HAMBRE Susana Haug Susana Haug Yo estaba sentada junto a sus - TopicsExpress



          

HAMBRE Susana Haug Susana Haug Yo estaba sentada junto a sus cuerpos grises y amoratados que parecían muertos de frío, aunque el calor me daba escozor en la espalda y no hacía más que rascarme. Tenía la lengua pegada a los dientes porque había corrido tras la vaca por todo el camino y ya no quedaba agua en la tinaja del patio. Abuela rezó más de dos meses para que volviera la lluvia, y me decía que cantara, escupiera y orinara con la cabeza vuelta al cielo para ver si alguien me escuchaba o al menos me veía las nalgas blancuzcas y apiadándose de ellas nos regalaba un poco de agua. Mi abuelo nos contempló desde el portal un mes, mientras ejecutábamos estos menesteres a los espíritus, y al día siguiente, bastón y sombrero en mano, con un silencio grave, echó a andar por el bosque de lomas que subían y bajaban hasta dejar los ojos mareados. Una semana después encontramos, tendido en el camino, un perro jíbaro medio muerto que tosía pedazos de sus botas entre convulsiones. La abuela, sin lloriqueos, se adentró en la garganta de la noche, y no sé a dónde fue siguiendo las estrellas. Aquellos hombres no eran del pueblo, y traían un hambre intranquila que se les salía de los huesos de la barriga y terminaba en un grito. Los descubrí cuando descendían por el trillo de la colina que conduce a la casa. Me extrañó mucho verlos acercarse, pero continué recostada a una viga del portal, siguiendo su recorrido con la atención que suele prestar la ansiedad. Hundían sus pies en la entraña del polvo, y los guisasos se les prendían a las piernas. Uno tenía un machete bajo la cintura, y el otro un saco que se movía al ritmo de su caminar. Recuerdo las caras de los dos, porque se componían iguales en un detalle: ambas eran larguísimas y huesudas como el culo de un potro recién parido. Y no me parecían hermanos, porque el mayor ya había encanecido y en cambio a su amigo le brillaba el pelo muy negro en todo el cuerpo. Ya la vaca andaba lejos cuando aparecieron en mitad del patio y mis padres salieron a recibirlos. Ella les dijo que entraran un rato o el sol se los iba a comer al mediodía. El más viejo formó una saliva espesa y se mojó los labios. Le preguntó el nombre del pueblo, cuánta gente vivía, si aquella huerta era de nosotros, y el graznido de las auras se entremezclaba con el aire para impedirme escuchar bien la conversación. Sólo percibía murmullos y el carraspeo del hombre al toser y lanzar su escupitajo, que el polvo tragaba con la gratitud del sediento. —Parece que no quiere llover nunca. La yerba está muerta, los pollos se secaron dentro del huevo y la vaca huyó también —dijo él emergiendo de un rincón—. No la culpo. Cualquiera con el suficiente ánimo para moverse saldría de aquí lo más rápido posible. ¿Vienen de muy lejos? —Bastante. Hay poca gente con casa aquí ¿no? Supongo que nada más ustedes no se han marchado todavía. —Ajá. Debo haberme vuelto loco, o es la maldita tierra que me ha tejido raíces en los pies. He meditado mucho sobre lo que conviene hacer ¿sabe? Y lo tengo decidido: voy a esperar un tiempo y si entonces aún no se ha descerrajado el cielo con el diluvio, recogeré lo que nos quede y salgo a buscar la vaca o me pego un tiro, y nos enterramos unos a otros hasta el fin. El hambre duele más que la muerte. —Nosotros dentro de poco nos quedaremos en el hueso, si no aparece nada por ahí. Ahora me comería cualquier cosa, menos yerba, que es comida de animales: desde un puerco hasta una tiñosa o un muerto de tres días viene bien. Y le juro que no me remordería la conciencia. —Es gracioso, después de todo, comprobar cómo el hambre olvida a la conciencia tan fácil —dijo ella y su tono se diluyó preocupado en un refunfuño. Retrocedió unos pasos hacia la casa, buscando el amparo de la puerta. —Tengo el machete afilado para abrir al medio una piedra si le queda corazón. No me decido a usarlo, pero habrá que hacerlo un día de estos. El segundo hombre miró a su compañero y le hizo un guiño. Advertí que su mano se posaba en la empuñadura del arma y los dedos tamborileaban inquietos, dudando si aferrarse o prolongar el juego que carecía de sentido. Los dedos se movían cada vez más rápido, hasta que los guardó en el bolsillo. Pero allí siguieron saltando. Me dio miedo hablar, interrumpir el diálogo y llamar así la atención de alguno de ellos, que no habían reparado en mí por hallarme arrinconada en el extremo del portal. La presencia de los machetes, supongo, era lo que me aterrorizaba al punto de casi hacerme tragar la lengua. —Los jíbaros se han vuelto locos. Ayer devoraron a una mujer del pueblo sin que la pobre alcanzara a reaccionar. Al mediodía encontraron las ropas despedazadas en una vereda. ¿Qué no harían aquí? Hay que ir con cuidado —los dedos se detuvieron. El calor arreciaba a medida que las horas diurnas reforzaban su intensidad. La reverberación le secaba el alma a los guijarros del patio, y los crujidos de la techumbre se hacían audibles, como si las tablas soltaran el pellejo y exhalaran un gemido definitivo. Los viajeros debían sentírselo bien hondo, en los hombros y el cuello, donde el ardor se torna insoportable y uno desearía revolcarse en el fango y regocijarse igual que los cerdos con la deliciosa humedad. Yo imaginé que les dolería mucho permanecer de pie bajo el sol, y esto, confabulado con el cansancio y la hambruna, los derrengaría como una enfermedad. La verdad, resulta preferible ahorcarse. Qué alivio distender los músculos dejando a la brisa masajear las plantas y dedos hinchados, sin preocuparse por el sostén del cuerpo gracias a la soga. Así debe ser de agradable la posición de los ahorcados. Lástima que luego se tornen azules, blancos, parduscos, y les nazcan gusanos por el ombligo y la boca, al tiempo que las auras forman un círculo a su alrededor y corean horrorosos cánticos. Yo no sé lo que se experimenta al morirse, y si duele, escuece, molesta o no, pero los ojos de la gente ahorcada, lánguidos y salidos de sus agujeros, me dan una pena que el llanto no calma, y querría subirme a una escalera y cerrárselos para que jamás se enteren de lo feos que lucen así. Me entretuve pensando, y mis oídos, ocupados en recrear sonidos de parajes que imaginaba, apenas captaron las palabras de él, en el instante en que se dirigió al viejo y a su amigo: —No se preocupe; ahí me queda una escopeta cargada por si se ponen más locos que su madre difunta y vienen a buscar la sombra en mi rancho. —Usted debe ser ágil y certero entonces, como para batirse solo con dos perros juntos. —Ajá. —¿Con dos perros muy hambrientos que le salten a la espalda y le rompan la garganta antes que agarre su escopeta? —Bueno, tal vez, pero nunca he estado frente a los dos perros jíbaros que usted me cuenta. Esos parecen bichos del demonio, y yo nada más creo en mi pellejo y en lo que estos ojos han visto. —¿La mujer esa es suya? —preguntó el viejo alzando la vista por primera vez para recorrer la silueta de mi madre y se le irguieron los pelos de la barba. —Sí, es mi mujer; Teresa, para servirle a la gente honrada —sonrió él, halándola por el brazo para forzarla a dar un paso al frente y sacarla de la madriguera. Ella fingió sonreír, pero comprendí que los miraba de reojo, con disgusto, y esquivaba los ojos del más joven. Se disculpó y regresó adentro, con el pretexto del cansancio, que no podía discutirse a las dos de la tarde con ese vapor dentudo que no quitaba a nadie su castigo. —¿Y la que está allá afuera chupándose el dedo? Aquella era yo. Nunca recuerdo haberme chupado los dedos delante de extraños. Lo hacía sólo en ocasiones, escondida, cuando me asustaba un poco la risa golpeada de algún campesino o el crujir de las botas de mi padre que se tumbaba resollando en los escalones del portal y mascaba una hoja de tabaco a falta de pan o boniatos para acallar el ruido de las tripas. La música de su estómago semejaba el aullido de una horda de perros salvajes. Solía apaciguarla sorbiendo leche directamente de la vaca: se pegaba a sus ubres y chupaba con la fuerza de un diablo. Los pezones apenas conservaban una gota para su ternero flacucho, el que enterramos al mes de nacido. Él bebía todo el aliento de la vaca en cada mamada, arrodillado como si fuese a adorar un santo. Ella en cambio acariciaba el testuz del animal, le rascaba las orejas con lástima y le ofrecía una hojita por alimento. Ya en la época de las mascadas de tabaco el pasto de la región se había transformado a lo lejos en una llamarada infinita, porque el color amarilloso de los tallos abrasaba la vista peor que el humo de la fogata que prendía la abuela para cocinar tubérculos con agua y sal. Estaba hastiada de esperar a que se fuera la visita, y aunque sentía un desespero por soltar mi orine congestionado, no entré a la casa. Me ovillé en la esquina y me entretuve en regar una adormidera apretada contra la tierra. De pronto escuché un grito débil, y el hombre de pelo negro salió a orinar también. El chorro le temblaba y su respiración era entrecortada. Luego fue el viejo, que se lavó las manos con su chorro y me dio la espalda. —¿Te aburriste mucho aquí? —dijo. Todo el tiempo había adivinado que yo estuve recostada contra la pared y el taburete, y vi que sus ojos me exigían el silencio. Otra vez los alumbró un brillo. Intuí que era esto y no los nervios la sensación que me despertaba unos deseos incontenibles de orinar y picazón en las nalgas. —Sí, pensé que no terminarían de hablar. Me castigan si interrumpo ¿Quieren algo más? —No, tus padres son muy amables. Es difícil toparse con personas tan serviciales y honradas en la época del hambre. Debes quererlos mucho, porque ellos nos han ayudado a seguir camino hoy, y ya no tendremos que morirnos, ni el viejo que está enfermo, ni yo, que viviré hasta más viejo y haré familia lejos del campo. Así son las cosas; o los jíbaros o nosotros que íbamos de paso o cualquier otro que oliera gente cerca habría hecho lo mismo. Y ojalá llueva pronto. —Pa’ servirlos en lo que necesiten, como dice mi madre al despedir a sus amistades —contesté entre dientes. —Dale las gracias de mi parte. Toma, para que no llores sola. Uno de los hombres me regaló los ojos grises de ella, contraídos por el susto. Enseguida me sacudió un espasmo y volví la cabeza a un lado, para esquivar la visión. Eran los ojos de un ahorcado, tristes y desmesurados a causa de la soga. Me observaban como si no me reconocieran, y por más que trataba no logré cerrarlos, y supieron que yo aguantaba las lamentaciones con una mueca, y que los amaba y les secaba las lágrimas con soplos y besos maternales. Los mecí entre mis manos, embelesada por su belleza, y la forma en que rodaban por los dedos y me contemplaban dulces y compasivos, con la pupila perdida como aquella vez en que me cantó al nacer “Dónde está la Ma Teodora”. En torno a ellos, ahora translúcidos, se cruzaban hilos rojos que supuse eran colas de serpientes. El polvo me cayó en los ojos y quise empezar a llorar. Los restregué porque me ardían, pero el sol sorbía los manantiales y terminaron igual de secos y callados que los de ella. Una ráfaga de moscas entró a la casa con ansiedad de abeja que descubre un grano de polen en el arenal. Se echaban con violencia sobre los maderos del piso, y algunas morían en los choques o se mordían las patas unas a las otras a mitad de vuelo. La mayoría se arrastraba de tabla en tabla con energía frenética, hundiéndose en la corriente de un río salpicado de hormigas. Luego desplegaron sus alas pegajosas e intentaron llegar a la ventana. Era extraño que vinieran tantas moscas del monte juntas. Una de cientos me recorrió el brazo y se alejó indiferente. Me dejó marcadas en la mano sus paticas rojas. El piso de la sala estaba lleno de pisadas y charcos rojos que se filtraban por los huecos de la madera y caían a las raíces de mi adormidera. Todavía el viejo cruzaba el patio del rancho con la espalda encorvada y el saco hinchado hacía al golpear las costillas del muchacho, un tractac de huesos. Otra vez en su cintura, el machete escurría unas gotas que salpicaban sus botas sin que se diera cuenta. Esa tarde llovió como si el cielo quisiera lavar bien hondo la tierra. Dónde está la Ma Teodora, grité al viento, y el eco me respondió: rajando la leña está. Susana Haug Morales (La Habana, Cuba, 1983) Licenciada en Filología por la Universidad de La Habana. Actualmente se desempeña como profesora de Facultad de Artes y Letras e imparte las asignaturas Apreciación Literaria y Literatura Latinoamericana. Ha publicado: Cuentos sin pies ni cabeza (Ed. Sarriá, Málaga, España, 2000; Ibis Rouge Editions, Guyana, 2002), Claroscuro (Ed. Abril, Ciudad de La Habana, Cuba, 2002), Secretos de un caserón con espejuelos (Ed. Unión, Ciudad de La Habana, Cuba, 2002; Ibis Rouge Editions, Guyana, 2004), Estadios del ser (Ed. Sarriá, Málaga, España, 2002), Romper el silencio (Ibis Rouge Editions, Guyana, 2004; Editorial Unión, Ciudad de La Habana, 2006). Cuentos y poemas suyos han aparecido en diversas publicaciones periódicas y antologías de la literatura cubana, tanto en Cuba como en el extranjero. Este cuento pertenece al libro Estadios del ser.
Posted on: Sun, 06 Oct 2013 23:15:24 +0000

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