Estuve a punto de contar esta historia en numerosas oportunidades, - TopicsExpress



          

Estuve a punto de contar esta historia en numerosas oportunidades, seguro de que ya había llegado el momento de decir toda la verdad sobre Francisco Javier Vargas. La estela de su leyenda, sin embargo, se extendió de tal manera que dudo que alguien estuviera dispuesto a aceptar una revelación tan terrible como la que estoy dispuesto a realizar. La gente acepta sin esfuerzo la mentira que se ajusta a sus deseos, pero rechaza la verdad incómoda. De todas formas, Alvárez murió hace un par de años, Pereyra se encuentra gravemente afectado por el Alzheimer, y a mí no deben quedarme demasiados días de este lado de la tierra. Y sería una injusticia que los tres no obtengamos el crédito debido, por una historia tan real como la vida misma. La División de Protocolización y Archivo tenía, esencialmente, dos actividades: sellar papeles y guardarlos en cajas. Pereyra sellaba papeles, Álvarez los guardaba en cajas y yo los supervisaba. Nuestra oficina era sumamente tranquila. Incluso, para ser más justo con la descripción, y a riesgo de usar un término inusual, podría decir que era vegetativa. Allí los expedientes venían a morir, únicamente. Nada era urgente, nada era indispensable, éramos como el apéndice del Ministerio, nadie sabía que hacíamos y todo lo demás podía funcionar sin nosotros. Ocasionalmente alguien requería el desarchivo de un expediente, lo que nos implicaba un esfuerzo ciclópeo, titánico. Pero habitualmente, nuestro mayor sacrificio era cumplir el horario de trabajo. Debo reconocer que no llevábamos a cabo un trabajo demasiado sacrificado, y que mis ocupaciones se reducían, en la práctica, a cebar mate a mis compañeros. De todos modos, la división de tareas era tan perfecta y armónica, que la mínima modificación ocasionaba problemas descomunales. Ello, sumado a nuestra virtual invisibilidad para el resto de las oficinas, nos inspiraría una idea que, con el paso de losaños, excedería en mucho nuestras previsiones más fantásticas. Fue una mañana de invierno, cuando nos encontrábamos buscando un expediente del que se había solicitado el desarchivo. Al cabo de casi veinte minutos de exhaustiva búsqueda, Pereyra sugirió que remitiéramos un informe de pérdida de expediente. -¿Ustedes se dieron cuenta de que sería el quinto informe de pérdida de este año?-preguntó Álvarez. No había preocupación en su tono. Simplemente lo señaló como un dato estadístico. -No pasa nada, se perdió y se perdió, punto. Si en definitiva nunca pasa nada con estas cosas-rezongó Pereyra. Si tengo que precisar el momento del nacimiento de Vargas, creo que fue ese. Fue una revelación, las palabras de mi compañero me hicieron reparar por primera vez en que casi nadie sufría consecuencias por sus faltas cometidas en la administración pública. Es cierto que a veces se iniciaba un sumario, pero esos expedientes casi siempre terminaban perdidos en el laberinto burocrático de centenares de oficinas. En contadas ocasiones alguien se quedaba sin trabajo, pero usualmente esta circunstancia era el resultado de diferencias políticas antes que del debido funcionamiento del circuito administrativo. Incluso en aquellos años, con los militares en el poder y toda su mano dura, la realidad es que solo se castigaba a la gente de izquierda, trabajaran o no. Entonces, como digo, surgió Vargas. Creo que incluso todas sus aristas, cualidades y experiencias también aparecieron en ese momento, aunque fueran descubiertas después. Sé exactamente, además,como mi mente fue capaz de llegar a esta idea: lo que dijo Pereyra me hizo recordar al caso de Ramón de las Mercedes Fontana, empleado que había muerto pocos años después de que yo empezara a trabajar en el Ministerio. Fontana, durante los últimos años, prácticamente no había pisado su lugar de trabajo. Cuando no estaba con licencia por motivos de salud, lo hacía por atención de un familiar,o por actividades deportivas. En otras oportunidades se encontraba de comisión, apostado en dependencias del interior de la provincia en las cuales su presencia era en verdad incomprobable. Tenía un conocimiento exhaustivo de todos los artilugios legales que le posibilitaban ausentarse de su lugar detrabajo. Y el resto de los días simplemente faltaba. Jamás sufrió ningún tipo de sanciones por estas cuestiones, y no miento al decir que la mayoría de lagente ni siquiera lo conocía. Muy de vez en cuando, aparecía por el Ministerio,para desaparecer al día siguiente bajo un nuevo pretexto. Fontana era poco menos que un fantasma, y sin embargo, cuando su muerte efectivamente lo transformó en tal cosa, decenas de empleados que apenas lo conocíamos acudimos a su velorio, presos de la tristeza y el desconsuelo. Pocos días después expuse a mis compañeros el plan que acababa de pergeñar. La creación de la mentira más sólida, efectiva y detallada que haya sido diseñada en una oficina pública. Inventaríamos una persona, con toda su biografía, cualidades, defectos, con sus manías y particularidades, que nos ayudaría, nos serviría de chivo expiatorio,y lo principal: nos haría ganar un sueldo más. Crearíamos un empleado público. No fue difícil convencer a mis compañeros de que lleváramos adelante el plan. Poco tiempo después de que les hablara de crear a una persona, trabajábamos concienzudamente en la delineación de cada uno de los aspectos de su existencia. El objetivo era tan ambicioso que no podíamos permitirnos ningún tipo de incoherencia o desajuste acerca de su persona. Acordamos que nadie sabría de la existencia de Vargas hasta que no estuviera perfectamente diseñado, hasta en el más mínimo detalle.Al cabo de tres meses de trabajo, nuestro nuevo compañero estaba listo para ocupar su lugar en el Ministerio. Solo faltaban dos detalles: el rostro y el nombre. La elección no podía recaer en un catamarqueño, lógicamente. En una ciudad pequeña como la nuestra, en poco tiempo alguien vería el rostro del nuevo empleado y le daría su nombre verdadero. Pereyra, entonces, sugirió a un primo suyo que parecía ideal para el papel: Antonio Ferragutti, oriundo de Alta Gracia, plomero matriculado de día y actor amateur de teatro de noche. Un rostro fácilmente olvidable, una mora lflexible, ningún vínculo de importancia con nuestra ciudad. Nos reunimos con él una tarde de Febrero, y creímos encontrar la persona ideal para el papel. Aquél día advertí un brillo intrigante en sus ojos, y lo atribuí a la emoción de encarnar a un personaje tan realista. Pero me equivoqué, y años después me arrepentiría de aquel error. En Septiembre de 1980, mi sobrino Roberto, que trabajaba en el cementerio municipal, me pasó el dato que yo estaba esperando: el cadáver de un hombre llamado Francisco Javier Vargas, de veintisiete años de edad, había sido enviado al cementerio, y nadie había reclamado sus restos ni su documentación. Mi sobrino incineró todas las pertenencias del señor Vargas, pero a cambio de una módica suma de dinero, me hizo entrega de su documento nacional de identidad, sin hacer preguntas. Al año siguiente Roberto tuvo que exiliarse junto a su novia porque los dos sabían leer de corrido, y eso, para la Junta Militar, equivalía a tendencias ideológicas subversivas. Pero esa es otra historia En Agosto del 81, los militares decidieron incorporar a algunos de sus parientes y amigos al Ministerio, y nosotros decidimos mezclar a Vargas en esa lista. Pienso que el entusiasmo por nuestra criatura nos llevó a despreciar el riesgo de engañar al gobierno de facto, aunque bien sabíamos que no eran, en absoluto, personas demasiado despiertas, y que en verdad si alguien no era de hacer preguntas y pensar más de cinco minutos al día no corría demasiado peligro, por lo cual lo único que debíamos hacer era otorgarle a Vargas un leve tinte fascista y perfil bajo. Además, una vez mezclado en la lista, nadie objetaría su presencia. Tres meses después, una combinación de suerte, contactos y desidia administrativa culminó con Vargas siendo designado en la oficina de Protocolización y Archivo. Hasta el momento en que Ferragutti firmó el contrato, yo estaba convencido de que la farsa se iba a descubrir, de que todo ese delirio culminaría con los tres en la cárcel, en el mejor de los casos. Los días previos a la firma del contrato, estuve meditando permanentemente sobre la posibilidad de informar del engaño al Ministro y rogarle piedad, pero en definitiva sabía que no había retorno. De todos modos, lo que verdaderamente impidió que diera marcha atrás con el plan fue la ilusión de Pereyra y Álvarez. Cuando veía sus rostros creía que el dinero no era el motivo por el que se habían metido en esto, sino que lo hacían por la oportunidad de contar una historia extraordinaria y lograr que todos la creyeran. Al menos sé que yo lo había hecho por esa razón. El primer mes no fue fácil. Los empleados nuevos eran el comentario general en el Ministerio, así que la ausencia de Vargas habría resultado llamativa, cuanto menos. Por tal motivo tuve que alojar a Ferragutti en mi casa durante ese mes, al ser yo el único soltero en aquel tiempo. En ese momento empecé a tomar conciencia de que habíamos creado un monstruo. Por las noches, luego del segundo vaso de vino, Ferragutti divagaba entre incontables arcos argumentales para su personaje estrella. En una misma noche, la biografía de Vargas contenía una viudez temprana, un oscuro pasado en la mafia siciliana o habilidades extraordinarias en el arte de la rabdomancia. Yo procuraba atenuar su entusiasmo sugiriendo que debíamos ceñirnos al guión durante un tiempo, antes de comenzar a desarrollar el personaje. Le decía que en cuanto el riesgo de ser descubiertos disminuyera podíamos dar rienda suelta a la imaginación. Durante esas charlas empecé apensar que tampoco Ferragutti había participado por el dinero –el cual, además, dividido en cuatro no valía de ninguna manera la pena-, sino por el enorme desafío que debía representar para un actor una caracterización que debía ser perfectamente creíble. Lo más cerca de la la realidad que la ficción podía llegar. Al cabo del primer mes Ferragutti volvió a Alta Gracia, y la actividad de Vargas disminuyó notablemente. Las pocas ocasiones en las que nos consultaban por él, dábamos respuestas vagas o nos limitábamos a manifestar que estaba en la oficina. Un par de meses después regresó por una semana, y luego lo enviamos al ostracismo nuevamente. En definitiva, hasta el regreso de la democracia, Vargas mantuvo un perfil discreto, aunque tuvimos que cortar sus alas en más de una ocasión. No pudimos, sin embargo, evitar que contara terribles historias acerca de su estadía de tres semanas en Malvinas, lo que le dio mal ganada fama de veterano de guerra. Su investigación para este giro del personaje se demostró equivocada, al aceptar la versión oficial y volver de las islas con más kilos que cuando se había marchado. Pero al margen de su traumática experiencia en el ejército, hasta el 83 su vida se mantuvo pacífica y monótona. Y entonces llegó la democracia, y Vargas, al igual que todos los argentinos, sintió nuevamente sus cabellos despeinados por el vientecillo de la libertad. En Octubre del 83 le prestó el encendedor a Herminio Iglesias para quemar el ataúd de la UCR, y sufrió al ver como Alfonsín se convertía en el primer presidente luego del regreso de la democracia. Si bien la decisión de ubicarse en el lado derrotado de la historia nacional era encomiable, vale aclarar que a nivel local no dudó en subirse al carro del triunfo, asegurando su pertenencia al círculo más íntimo de los Saadi. En aquel momento ganó bastante notoriedad, al punto de que su filiación peronista de pura cepa lo ubicó entre los candidatos a la Dirección del Departamento Despacho del Ministerio. A raíz de esta circunstancia nos vimos obligados a exigirle su retiro de la vida pública por los siguientes meses, lo cual aceptó a regañadientes. Durante las pocas semanas de 1984 que deambuló por la oficina, se limitó a recordar nostálgicamente los recitales de Queen de 1981, a los cuales lógicamente no había asistido. Su mentira estuvo a punto de ser descubierta cuando dijo que Keith Richards estuvo increíble, pero afortunadamente nadie advirtió el error. El 85 lo pasó prácticamente sin pisar el Ministerio, entre licencias por motivos de salud y presencias ficticias. Pero el 86 fue un año ajetreado: estuvo en el Azteca en el momento en que Diego hizo sus dos goles, los que gritó con alma y vida, más todavía por su condición de veterano de guerra y vibró con el recital de Soda Stereo en el Polideportivo de nuestra ciudad ; al año siguiente estuvo presente en la plaza de Mayo cuando Alfonsín anunció el final del levantamiento carapintada–“yo soy peronista de pura cepa, ojo, pero hay que sacarse el sombrero ante el tipo”, aclaraba permanentemente-; . En 1989 logra milagrosamente salir ileso del incendio en New Face (sus investigaciones siempre eran deficientes: la discoteca estaba cerrada al momento del siniestro), y en 1991, cuando la ciudad se quedó sin luz durante algunos días, se hizo ver por el Ministerio permanentemente alegando que Catamarca nos necesitaba más que nunca (en rigor de verdad, tengo que reconocer que el Departamento de Protocolización y Archivo jamás fue necesario, y menos en aquellos días). La vida de Vargas, y en consecuencia la de todos nosotros, se pareció siempre al acto de un equilibrista, caminando por una cuerda sobre el abismo. Nunca pudimos relajarnos, jamás pudimos disfrutar con tranquilidad de nuestra creación. Permanentemente debíamos compensar con realismo las dosis de fantasía de nuestro protagonista, justificar sus ausencias y planear con antelación cada uno de sus movimientos. Ferragutti, además, daba rienda suelta a su imaginación, alegando que no interpretaría a un personaje mundano y ordinario, que no representara desafío actoral alguno. Pero para entonces yo sabía que no se trataba simplemente de sus aspiraciones artísticas. Como dijo Henry David Thoreau, “la mayoría de los hombres llevan vidas de callada desesperación y se llevan su canción a la tumba”. En Alta Gracia, la vida de Ferragutti consistía en una sucesión interminable de cañerías por destapar interrumpidas por obras de teatro amateur. En Catamarca, en cambio, podía ser lo que quisiera: héroe de guerra, peronista perseguido, e, incluso, exorcista ocasional. No importaba que nada de esto fuera real: una simulación perfecta difumina los bordes de la realidad hasta que prácticamente la división no existe. El diez de Septiembre de 1990, el día en que el cadáver de María Soledad Morales fue encontrado en las afueras de la ciudad, significó el inicio del fin para Vargas. No me detendré en los detalles de tan terrible crimen, dado que esa es otra historia. Durante aquellos años, los integrantes del Departamento de Protocolización y Archivo (los reales, al menos) vivimos momentos de tensión insoportables, mientras Ferragutti paseaba sus delirios de grandeza por toda la ciudad. Mirando hacia atrás, me doy cuentade que no podía culparlo por hacerlo. Era su momento: los ojos de todo el país se centraban en nuestra provincia, y Ferragutti tenía la oportunidad de trascender las fronteras con un personaje inolvidable, capaz de transformar la historia catamarqueña, incluso argentina en general. Como nunca, comenzó a pasar largos períodos en la ciudad. Desgraciadamente, su compromiso interpretativo no llegaba al punto de hacer trabajar de verdad a Vargas, por lo que su aporte a la oficina era únicamente simbólico. Pasaba sus mañanas recorriendo la Casa de Gobierno y otras dependencias provinciales con carpetas entre manos (contenían revistas Semanario viejas, en su mayoría), atento a cualquier rumor sobre el caso Morales que le permitiera aducir conocimiento del tema. Por las tardes solía tomar un café en los bares al frente de la plaza 25 de Mayo, conversando concualquier transeúnte, afirmando conocimientos cruciales sobre el crimen. No era una mala táctica: la investigación era tan burda y paródica que llamaban a cualquiera que pudiera agregar confusión al asunto; todo tipo de personajes pintorescos (por llamarlos de alguna manera piadosa) ventilaron numerosas versiones que iban desde la habitual teoría conspirativa al absurdo más grosero, y Vargas no quería ser la excepción. Con la intervención federal, cabe decirlo, no tuvimos demasiados problemas, a pesar de que nuestra estrella invitada insistía en informarle a quien quisiera oírlo que conocía a Luis Prol desde sus días de compañeros en la Facultad de Derecho. Lo llamaba Lucho, explicando que así le decían los amigos. Con la llegada del Frente Cívico, por suerte, jugó un papel discreto alegando que dada su condición de peronista a ultranza, debía permanecer fuera de la vista de las autoridades. Vale decir que no lo hizo por temor a que la farsa se descubriera o para tranquilizarnos, sino por una cuestión de coherencia con la historia de Vargas. Sin embargo, no actuó de igual manera con respecto al caso María Soledad, negándose rotundamente a renunciar a su gran oportunidad, y mantuvo sus esperanzas de entrar en la causa por la puerta grande en algún momento. Participó de numerosas marchas del silencio, seguro de que conseguiría su objetivo. De un par lo echaron por hablar. Los años pasaron con altibajos, momentos de mayor tensión que otros. Y por fin, una mañana de 1996 llegó a la oficina enarbolando una cédula judicial, y había en su rostro un gesto triunfal que nos hizo temer lo peor, lo cual en efecto sucedió. Había sido citado a declarar como testigo, en el marco del debate oral que se llevaría a cabo por el crimen de la chica, y que sería televisado a nivel nacional. Era, sin lugar a dudas, la oportunidad de una vida. Las siguientes semanas nos encontraron implorándole a Ferragutti que Vargas ni asomara por tribunales, pero todos nuestros ruegos eran en vano. Cuando la estrategia de apelar a su piedad falló, viramos radicalmente y decidimos amenazarlo con develar toda la farsa. Pero esta táctica también estaba destinada al fracaso, porque era obvio que revelar todo el asunto implicaba nuestro propio fin. El día se acercaba y sufríamos como condenados pensando en el momento en el que Vargas se sentara frente a los jueces. De todas formas, quien se llevaba la peor parte era yo, que todos los días lo veía sentado frente a la televisión observando el proceso, emocionado ensayando su testimonio. Su historia consistía básicamente en una sucesión de incoherencias, que se hacía eco de todas las versiones que habían circulado sobre el crimen y el gobierno saadista. De alguna manera, lograba ubicarse en cada uno de los lugares de importancia para el crimen o el encubrimiento posterior, y conocer a la práctica totalidad de los implicados, por débiles que fueran sus vínculos con el caso. A una semana de la fecha prevista para su testimonio, en la oficina estábamos directamente aterrorizados. A poco que se escarbara en la figura de Vargas quedaríamos al descubierto. Pereyra, olvidando todo afecto familiar, sugirió con terrorífica seriedad que asesináramos a Ferragutti, y yo me sorprendí descartando la idea por su complejidad antes que por cualquier reproche moral. Álvarez, más razonable, planteó la posibilidad de una golpiza seguida de privación de libertad, y creo que habríamos puesto en práctica su plan si la providencia no nos hubiera ayudado. Dos días antes de la audiencia testimonial de Francisco Javier Vargas, el proceso se suspendió debido a la acusación de parcialidad de los jueces integrantes del tribunal. Aún recuerdo a Ferragutti leyendo la noticia en el diario El Ancasti, sin poder contener sus lágrimas, viendo como su absurdo pasaje a la inmortalidad se suspendía. Aquella noche tomó más vino que de costumbre, y antes de dormirse me confesó que Vargas no era más que un sueño del que alguna vez debía despertar. Nada especial pasó durante el resto de 1996, y 1997 fue un año agradablemente ordinario en la vida de Vargas. Cuando a comienzos de 1998 le dijimos que ya era hora de morir, lo aceptó sin objeciones. Imagino que por fin había aceptado que su vida como Vargas no era más que una ilusión. No se privó, sin embargo, de un último acto de grandeza:el siete de Abril de aquel año Francisco Javier Vargas, empleado de la División de Protocolización y Archivo, perdió su vida debido a un defectuoso paracaídas que falló en abrirse. Me pareció un final adecuado: Ferragutti por fin había dejado de volar. Además, su cuerpo había quedado tan destrozado que ni siquiera se lo trasladó hacia Catamarca. Solicitamos unos días de licencia por luto por la muerte de Vargas, días que pasamos en la casa de Ferragutti en Alta Gracia, de asado en asado. Es un hermoso lugar. Durante el segundo juicio por el caso María Soledad, en 1998, mientras veía a Jesús Muro y a Jorge “Chano” Martínez comparecer ante el tribunal como testigos, imaginé que Francisco Javier Vargas no habría desentonado en absoluto en aquel proceso. No volví a ver a Ferragutti, pero estoy seguro de que ni siquiera quiso encender la televisión. En un par de ocasiones me he preguntado como lo logramos, y he llegado a la conclusión de que nos asistió una considerable cantidad de suerte, pero también nos ayudó el desinterés que día a día profesamos por conocer en verdad al otro. Sin esos factores, no lo habríamos conseguido. Alguna vez, luego de buscar infructuosamente por enésima vez a un empleado del Ente Residual del Banco Provincia de Catamarca, me planteé seriamente la posibilidad de que el hombre en verdad no existiera. Descarté la teoría. Con el tiempo llegué a aceptar que detrás de toda la historia que motivó a Pereyra, Álvarez,Ferragutti y yo a la invención de Vargas, existe un único motor: el deseo inherente a la condición humana de crear algo que nos trascienda, que sea más grande que nosotros. Y ese deseo nunca muere, al igual que Francisco Javier Vargas, cuyo fantasma fue avistado al menos en un par de ocasiones, deambulando por los pasillos del Ministerio, tal vez persiguiendo un sueño que en vida nunca pudo alcanzar.
Posted on: Sun, 15 Sep 2013 14:56:07 +0000

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