Habrían de decirte que se llamaba Obregón Perla porque de alguna - TopicsExpress



          

Habrían de decirte que se llamaba Obregón Perla porque de alguna manera llamaban a aquel viento que cruzaba el pueblo justo al mediodía envuelto en una nube de polvo y en asaltos infantiles. Los días en que el último aguacero devastó la tierra hasta diluirla en un vidrio irreparable supiste que Obregón Perla padeció encuentros con el círculo de irrealidades que le parecían la habitación de un embudo desolado. Las mismas irrealidades que lo agobiaron la vez que Roberto Macalara le preguntó por la identidad de sus raíces y no tuvo más respuesta que retomar la obsesión del túnel: “Sólo sabemos la entrada pero no la salida. ¡En qué realidad estamos?” Esos encuentros y su nacimiento inesperado lo envolverían en prédicas taciturnas. Volverán sobre él los rencores y las palabras de su abuela: “Recuerda, muchacho, que los muertos duelen pero los vivos duelen más, vives el sueño del silencio. Crees que tu madre juega con los borregos del cielo, que te llama de las nubes, pero lo cierto es que tu alumbramiento destrozó las entrañas de la mujer que te parió en un grito desesperado. Aulló cinco días sin poder arrojar tu dolor que venía volteado. Murió recomendándome que te entregara en algún lugar que sólo existió en su imaginación”. Esa tarde las campanas del santuario comenzaron a doblar en forma inexplicable y un cinturón de nubes negras humilló la calma desmesurada del pueblo. Parvadas de zanates cruzaron a ras del suelo dibujando en una estampida varios símbolos ondulados que se debilitaron en el rojo amarillo del oeste crepuscular. Las viejas del rosario creyeron adivinar los símbolos del polvo y corrieron a refugiarse en sus remordimientos musitando la leyenda del hombre de cara de conejo que por sus crímenes había muerto en olor de santidad. El batir de los zanates manchó la parte del cielo que permanece inmaculada en memorias del niño que sacrificó la muerte por la libertad de su padre, en aquel tiempo en que la apeste usurpadora lo inmoló en la curva que baja de los pueblos fantasmas… Cuando viste a Obregón perla, el señor latas vacías, todavía recordaba las palabras de su abuela. Mezcladas con otras palabras que condenaban el momento en que su única hija se entregó al primer extraño que apareció por su pueblo: “El último miserable que arribó con el cabello largo como santocristo y con una maleta llena de cuentas de vidrio: ese extraño que le birló la honra por un puñado de pesos falsos”. Ese tiempo de exaltaciones terminaría cuando la gente dejó de creer que Obregón perla traduciría la leyenda de marginaciones en un tiempo de emblemas. Cuando se convenció que el eremita, el desertor, el nagudo, el fugitivo, sólo era una brizna de silencio en una costra de destrezas para conversar consigno mismo en largos monólogos. Pasos que se pierden, historia sin mérito, huida y polvo, mediodía y escape… El día que lo conociste te produjo la impresión de un viento de presagios, de algo caliente que se aleja del ánimo ciertas tardes y regresa en noches indecibles para continuar cavando, royendo, con sus uñitas de ónix, las revelaciones interiores. Ahora recuerdas que sólo una vez viste plegarse en un rostro la mueca de la resignación: el día que un camión enturbiado de estibadores trituró al perro de color incierto desbordándolo en una masa sanguinolenta. Viste que recogió la pelambre del animal revuelta con tierra de tepetate, atarla cuidadosamente con sus lágrimas y depositarlas en la bolsa pronunciando algo que se perdió en el sopor del atardecer. Esa mañana los vecinos del estero habían descubierto en los mezquites los residuos de una anciana que se extinguía en un mes de muerte y devorada por los por hormigas cimarronas. La anciana había permanecido muda y clavada en su camastro virreinal mientras veía aterrada la lenta devastación que derruía su cuerpo: la muerte latente que avanzaba irreducible. Los vecinos lograron rescatar un objeto macilento que depositaron en los fangales del otro extremo del pueblo. Por ese tiempo la leyenda de la mujer enlutada había quedado grabada en los vientos viajeros de la ensenada y los muertos en vida, exculpados en un juicio sumario por jueces de anchos levitones, sufrían una nueva calamidad: el agotamiento de sus reservas espirituales. Los jueces de anchos levitones y manos de flamingo recorrieron el pueblo en una cruzada de esperanza: encontrar la fe que se había marchado con el segundo bribón que prometió un río. La cruzada, que se pensó en fracaso, tuvo un acierto inesperado: la tierra cobró un tenue brillo esmeralda todo ese verano, pero al arribar el otoño con sus aires perplejos, la película esmeralda adquirió el tinte de plomo indeciso… Los hombres sin cabeza de un origen remoto, que coincidía con los fundadores de la última utopía, se llegaron de nuevo al pueblo en un intento más por rescatar baúles del corsario inglés. Retrucaron sus pesos al advertir la siniestra mirada de los zopilotes que danzaban ritualmente en el contorno. Los hombres sin cabeza se dieron cuenta que el panorama desolado no andaba para baúles y sólo les ofrecía una paz crepuscular en el sueño definitivo. Se avinieron con jalar una pesada ancla llena de herrumbre que el cabrón Cromwell hundiera. Al ancla acompañada se instalaron los fundadores de la última utopía en el primer cuartel general de guarniciones, en esa primera gran misión, la insólita y más grande aventura de los tiempos pasados. Los fundadores de la última utopía desmostaron siete hectáreas de tierra bravía, mataron a palos a diez nidos de serpientes, cruzaron tres avemarías con los indescifrables naturales y clavaron su campana en medio de las palmeras, y antes de buscar la colina idónea para levantar la primera cruz, dijo el más viejo de ellos con desafinada impotencia: —Carajo, debemos conformarnos con rezar. Es inútil toda la esperanza. Siempre supiste que Obregón Perla desvivió los años sin premura. La tarde que lo encontraron con la pelleja endurecida, el sol coincidía la tregua vespertina y el crepúsculo batía palmas en su autofagia esplendente. Con el rumor de su muerte, que recordaba siempre en otras muertes, un ruido de sepulturas reptó ondulante por las calles del centro; recorrió las bancas ociosas del jardín municipal; giró sorprendido por el busto del Benemérito; dio tres vueltas en las torres de la iglesia y desapareció alarmado de su propia presencia por la cresta del cerro atravesado. Al tiempo que Obregón Perla desahogara su vida contemplando una nube mensajera, creíste escuchar las trompetas de una banda sinaloense que tocaba lejanamente El niño perdido. Pensaste que los sonidos de las trompetas eran el silbido de los muertos del camposanto remiso enclavado en tierra de excomunión. Comprobaste la inexistencia de las tumbas remisas y afirmaste que los ruidos bajaban del río que el pueblo siempre quiso tener pero que el gobierno nada más prometía. Negaste que vinieran de las bocinas melancólicas de la tenería que llamaba a los trabajadores desaparecidos en el último incendio. Abrigaste la sospecha que llegara de la caldera abandonada hacía un siglo que de vez en vez vomitaba fumarolas de buen augurio. Concluiste por verificar que Obregón Perla había muerto con la esperanza de morir en medio de ruidos que confundieran a los vecinos…
Posted on: Wed, 03 Jul 2013 14:48:15 +0000

Trending Topics




© 2015