrecortados que susurran mensajes escurridizos y fugaces, como agua y gas. Lo líquido y gravitante se encuentra con lo gaseoso y aéreo, formando parejas dispares que engendran imágenes —parafraseando al artista— “en suspensión”: mundano/sublime, impuro/inmaculado, vulgar/excelso, violento/ornamental; nada se decide, todo se confunde en una permanente pugna. Dibujos murales en carboncillo de coronas de ramas, una máquina a gasolina que produce astillas o “chips” de madera (chipeadora), una gigantografía adherida al muro con la imagen de una cascada (¿Étant donnés?)[4], un grupo de libros comprimidos por una prensa, un enigmático poliedro de madera atravesado por un sable, dibujos varios enmarcados con toda clase de molduras, una máquina de escribir con plumas de pavo real montada al muro, dos maceteros blancos y elegantosos con perejil y cilantro cada uno; todo esto ejecutado impecable y precariamente, optimizando la escasez de recursos de la que se dispone. En el catálogo “Vida social” (Galería Gabriela Mistral, 1998), Eugenio Dittborn, otro artista de la restricción, escribe: “El arte de Silva es un sistema económico regido por un patrón de plumavit.”[5] Olor a verde Primero alumno, luego ayudante de Eduardo Vilches (promotor de la teoría del color impartida por Josef Albers en los años 50) en el curso de color, posteriormente profesor del mismo curso, Silva, al parecer, se verá fuertemente influenciado por dicho taller, adoptando muy tempranamente en su obra el color verde como emblema distintivo (otros de su generación, como Mario Navarro, lo acompañarán con su complemento: el rojo). Como profesor del taller de color, pintura y otros[6], en distintas escuelas de arte, posiblemente continúe con este legado, enseñando a sus alumnos el léxico de las artes plásticas, pero no solo eso, también las implicancias políticas de éstas en la sociedad. Silva es de los artistas, como otros tantos, que conciben el rol político del arte no en tanto denunciante de una contingencia sino que, más bien, como medio y fin en sí mismo, como un acto de libertad (“[...] el sentido de la política es la libertad”)[7], y la opción por este color, es sin lugar a dudas una manifestación de esa voluntad. En el verde convergen, como en la ortogonal de la cruz (y el tartán), la mezcla del color más circunspecto (azul) y del más expansivo (amarillo), de la vertical absoluta y la horizontal más rasante, cuestión que, para Silva, tendría connotaciones sociales y políticas. Frecuente, quien sabe por qué, en instituciones públicas (de Chile) como hospitales y escuelas y, evidentemente, en Carabineros, el verde sería el color corporativo del servicio público. Incluso en la sala de sesiones del Congreso una enorme superficie cuadrilátera de cobre oxidado (verdoso) hace de telón de fondo de tal escenario; en nuestro inconsciente colectivo habitaría el verde. El paso del tiempo y, por consiguiente, el inevitable desgaste, también serían cómplices de este color. La vejez y el fallecimiento se teñirían de un gris-verdoso (pasadas 24 horas el cadáver adquiere este tinte producto de su putrefacción); el color del defecto y la falla, el olor de la muerte. Por otra parte (su contraparte), la clorofila posibilitaría la fotosíntesis en las plantas y así la vida humana. Agua y gas en todos los pisos huele a verde, a esplendor y decadencia. Fatigado y saturado, el ojo del espectador busca respiro en algún rincón, en alguna esquina blanca y despejada. Repentinamente todo se enrojece y arde, las obras, como una muchedumbre que festeja y/o protesta irradian un desquiciado calor producto de la insistencia y perseverancia del artista pero, sobre todo, debido a su libertad y compromiso. Santiago de Chile, agosto de 2013.
Posted on: Tue, 20 Aug 2013 15:16:19 +0000

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