HORROR TRANSPARENTE: Escrito por Eduardo González ¿Oyes eso, - TopicsExpress



          

HORROR TRANSPARENTE: Escrito por Eduardo González ¿Oyes eso, Rebeca? atemorizado, Richard se incorporó de la cama. ¿Qué pasa?dije yo, sobresaltada Es tardísimo. Mi marido se dirigió a la puerta de nuestro cuarto, deteniéndose en el umbral. Es como si hubiera un escape de gas. ¿No lo oyes? Vuelve a la cama, que mañana madrugamos... Ignorándome, Richard siguió atento a aquel sonido que decía estar oyendo. A medida que el silencio envolvía toda la habitación, un leve murmullo iba surgiendo del pasillo; era un sonido parecido al del viento, pero más vago; como un viento mudo, que intentaba burlar nuestros oídos. Pensé en la posibilidad de un escape de gas procedente de la cocina, como había supuesto Richard. Al menos, esa era la opción más viable. Mi marido me miró atónito. ¿Has olvidado apagar el gas? Que va negué, mientras me levantaba de la cama, poniéndome las zapatillas. Richard salió de la habitación, y anduvo a oscuras por el pasillo. Supuse que no quería encender ningún artilugio eléctrico, por la posibilidad de que el gas hubiera contaminado toda nuestra casa, evitando así que se produjera una explosión. En lugar de dirigirse a la cocina, sus pasos le guiaron hasta el cuarto de baño, deteniéndose junto a la puerta del mismo. Me miró con expresión dubitativa. No podía imaginarse que hubiera dentro del cuarto de baño un escape de gas, ya que ninguna tubería de gas cruzaba el cuarto. Pero, sin duda, aquel sonido procedía del interior. Agarró el pomo sin saber muy bien lo que debía hacer después. Se quedó unos segundos pensando si era conveniente abrir la puerta. Algo tan sencillo le supuso un reto. Quizá estuviera barajando diversas posibilidades de porqué dentro del cuarto de baño se escuchara aquel leve sonido. No existían ventanas que dieran al exterior, ni ningún tipo de rendija, salvo la del conducto de respiración. Sí, debía de ser eso. El respiradero. Richard tardó más que yo en caer en la cuenta de aquello. Abrió la puerta con cuidado; como si dentro hubiera una bestia al acecho, esperando el momento oportuno para atacar. Yo me acerqué a él. Quédate fuera me ordenó. Sé que lo decía para protegerme de cualquier peligro, pero siempre que tenía esa actitud conmigo, me ponía nerviosa. Al fin y al cabo, sólo con decir "Quédate fuera" daba a entender que él era capaz de resolver la situación, mientras que yo no. Sin embargo, hice lo que me pidió. Lentamente, abrió la puerta. En el interior, una bocanada de mal olor golpeó las fosas nasales de mi marido y mías, taponándolas. Aquel hedor era lo peor que jamás he percibido en mi vida. No existen palabras que puedan explicar aquella hediondez, que provocó náuseas a Richard. El olor era parecido al de una habitación cerrada durante meses con un cadáver en su interior. Hacía un ambiente extremadamente bochornoso y húmedo. De lo que estaba segura era de que aquel nauseabundo olor que se extendía como un cáncer por todo el cuarto no procedía de ninguna tubería del gas deteriorada; posiblemente, no procedía de este mundo conocido. Me apoyé mareada en la jamba de la puerta. Aquel aire imposible de respirar nos estaba atacando de alguna forma. Richard encendió la luz, y no hubo ninguna explosión producida por el gas, como en un principio llegué a pensar. Porque aquello no era gas. Un temor inexplicable surgió dentro de mí, recorriendo mi columna vertebral, hasta llegar a mi garganta. ¡JODER! ¿Esto qué es? ¿Cómo puede oler así de mal? dijo Richard, entre ofendido y atemorizado. Yo no respondí. Mi marido comenzó a girar la cabeza de derecha a izquierda, buscando el foco de aquel sonido, que aún era, en cierta medida, leve, hasta que retiró la mampara de la bañera, dirigiendo la mirada hacia el techo. Allí se encontraba lo que supuso la peor de las pesadillas que jamás he vivido. El respiradero emanaba un aire serpenteante y deforme, que ondulaba el espacio de una manera escabrosa. Richard se acercó lentamente al respiradero, metiéndose en la bañera. Mientras, yo observaba aquella escena incapaz de articular palabra. No porque no quisiera, si no porque mi mente se quedó en blanco, posiblemente por aquella apestosa pestilencia, que había poseído mi cerebro. Richard atravesó con la mano el aire que salía del respiradero. Está frío... dijo para sí mismo, con la otra mano tapándose las aletas de la nariz. De pronto, observé cómo mi marido se destapaba la nariz, y acercaba la cara a la angosta rejilla. Sólo aguanto tres segundos, antes de vomitar, manchando toda la bañera. Tuvo que apoyarse en la pared para no desvanecerse. Tras vomitar, se giró para mirarme. Hay que...que llamar...a....a... no pudo terminar la frase. Como un cuerpo sin vida, cayó al suelo de la ducha, golpeándose la frente bruscamente. El corazón me dio un vuelco. Mis músculos se entumecieron, imposibilitando que realizara cualquier tipo de movimiento. No podía creer lo que estaba viendo. Mi mente no se encontraba en aquel lugar. Por un momento, estuve segura de que todo aquello que estaba ocurriendo no podía ser real. Me vi tumbada en mi cama, rozando mis labios con los de mi marido; notando su respiración. Diciéndole que le amaba. Y haciéndole el amor hasta el alba. No obstante, la realidad apareció ante mis ojos como el "flash" de una cámara fotográfica. Al fin, pude reaccionar. Rápidamente, salté sobre mi marido, suplicando a Dios que estuviera consciente. Y, afortunadamente, así estaba. Me miró indirectamente, sin saber muy bien dónde se encontraba. La sangre que manaba de su frente era de un rojo intenso, y su cara tenía una expresión de gran sufrimiento. Beca... ¡Estoy aquí, cariño...estoy aquí...! grité, mientras las lágrimas recorrían mis mejillas. Su cara comenzó a transformarse súbitamente. De tener una expresión de dolor, pasó a tener una expresión totalmente enfermiza. En esos ojos no se observaba rastro de amor. En cambio, sólo veía furia intensa. Apretó los dientes y frunció el ceño. Notaba las pulsaciones de mi corazón golpeando mi cuello; ya no por el susto de su caída, si no por aquellos ojos que prometían dolor; ojos inyectados en sangre, con unas pupilas completamente abiertas, dando la sensación de que sus ojos eran de un negro intenso, sustituyendo al verde azulado que me enamoró. Si no supiera que era imposible, pensaría que tenía la rabia. ¿Qué...qué te ocurre? mi voz temblaba. Por un instante, olvidé el olor que cubría todo el cuarto. Márchate...aléjate de mi...ahora...su voz, ronca y áspera, era peor que su mirada. ¿Qué? ¡VETE!gritó. Tras ello, empujó mi cuerpo hacia atrás, con una fuerza sobrehumana. Caí al suelo ruidosamente. Richard, si es que aquel hombre era realmente Richard, me empujó hacia la puerta, sacándome al pasillo. Seguidamente, cerró la puerta de un portazo, y giró el pestillo, para que yo no pudiera entrar. La oscuridad me abrazó hasta asfixiarme, como una pesadilla claustrofóbica de la que no podría salir. El terror se apoderó de mí. Entumeció mis músculos, hasta agarrotarlos por segunda vez. Mi corazón galopaba desbocado en el pecho. Notaba cómo el pánico poseía todo mi ser. Aquello no podía estar ocurriendo; al menos, no a mí. Del interior del cuarto de baño se oían gritos desgarradores y guturales, que hicieron que mi piel y mi vello se erizaran, como si hubiera recibido una bocanada de aire helado. Tales gritos parecían proceder de un animal, más que de un ser humano. El único haz de luz existente en aquella densa oscuridad procedía de la rendija inferior de la puerta del cuarto de baño, que repentinamente desapareció sin ningún tipo de explicación; más tarde, supe porqué Richard tapó la rendija con su camisa. Me levanté con fuerza, desesperada y en la frontera entre la locura y el juicio. Intenté abrir la puerta, pero, tras varios intentos, desistí, por lo que golpeé la puerta, gritando a mi marido que me abriera. ¡CARIÑO, ME ESTÁS ASUSTANDO! Por favor, abre...abre, por Dios... no noté las lágrimas que resbalaban lentamente por mi mejilla. Mis gritos se ahogaban (y casi parecían mudos) en comparación con los gritos de Richard, que eran aullidos de dolor y sufrimiento; alaridos angustiosos que me mareaban y hacían que poco a poco entrara en la más súbita locura. Me sentía totalmente impotente. No sabía qué hacer, salvo golpear la puerta hasta que de mis nudillos brotaran hilos de sangre, llamando a mi marido desesperadamente. La voz suave de una niña hizo que me sobresaltara y entrara de pronto en la realidad, saliendo del universo que se reducía al cuarto de baño y el pasillo. Era Anna, mi hija de ocho años. Jamás me perdonaré haberme olvidado de ella, y más en una situación como aquella. ¿Qué ocurre, mamá? Anna... Dios, Anna...vuelve a la cama. ¿Qué le pasa a papá? su voz temblaba, anunciando futuras lágrimas ¿Se muere? ¡CALLATE! ¡NO VUELVAS A DECIR ESO, ANNA! ¡CALLATE, JODER! Anna comenzó a llorar. La mezcla de los alaridos de Richard y los sollozos de mi hija me desquiciaron. Perdí el control de la situación, y solté un grito desesperado y violento, pidiendo auxilio a cualquier ente, aun sabiendo con antelación que no vendría en mi ayuda. Miré a mi pequeña de ojos azules, y la ordené que entrara en su habitación, y que no saliera hasta que yo se lo dijera. Sin rechistar (aunque seguía llorando), lo hizo. De pronto, se escuchó del interior del cuarto de baño un golpe seco, y, tras ello, todo se sumió en un silencio sobrecogedor. Mi respiración sonaba alterada y entrecortada, y mis ojos se salían de las órbitas. Me acerqué lentamente a la puerta, y apoyé la oreja en ella. ¿Richard? sólo silencio. Salí corriendo en dirección a la cocina. Me temía lo peor. Mi corazón en cualquier momento saldría disparado de mi pecho. Abrí el cajón de los cubiertos, y cogí un cuchillo, tirando al suelo tenedores y cucharas, dado el temblor descontrolado de mis manos. El miedo se apoderó totalmente de mí. Volví a la puerta del cuarto de baño, y, tras encender la luz del pasillo, comencé a aflojar los tornillos del pomo, usando el cuchillo como destornillador. Debía de ver a mi marido. Tenía que ver a mi marido. Necesitaba saber qué era lo que estaba ocurriendo. Quería fundirme a él en un beso apasionado. En cambio, no volví a verlo con vida. Al quitar todos los tornillos, arranqué el pomo de la puerta, y la abrí; esto último lo hice con una mezcla de fuerza y rabia. El panorama que me encontré dentro del cuarto de baño fue de lo más aterrador y monstruoso que jamás he percibido en toda mi vida. El mero hecho de recordar la imagen de mi marido tendido en el suelo, inerte y frío como un maniquí, con los ojos vueltos hacia atrás, con diversos cortes en su cara (producidos por su cuchilla de afeitar), con un cepillo de dientes clavado en su garganta y con el cuerpo totalmente ensangrentado, produce en mí un enloquecimiento irrefrenable. Simplemente, en aquel momento, al observarlo en ese estado, no pensé en nada. A mi mente no llegó otra cosa que rabia. Rabia por no haberle podido ayudar. Rabia porque me impidió la entrada al cuarto. Rabia porque me dejó sola en este mundo. En lugar de amor, sentía odio. Un odio egoísta que, paulatinamente, se convirtió en terror. Tardé en reaccionar ante el cuerpo sin vida de Richard, sencillamente porque en mi fuero interno no quería creer lo que estaba viendo, y en lugar de abrazarlo, y besarlo, lo odié. Me dejó sola ante la adversidad, y la soledad es peor que cualquier tortura. Todo esto pasó por mi cabeza durante el tiempo que estuve mirando a Richard. Ahora, sólo recordarlo, me llena de un sufrimiento inhumano. Y sabía que debía de reaccionar. Y reaccioné. Como una convulsión producida por un desfibrilador, salté por encima del cuerpo de Richard, y me situé ante mi enemigo. No actuaba en base al raciocinio. Actuaba en base a un instinto más animal que humano. Si hubiera actuado con cabeza, hubiera sacado el cuerpo frío de mi marido de la habitación, y hubiera llamado a una ambulancia, aun con las esperanzas consumidas en el aire. Sin embargo, eso ni siquiera me lo planteé. Estaba frente a mi enemigo, y debía de luchar contra él. No podía dejar que me liquidase a mí o a Anna. Arranqué de un tirón la camisa de mi pijama, y la hice un rebujo, sin apartar la vista de la rendija de respiración, de donde todavía salía aquel hediondo y pestilente olor que no pertenecía a este mundo. Una parte de mi sabía que aquel aire viciado era el causante de la muerte de mi marido, por lo que golpeé con mi puño la rendija, rompiéndose en varios trozos. Y en aquel instante, todo fue distinto. Distinto fue el sonido y el olor que de allí salía. Distinta fue la cantidad de aire que de allí salía. Distinta fue mi percepción del mundo... Inhalé involuntariamente aquel gas, que poseyó todo mi ser consciente. Del interior del respiradero surgieron nuevos sonidos, todos desconocidos para mi oído. Sonidos guturales, procedentes de un mundo paralelo e iracundo, helaban e inundaban cada recoveco del cuarto de baño. Se podían apreciar voces que no eran humanas, mezcladas con una especie de gritos y llantos de bebés siendo zarandeados de un lado para otro. El eco del aire se mezclaba con todos aquellos ruidos tan desgarradores y desesperanzadores. Aterraba el simple hecho de saber que en el interior de aquel lúgubre orificio existía la posibilidad de la presencia no humana de uno o varios seres vivos. Pero en aquel instante, lo único que recubrió mi cerebro fue un gas ponzoñoso, que se introdujo en cada rincón de mi raciocinio. Mis ojos percibían una realidad ajena a todo lo cognoscible. Junto a aquel olor tan desagradablemente nauseabundo, vinieron a mí imágenes de locura y desolación. Fotogramas de mortandad, e imágenes esquistosas. Las paredes del cuarto se derretían, formando grumosas y burbujeantes masas en la bañera, y, de detrás de la pared que se iba ausentando paulatinamente, surgían, muy lejanas, formas puntiagudas e irregulares. Y de aquel terreno perteneciente a otro mundo nacían tentáculos carcomidos por el dolor, la enfermedad y la soledad, bajo una luz rojiza. Sin embargo, aquello fue lo único que pude observar, pues la locura me estaba ganando terreno, y debía actuar en consecuencia. Sabía que todo lo que estaba ocurriendo dentro de mí, que hacía que percibiera tales monstruosidades, tenía relación con el gas matador que se exhalaba del respiradero. Por ello, apreté con fuerza la camisa del pijama recién arrancada, y la introduje de un solo golpe dentro del hueco infernal, impidiendo así que el aire hediondo y destructivo pudiera salir y contaminar toda la casa. De pronto, de la nada, aparecieron delante de mis ojos manchas negras y doradas. No obstante, sabía que esas manchas no procedían de mi realidad, ni de ninguna otra. Procedían de mis ojos; eran juramentos de desmayo. Y exactamente eso fue lo que ocurrió; unos segundos después, me desvanecí. No sabría decir cuánto tiempo estuve desmayada. En esos instantes, lo que menos me preocupaba era el tiempo. Oía palpitar mi corazón dentro de mi cabeza. Lentamente, abrí los ojos. La oscuridad se fue transformando en luz. Comencé a escuchar gritos lejanos, como a través de una pared. Los gritos se fueron haciendo más claros, hasta que supe de donde venían: Anna, mi hija, se encontraba en el umbral de la puerta, llorando y gritando, con la cara descompuesta por el miedo. Yo, sin embargo, tuve la sensación de que todo era un sueño. No podía (o no quería) creerme que el cuerpo inerte y ensangrentado que se encontraba tumbado en el suelo fuera el de mi marido; ni tampoco reconocía a aquella niña, dulce como el viento crepuscular, que temía por la vida de su madre, y lloraba por la muerte de su padre. Pero, desgraciadamente, no me encontraba sumida en un sueño. Como si de un espasmo se tratara, reaccioné ante todo aquello que me rodeaba. Me levanté temblorosa, y con dolores punzantes en mi frente. Un leve riachuelo de sangre emanó de la herida que se había producido tras mi caída. Mi hija continuaba llorando, y diciendo "mamá..."con un nudo en la garganta. La observé como con somnolencia, debido al traumatismo de mi frente. De repente, noté un escalofrío que atravesó cada una de mis vertebras. No quería mirar...pero sabía que debía hacerlo. Debía mirar el respiradero... Mi corazón se llenó de terror y odio al observar que la camisa del pijama no se sostuvo lo suficiente, y calló a la bañera, dejando expulsar todo aquel gas asesino. No sabía cuánto tiempo había estado expulsando gas aquella apertura, pero tenía que taparla con lo que fuera, para salvar mi vida...y la de mi hija. Me dirigí al respiradero, pero mis fuerzas flaqueaban. Al llegar a su lado, el infierno que tuve que soportar justo antes de desmayarme, volvió a reaparecer ante mis ojos. Solo que esta vez, en lugar de ver un mundo desconocido, donde lo que predominaba era la destrucción y la muerte, vi que mi hija se transformaba en mi peor enemiga. No era una transformación literal; realmente, en ella no existió mutación alguna. Anna seguía siendo la misma de siempre. Pero yo la vi como un ser que podía producirme dolor; fue una sensación que comenzó a nacer dentro de mí: una sensación de odio perturbado. Inexplicablemente, pensaba que mi pequeña quería atacarme en cualquier momento. No entendía muy bien lo que estaba ocurriendo; sólo sabía que debía de protegerme de Anna...y por ello, debía matarla... Una animadversión innombrable floreció de mi interior. Aquella cría me producía repugnancia, y, a la vez, miedo. El odio fue cada vez mayor y más desgarrador. Mi corazón galopaba, y mi respiración quemaba mis fosas nasales. Me olvidé por completo del aquel aire del inframundo (causante sin duda de todos los acontecimientos tan horrorosos que en esa noche me acontecían), y me centré en mi hija (aunque en aquel momento fuera, para mí, un ser odioso). Necesitaba eliminarla. Comencé a acercarme a ella, con los puños tan cerrados que notaba dolor entre las articulaciones de los dedos. Una furia atroz me rodeó y penetró en mí. Una locura sin nombre se apoderó de mí. Anna dejó de llorar, y me miró con cara de asombro. ¿Ma...má? ¿Qué te pasa? su voz sonaba entrecortada, y muy lejana, como si mis oídos se hubieran taponado. Hice caso omiso a su pregunta, y, de un salto, me abalancé sobre ella, como cuando un animal se arroja a su presa para devorarla. Rodeé con mis manos el frágil y lánguido cuello de mi hija, y comencé a apretar con una rabia incontrolada. Ambas caímos al suelo, propinando sendos gritos; el de ella producido por el dolor; el mío, en cambio, como reflejo de una locura asesina y desquiciada. Anna me miraba horrorizada, mientras se esforzaba en intentar respirar. Un hilo de aire pudo llegar al exterior, pero me aseguré de que aquel fuera su último hálito, hincando mis dedos con más fuerza. Mis uñas rasgaron su cuello, produciendo un tímido reguero de sangre. Cada segundo que transcurría, la estrangulaba con mayor violencia. Sus ojos se llenaron de pequeñas ramificaciones sanguíneas; el color de su tez cambiaba de un rojo intenso, a un morado pálido. La lengua pareció hincharse fuera de su boca. Anna luchaba por sobrevivir infructuosamente. Su destino sólo era la muerte...no existía ni la más leve esperanza para aquella pálida niña. Mis manos percibían el pusilánime latir del corazón de mi hija, el cual iba apagándose como una bombilla a punto de fundirse. En cambio, mi corazón se lleno de júbilo al pensar que la amenaza de aquella chiquilla iba desapareciendo definitivamente, y, debido a ello, solté una estrepitosa carcajada. Aún riéndome, observé sus ojos totalmente salidos de sus órbitas, y vi como se volvían hacia atrás, mostrando sólo las delgadas venas rojizas, que se extendían como las raíces escabrosas de un viejo y decrépito árbol. La cara de aquella niña de diez años estaba totalmente descompuesta y parecía a punto de estallar. De pronto, cuando las pulsaciones de su corazón iban encaminadas a su eterno final, reconocí de nuevo a mi pequeña. No puedo ser capaz de expresar lo que ocurrió. Simplemente, miré su suave y frágil cara, y un escalofrío recorrió como un rayo de hielo toda mi espalda. Fue como volver de una pesadilla infernal; como si un ser que poseyera mi cuerpo saliera de él convulsionado. Horrorizada, solté el cuello de Anna. No podía creerlo...sencillamente, no quería creer nada de lo que estaba ocurriendo. Me negaba a aceptar la realidad. Mi hija no respiraba...no producía ningún movimiento...no podía creer que mi hija, mi pequeña, la persona que más amaba en este mundo, hubiera muerto... Un momento antes de que me dispusiera a improvisar una reanimación cardiopulmonar (he de confesar que jamás he realizado una), desesperada y descontrolada por la desazón y el terror que invadía mi alma en aquel momento, mi hija inspiró una gran cantidad de aire, como si su alma quisiera volver a entrar en su cuerpo a través de la boca. Comenzó a toser y a intentar respirar. La esperanza y la emoción me atravesaron el pecho como un relámpago. Mi corazón se entumeció, y mis músculos reaccionaron espasmódicamente. Abracé a mi hija apasionadamente, y lloré desconsoladamente, mientras besaba su angelical cabello rubio. En aquel momento, Anna se convirtió en el ser más especial y adorable que haya pisado la tierra jamás. La quise más que nunca. Adoraba su aroma. Amaba su tacto. Necesitaba su presencia. Si hubiera sido necesario, hubiera muerto por ella. Significaba todo para mí, y me odié por haber deseado su desaparición. Me odié y me sigo odiando. Aun sabiendo que yo no fui la culpable de aquella locura transitoria que me hizo desear la muerte de la persona que más quiero en esta vida, me odié y quise matarme. Quise suicidarme por ello. No soportaría la idea de que hubo un momento en mi vida en el que casi asesino a mi propia hija. Mi mente no estaba capacitada para soportar ese peso en la conciencia. Sin embargo, debía entender que todo aquello no fue por propia voluntad. Cualquiera en su sano juicio no pondría la mano encima a su hija. Y, sin duda, en aquellos momentos de pesadilla, yo no me encontraba en mi sano juicio. Anna dirigió sus ojos hacia los míos, y rompió a llorar. Me temía. Intentó apartarse de mí, y alejarse; y yo no se lo impedí. La solté, y corrió en dirección a su habitación. Fue en ese preciso instante cuando comprendí el motivo de porqué Richard se encerró en el cuarto de baño, impidiendo que yo pudiera entrar. Aquel gas infeccioso había penetrado en él de la misma manera que había penetrado en mí, provocándole ansias homicidas. Por eso se encerró. Por eso me bloqueó la entrada. Por eso se suicidó...para protegernos a mí y a Anna. Para protegernos de él... Tambaleándome, me levanté del suelo. Al ponerme en pie, sentí como si flotara. Una sensación de mareos y vértigos se apoderaron de mí. Cerré la puerta del cuarto de baño de un portazo, aunque volviera a abrirse debido a la ausencia del pomo que había desatornillado. De eso parecía que hubieran transcurrido días... Tuve náuseas y dolores de cabeza, traducidos en un intenso pitido en los oídos. Nada parecía real. Supe con seguridad que aquel gas aún estaba contaminando el cuarto de baño, y pronto, si continuaba así, contaminaría toda la casa. No servía de nada intentar bloquear el respiradero. Y eso significaría mi muerte y la de mi hija. Me dirigí hacia la habitación de Anna. Abrí su puerta, y la encontré sentada en una esquina, lívida como la nieve, temblando por el horror y la pesadilla que había vivido. Me acerqué a ella lentamente, pero a medida que me acercaba, ella se iba acurrucando más en si misma, como si quisiera que la tierra le tragase, haciéndola desaparecer de mi vista; alejándola de mí para siempre. Me agaché, y la quise tocar el pelo, pero no lo hice. En esos momentos, Anna me odiaba. Y yo era incapaz de explicarla lo que me había sucedido. Nunca lo entendería. No lo entendía ni yo. Anna... dije, en voz bajaAnna, mírame, por favor. Levantó su cabeza tímidamente. Quiero que sepas que te quiero más que a mí misma. Por ti daría mi vida. Lo que antes ocurrió no fue por mi culpa... No me creería, de eso estaba segura, pero debía hacerla entender que teníamos que salir de aquel lugar. Te odio dijo Anna. Esas palabras hicieron que mi corazón se deshinchara, y que de mis ojos comenzaran a brotar lágrimas. Te entiendo, cariño. No sé cómo decirte que te quiero, pero te pido que confíes en mí ahora mismo. Necesito que salgamos de casa, y avisemos a la policía. Te aseguro que todo acabará pronto. Por favor, mi vida...confía en mí. Al menos hasta que salgamos de aquí sostuve su mano temblorosa por favor... Ella seguía mirándome durante unos interminables segundos, dubitativa. Finalmente, accedió a salir conmigo de casa. Días después de aquella espantosa noche, y tras una intensa y minuciosa investigación por parte de la policía (la cual no encontró resto alguno de ningún gas, como yo había descrito), el forense dictaminó que Richard no había sido asesinado, si no que se suicidó. La sentencia del juez fue la pérdida de mi hija (que sería entregada a unos padres adoptivos) y catorce años en prisión por mi intento de asesinato tras asfixiar y casi producir la muerte a Anna. En el juicio, fui incapaz de explicar todo lo que había ocurrido en esa interminable noche, ya que aquella historia parecía irreal. El jurado no me creyó. Mi abogado no pudo hacer nada para reducir la pena, y cuando el juez me preguntó cómo me declaraba ante los hechos, yo, desesperanzada, y con las imágenes claras y brillantes de los rostros de mi hija y mi marido clavados en la mente, mientras una lágrima me recorría la mejilla, me declaré culpable. Créditos a: pasarmiedo/historias/relatos-oscuros/906-horror-transparente Death_Valery
Posted on: Tue, 24 Sep 2013 20:22:44 +0000

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