Gustavo García In memoriam Elegí a Gustavo García como mi - TopicsExpress



          

Gustavo García In memoriam Elegí a Gustavo García como mi maestro de periodismo en la universidad porque cuando me tocó cursar aquel trimestre del 87 ese taller, él ya era una leyenda. Junto con Andrés de Luna, que por esos días tenía una formidable columna sobre erotismo en el Unomásuno con el pseudónimo de Andeas Dumound, había hecho la revista Nitrato de plata que con unos pocos números editados cambió para siempre la historia de la crítica cinematográfica en México. Su clase terminaba a las dos. Yo ya era padre y tenía que recorrer el periférico de Cuemanco a Ejército Nacional para ir de mi salón en la UAM Xochimilco a mi oficina en contraloría de la Secretaría de Comunicaciones, dos horas estudiando en el pesero y checar tarjeta justo a las cuatro. Tenía que pedirle permiso de salir a diario diez minutos antes. “¿Por qué no tomas la clase con Javier Solórzano?, su clase termina a la una”, me preguntó tal vez queriendo zafarse el bulto. De nada me sirvió decirle que ya tenía yo tiempo a cargo de la revista de un comité de solidaridad con Nicaragua donde había publicado varios artículos; que había tomado un curso con Carmen y Magdalena Galindo, las hermanas directora y subdirectora de El Día ni que ésta última me había pedido un par de colaboraciones ya publicadas en ese diario. “Bueno, me interesa más la crítica cinematográfica, improvisé más con una mezcla admiración y soberbia que con vocación real. He leído varias cosas en Nitrato y cómo tu dices ahí, creo que hay que hacer crítica”. Ah sí? debió haber pensado porque detuvo su paso y me preguntó sobre mi película favorita. Le dije que Casablanca me parecía un gesto de humildad de Holiwood ante el heroísmo de la resistencia aliada, que Rik no era en realidad apolítico sino un patriota nacionalista, que Ingrid Berman nunca me había parecido más hermosa ni estúpida y que lo más valioso eran las escenas musicales de los parroquianos del bar cantando La marsellesa en duelo con los militares alemanes e, inevitable, Sam al piano cantando The times go bye. Posiblemente desencantado por mi respuesta, reanudó el paso al tiempo que con su erudición hizo trocitos uno a uno ms comentarios hasta el estacionamiento. Por vez primera mi ego resintió sus sarcasmos e ironías y de pronto ya no quería tomar su clase pero algo dijo al final sobre mi necedad así que me quedé. En su primera clase sobre géneros periodísticos dejó de tarea buscar en la hemeroteca un texto de un género y con esa información hacer otro de un género diferente. Elegí la crónica de sociales de El Universal sobre la boda de Paulina, la hija del ex presidente López Portillo para hacerla una noticia deportiva. Para la tercera clase nos devolvió los trabajos. El mío, como todos, estaba repleto de ilegibles correcciones y notas burlonas, pero, a diferencia de los demás, tenía un teléfono seguido de una frase: “llama por la tarde si tienes dudas”. Comprendí entonces que su estilo, a semejanza de la de Teodoro Villegas otro maestro legendario éste de radio, era solamente una estrategia mata egos, ese fantasmita que abunda tanto en los pasillos de las carreas de comunicación y que tan abruptamente azota contra el suelo de los salones. Supe que eran justo esos sarcasmos e ironías las que escondían sus más precisas indicaciones para hacer un buen trabajo periodístico. Para mi fue un trimestre formidable. Me reía como loco de mi mismo con sus burlas en mis trabajos; aprendí de él toda la simbología propia de la corrección de galeras con las que señalaba letras o sílabas invertidas, separación o unión de párrafos, mayúsculas por minúsculas, puntos, comas, acentos y toda clase de correcciones. Pero sobre todo, aprendí de él a escribir con honestidad intelectual, a medir las repercusiones de mis opiniones pues era él el lector más exigente y replicante que se podría soñar. No creo haberlo impresionado mayormente pese a que ese trimestre coincidió con la Muestra Internacional de Cine por lo que nunca me escapé tanto de la oficina, nunca vi tantas películas tan buenas a diario y nunca mis reseñas fueron peores por más que disminuyeran sus críticas insustituibles. Varios meses después quise consultarlo sobre mi primer proyecto periodístico. A diferencia de mis compañeros y correligionarios del activismo político que me invitaban a hacer reseña televisiva o crítica de contenidos al inicuo estilo de Fátima Fernández Christlieb en Proceso, él me alentó a llenar un vacío de opinión sobre los problemas políticos, económicos, sociales y tecnológicos de los medios de comunicación, a hacerlo con beligerancia, mordacidad y garra. Más allá de leer algunas cosas suyas que ocasionalmente caían en mis manos, en más de una década no supe mucho de él hasta que, ya instalado en la vieja Antequera, lo descubrí en la pantalla del once. Aún rígido, de toscos movimientos y un tic muy controlado, vi a mi antiguo profesor poco envejecido, un poco más de canas nuevas apenas, más relajado, más agudo, fino y asertivo en sus críticas. ¡Cuán grande fue mi gusto de que al fin estuviera en la pantalla chica desplegando toda la enorme autoridad que siempre había tenido! Hace casi cuatro años volví a encontrarme con él. Coordinaba yo la los trabajos de prensa y difusión de un festival internacional de cine documental y lo llamé para solicitarle espacio en su programa de Radio. Claudia Elena lo puso al habla. “Quihúbole, Renán. Qué milagrazo”, me saludó. “¿A poco te acuerdas de mi?”, pregunté sinceramente convencido que diplomáticamente repetía el nombre del desconocido que su esposa y compañera de vida le había dicho que estaba al teléfono. “Pues, hasta ahora eres el único ingenuo que recuerdo que piensa que Casablanca es un homenaje de Hollywood a la resistencia”. La carcajada que me arrancó su comentario no expresaba otra cosa que el gusto de saber que un vínculo firme había quedado ahí por años. Pocos días después, nos recibió al director del Festival y a mi al medio día de un sábado para su programa de radio. En el lujoso estudio de Grupo Radio Centro en Cuajimalpa, con su esplendorosa panorámica de la ciudad que tan poderoso debe hacer sentir a quien esté al micrófono, inició su programa, luego de las protocolarias presentaciones, con algunos comentarios nostálgicos sobre el paso de los años y las amistades uameras. Me preguntó “¿qué diablos hace un comunicólogo en Oaxaca?” y por ahí quiso seguir indagando haciéndome conversación sobre el ejercicio profesional en la tan subdesarrollada provincia nuestra hasta que, apenado con el director del festival por su sensible ego y presionado por hablar del tema que me tenía ahí, di un giro a la charla con una frase del tipo “pero los uameros somos necios y aquí estamos de nuevo, gracias a tu hospitalidad, con este asunto del festival”. Pasados unos días me llamó para citarme en la UAM. Fuimos a la cafeta por un café que cuando estudiante me sabía a descubrimientos y ahora a jugo de calcetín. En su programa había yo afirmado que en México no había crítica documental como no hubo antes crítica cinematográfica y en los días del evento le había mandado siete reseñas mías sobre otros tantos documentales que él no leyó al aire pero comentó en su programa. Estaba interesado en que hiciera ese trabajo regularmente para su programa. Ante mi inminente regreso, comentamos sobre las opciones para hacerlo desde Oaxaca, los posibles costos, patrocinios y honorarios. Un par de mails más tarde, el proyecto feneció, como tantas otras geniales ideas, de inanición. Hace poco más de un año lo vi en Canal 22. Lucía más simpático que nunca, más entrañable, jugando con muñequitos de la Guerra de las Galaxias y promoviendo la edición especial remasterizada, en blue ray, con booket de información inédita y en caja de lujo del no sé cuántos aniversario de, curiosamente, Casablanca; contando con la fascinación de un niño con juguete nuevo su viaje a los Estudios Universal y su encuentro con la escenografía, el escenógrafo y las anécdotas de la memorable cinta. Alguna broma posteé en su muro de Facebook sin ocuparme luego de la respuesta. Esta mañana escuchaba (otra ironía) a Javier Solórzano, el lujo de Once TV como bien dijo Ricardo Raphael, mientras me ataba las agujetas de los zapatos. Terminaba de entrevistar a la Labardini, una de los tres confiables entre los nuevos comisionados del recién creado IFETEl. Estaba por despedir la primera emisión de Once Noticias. Faltaba que regalara boletos para algún evento cultural como siempre, pero no. “Una mala noticia. Gustavo García…” dijo y supe que era la noticia que no quería escuchar. Hacía ya varios meses sabía y me angustiaba su enfermedad, un problema respiratorio que se complicó, que requirió transfusiones y la solidaridad de una función en su beneficio en la Cineteca Nacional; un mal del que, me dijeron, se reponía con esperanzadora valentía. Con un nudo en la garganta y la vista nublada, oí a Javier decir “… lamentablemente murió…“ y recordarlo como su compañero de docencia en nuestra bendita universidad: “Me consta, eh. Créamelo, dijo con su familiar estilo, se hacían colas, los alumnos hacían colas para tomar su clase”. Tendrá que hacerle un homenaje la comunidad cinematográfica nacional, es lo menos que merece. Yo, por mi parte, sólo puedo dar este modesto testimonio mío en su honor y recordarlo con la imagen de los exiliados europeos cantando con fervor La Marsellesa en un rincón perdido del norte de África, con la imagen final de Bogard y el inspector Renault en el aeropuerto de Casablanca en la memoria y The times go bye en el corazón. Hasta pronto, profe. Hasta siempre, maestro. Adiós, amigo. Esta noche, Sam toca de nuevo la misma canción; contigo al lado de su viejo piano, en tu honor. Pay it again, Sam, pay it again.
Posted on: Fri, 08 Nov 2013 01:13:04 +0000

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